La religion se puede usar para muchas cosas, incluyendo llenarle la
cabeza de humo a la gente o tal vez para despertar pendejos...de ahi la
motivacion para esta historia...el personaje que reconoceran (segun las malas
lenguas era judio) es el que se describe en los archivos Quelle o Q (que
chingue a su madre Pablo, ese vejete puto y misogino)...y de esos archivos no
le mencionan los curas o los pastores a su feligresia con tal de mantenerlos todos pendejos... ver https://es.wikipedia.org/wiki/Fuente_Q
Cuento: La Modernización del Templo
Advertencia: en realidad esta historia tiene mucho que ver con la
realidad actual de México. NO tiene nada
que ver con la religión. NADA. Pero la
religión y la política siempre se mezclan, sobre todo cuando se toman decisiones
políticas en nombre de la religión O VICEVERSA.
NO, esta no es una historia sobre la Judea del siglo primero de la era
cristiana SINO de nuestros tiempos y de nuestro México. SI LEEN (y ya es mucho pedirle que hagan
esto) este cuento teniendo en mente esta aclaración les será claro de que se
trata. A veces, si, es más divertido
hablar en parábolas. Pero no se pueden
entender estas si uno está muy pendejo y cree que NO hay relación entre la
política y la religión.
I. Un hijo regresa de Roma
Ese día el rabino don Caifás, el jefe del Sanedrín, tomaba el té con
los otros sacerdotes en la terraza del gran templo de Jerusalén. Apenas ahí se podía aguantar el calorón de
Palestina pues de vez en cuando venía una brisa refrescante desde el occidente,
donde estaba el mediterráneo.
--Y bien, Caifás, ¿ya regreso vuestro hijo Jacob? – pregunto don Samuel
Levi, segundo sacerdote del templo.
--Gracias a Dios su barco atraco hace unos días en Cesárea. Se encuentra ya en mi casa.
--Os felicito Caifás –añadió don Ismael, otro de los sacerdotes--. Todo el que estudia en Roma será favorecido
de los cesares y aprende mucho de cómo ellos hacen negocios.
Don Caifás suspiro. Hubiera
querido que su hijo Jacob hubiera estudiado el Tora como sus otros hijos que eran
devotos judíos y futuros sacerdotes del templo y conocían bien la Ley. Pero el joven Jacob era rebelde y se quejaba
de estar atorado en un lugar olvidado del imperio. Ansiaba Jacob conocer el mundo y las
costumbres de los gentiles. Don Caifás
no vacilo en cumplirle sus gustos a su primogénito.
Unas semanas después del regreso de Jacob este le pidió a su padre que
le permitiera hacer unas sugerencias sobre el manejo del templo. Don Caifás estaba algo perplejo. ¿Había que cambiar algo en la forma en que se
manejaba el templo? ¿No existía acaso
desde la refundación de Jerusalén cuando Dios permitió que los judíos
regresaran de su cautiverio babilónico?
Pero bien, pensó, don Caifás, si el muchacho quería contribuir una
sugerencia no había razón por que no oírlo.
Después de todo, los romanos tenían fama de saber gobernar. Seguramente quien estudia en Roma ha
aprendido cosas útiles.
--Adelante hijo.
--Padre, con todo respeto –dijo Jacob--. He estado observando el suministro de los
animales que se ofrecen para el sacrificio.
--Sabed, hijo mío, --contesto don Caifás alzando una mano—que la manera
en que se sacrifican estos animalitos es bajo leyes muy estrictas. No os aconsejo que sugiráis cambios a estas.
--Ciertamente que no hare tal cosa, padre. Más bien estoy centrándome en el suministro
de estos animalitos. Mirad, don Lucas y
sus hijos son los que operan la cría de estos animalitos.
--En efecto, don Lucas y sus hijos trabajan para el templo. Su padre y su abuelo y tal vez su bisabuelo
tuvieron el mismo trabajo. Y algún día
lo harán sus hijos.
--Y luego el templo vende los animalitos a los fieles que los ofrecen a
Jehová, ¿verdad?
--No uséis el nombre de Dios, os lo suplico, hijo mío. Respetad.
Pero si, así es. El templo se los
vende a los fieles. Con los que
obtenemos pagamos a don Lucas y sus hijos y el alimento de los animalitos, etc.
--Padre, el templo no debe hacer tal cosa. Eso es blasfemia.
Don Caifás alzo los brazos al cielo.
--¡Oy vey! [Ver Nota1 al final]
¿Sois acaso un experto en la Ley? [Ver Nota2]
--No padre, yo…
--La última vez que un mozalbete se atrevió a cuestionar la Ley fue
hace muchos años. Fue el hijo ese de
José y María que ahora anda de alborotador.
Pero si, os diré, que el muy taimado conocía la ley por delante y por
detrás. Dejo a los doctores todos
confusos y sin respuesta. Decidme,
Jacob, ¿sois vos así de erudito en la Ley?
--Padre, una vez más os pido me perdonéis la osadía. Es que yo he visto como se hacen las cosas en
otros templos, en otras partes del mundo.
--Deberéis aprender humildad y leer la Ley antes de decir tonterías.
--Padre, insisto, poco conozco, si, de la Ley. Pero, ¿no es acaso el propósito de este
templo el adorar a Dios?
--Me daréis canas verdes, Jacob.
Ahora venís con preguntas a las que seguramente ya conocéis la
respuesta. Ese truco es viejo. Lo suelen hacer los griegos. No dudo que hayáis tenido maestros griegos
allá en Roma. Suelen comprarlos como
esclavos para que civilicen a los romanos.
Pero, si, obviamente que tal es su propósito.
En eso se presentó don Samuel Levi.
--¡Jacob! ¡Que gusto volveros a
ver! ¡Y ya sois todo un hombre!
--Me temo don Samuel que mi hijo regreso bien bruto de Roma.
--Vamos, --se rio don Samuel-- ¿sabéis que es lo peor de
envejecer? ¡Que nos convertimos en
nuestros padres! Decidme Caifás, ¿acaso
vuestro padre no os creía medio necio y bruto también?
--De imbécil no me bajaba mi padre, Samuel. Pero Jacob aquí cree que las ideas de los
Gentiles se deben aplicar en la administración de este templo. ¡Oy vey!
Mi propio hijo está sugiriendo blasfemias.
--¡Por favor Caifás! –se rio otra vez don Samuel--. Vamos, dejadlo
hablar. A mí me interesa saber que está
proponiendo. Algo bueno ha de haber
aprendido quien estudia en la capital del mundo.
--Bien, --dijo sacudiendo la testa don Caifás—continuad hijo mío. Y si os hacéis merecedor de ser apedreado por
blasfemo será justo castigo a mi soberbia, pues la verdad es que esta la habéis
heredado de mí, no me cabe duda.
--¿Dónde en la Ley se habla que el templo debe proporcionar los
animalitos para el sacrificio? –pregunto Jacob--.
Los dos rabinos se acariciaron las barbas.
--A fe mía que no hay tal mención en la ley –admitió don Samuel.
--En Roma, en el templo de Júpiter, el senado decreto que los bueyes
que ofrecen para el sacrificio sean comprados por los fieles en el
mercado. Así el precio de los animalitos
los determina la ley del mercado. Esto
ha generado que muchos inversionistas ofrezcan animalitos y se incremente la
oferta y la calidad del producto y se abaraten costos.
--Aquí hemos acordado vender los animalitos casi al costo, hijo mío
–explico don Caifás viendo a su hijo con cierta tristeza--. No buscamos lucrar con la adoración de
Dios. Pero si tenemos que cubrir los
costos de criar los animalitos.
--Esperad un momento, Jacob, --interrumpió don Samuel--. ¿Decís que muchos han entrado a ese negocio
de proveedores del templo?
--SI, don Samuel. Y tales
proveedores hay en el templo de Mitra y otras deidades de Roma.
--¿Me creéis ingenuo Jacob? --se
rio don Samuel--. Decidme, ¿quiénes son
los que obtienen los contratos? ¿Las
familias de la aristocracia romana?
--A los senadores les está prohibido involucrarse en los negocios, don
Samuel.
--¡Ja ja! Repito, Jacob, ¿creéis
acaso que nací ayer? Bien conozco a
Roma. Los puestos de sumo sacerdote se
reparten entre la familia del Cesar. Y
no, no tienen que otorgarse ellos mismo la concesión de proveedores. Se la dan a un liberto o a un “cliente” de
ellos. Los magnates no se rebajan a
andar regateando un contrato.
--Aun así ---insistió Jacob—no podéis negar que al crear oportunidades
de negocio se reactiva la economía. Y si
se permite que los mercados dicten el precio de los bueyes que se ofrecen a
Júpiter entonces el consumidor es el que gana.
Don Ismael sacudió la cabeza.
--¿Y realmente hay libertad de mercado, Jacob? ¿O acaso los senadores dueños de las
proveedurías no se juntan en privado para dictar el precio que “el mercado
dicta”? Digo, ¿quién osaría
denunciarlos? ¿Qué tribunal oiría el
caso? ¿Existe tal?
--Tal sería ilegal, insisto, don Samuel, pero os corrijo con todo
respeto –contesto Jacob--. Los romanos
son muy respetuosos de la ley. Sus
autoridades no son venales y corruptas como las de nosotros los judíos.
--¿Veis que mi hijo regreso más bruto? –suspiro don Caifás.
--En suma, Jacob, ¿vos proponéis que demos concesiones de proveedores
de animales de sacrificio?
--Modernizaría el templo.
Estamos en un mundo romanizado.
No podemos seguir aferrados a ideas caducas.
Ambos ancianos se acariciaban las barbas. Don Caifás le hizo una seña a su hijo que se
retirara.
--Por lo menos, Caifás, debemos presentar la propuesta al pleno del
Sanedrín, ¿no creéis?
--¿Para qué todos se mofen mi vergüenza?
--No, Caifás. Vos tenéis una
grave responsabilidad que no os envidio.
El templo es la esencia de Israel.
--No os entiendo, Samuel.
--Vos sois un patriota y yo también.
--No lo dudaría jamás, Samuel.
--Pero nos gobierna Roma. El
mismo Herodes no es más que un siervo de ella.
Si en el templo podemos halagar a los romanos, aun con pequeños cambios
como los que propone vuestro hijo, ¿acaso no ayudaría eso a preservar a este y
con ello a Israel?
--No estoy seguro si valdrá la pena la blasfemia o que esta funcionara,
Samuel.
--No es blasfemia, Caifás.
Llamadlo pragmatismo. Es una
virtud que creo aprecian mucho los romanos.
II. La Propuesta
La propuesta de Jacob ben Caifás se presentó ante el pleno de
Sanedrín. Lo hizo el mismo Caifás aunque
se notaba que su cara enrojecía de vergüenza.
--Justo es que sea vuestro hijo el que detalle esto más a fondo, Caifás
–apunto Amichai, uno de los sacerdotes--.
Es evidente que a vos no os entusiasma para nada esta propuesta.
--No, no me entusiasma para nada, --admitió Caifás bajando los ojos.
--Hermanos, rabinos, --interrumpió don Samuel--, es muy típico de los
viejos (y veo que no hay un solo pelo negro entre vos) el condenar a los
jóvenes por el estado del mundo, siendo que nosotros, cuando jóvenes, somos los
que causamos la mayoría de sus males.
Debemos por lo menos oír a Jacob ben Caifás.
--¡Pero lo que propone Jacob ben Caifas es blasfemia! –juro otro
anciano--. ¡Con razón se le cae la cara
de vergüenza a don Caifás!
--Los tiempos cambian, hermano –contesto don Samuel--. Repito, no condenemos a los jóvenes si nos
traen ideas nuevas. Vivimos en un mundo
romanizado después de todo. Alguna
virtud han de tener esos amigos. ¡Yo
digo que se presente Jacob!
Y así ocurrió. Y Jacob presento
su tesis y la defendió, si, con mucho celo y usando las herramientas de
retórica que sus maestros (que sí, la mayoría eran esclavos griegos que los
romanos compraban para ser civilizados) en Roma le habían enseñado. Muchas fueron las ventajas que el joven
enumero. Y dio ejemplos de cómo el
mercado se autorregulaba y de cómo las múltiples oportunidades de negocio que
surgirían serian en beneficio de la comunidad.
--Algo no me queda todavía claro –interrumpió don Abraham, un anciano
que hasta ahora no había dicho una palabra.
--Estoy a vuestra disposición para aclarar vuestras dudas –contesto
Jacob.
--¿Qué será de don Lucas y sus hijos?
Su familia ha estado en el servicio del templo por generaciones. Siempre nos han servido fielmente.
--Obvio que don Lucas podría pujar para ser considerado como
proveedor.
--¿Con que capital? Digo, ¿acaso
los establos y criaderos seguirán siendo del templo?
--Ese modelo es, me temo, arcaico –dijo Jacob--. Se deben vender las instalaciones a los
inversionistas que las quieran comprar.
--¿Y con qué dinero don Lucas las compraría? --le espeto don Abraham--. No se ha hecho rico sirviéndonos. Vive bien, si, pero no en la riqueza.
--Probablemente vendrían inversionistas foráneos que estarían
dispuestos a comprar las instalaciones –contesto Jacob--. Ya necesitan una inyección de capital para
mejorarlas y ampliarlas.
--Ignoráis mi pregunta, Jacob –dijo don Abraham--. Os lo vuelvo a preguntar: ¿con que dinero
compraría don Lucas los establos y criaderos?
--Estoy seguro que no faltaran inversionistas que estén dispuestos a
emplear a don Lucas y a su familia.
Estoy seguro que estos ampliarían las instalaciones o tal vez hasta
construirían nuevas.
--¡Pamplinas! –espeto don Abraham.
--Con todo respeto, don Abraham, --insistió Jacob-- conozco a varias
familias principales en Roma que estarían dispuestas a invertir y ser
proveedores del templo. De que Roma
unifico al mundo bajo su férula ya no hay límites para el movimiento de los
dineros. Estas familias tienen viñedos
en Libia y fábricas de peltre en Britania.
¡Imaginad entonces los beneficios que le traerán a Israel sus
inversiones! ¡Tan solo la creación de
más empleos y el incremento de la producción de animalitos serían suficientes
beneficios para justificar esta medida!
--¡Oy vey! –juro don Abraham--.
Lucas y sus hijos ya tienen empleo.
Y nunca nos han faltado palomas para el sacrificio.
--Ciertamente toda medida que halague a Roma sería buena para el
templo, ¿no creen? –sugirió don Amichai.
--Si, Roma, siempre Roma –dijo Caifás con amargura.
Jacob ben Caifás fue conminado a retirarse y los ancianos se quedaron
deliberando. Era evidente que había
división entre ellos. Y peor, igual
número se oponía e igual número estaba a favor de la medida. El voto de Caifás seria decisivo.
--¿Cuál es vuestra decisión don Caifás? –le pregunto uno de los
ancianos.
Caifás no dijo nada por unos momentos.
--Creo que Amichai lo dijo todo –admitió Caifás--. ¿Acaso no hemos condenado a los zelotes y
otros grupos nacionalistas que desean levantarse contra Roma? ¿Y no insistimos en disciplinar a la nube de
mesías de arrabal que andan alborotando al pueblo haciendo que este dude de la
Ley? ¡No queremos que Roma piense por un
instante que hay agitación de ninguna especie en Judea! Somos tan solo el patio trasero del
imperio. El Cesar no dudaría en mandar
sus legiones por el menor pretexto y, os aseguro, eso sería el fin del
templo. Así pues, ¿podemos acaso darnos
baños de pureza y decir que somos muy celosos de la Ley si hemos sido y
seguramente seguiremos siendo “pragmáticos”, virtud que según me aconsejan
admiran mucho los romanos. ¡Sea
entonces! Si unos romanos se quieren
enriquecer vendiendo animales para el sacrificio pues tal se hará. A Dios, hermanos, si se le puede ofender,
pero a Roma, jamás, ¿verdad?
--Con todo respeto, don Caifás, no soy nadie para decir si Dios se
ofende si el animalito que se le ofrece lo engordo un romano o no –dijo
Amichai.
--Tampoco yo estoy calificado para hacer tal juicio –admitió Caifás.
--Creo, sin embargo, que no nos debemos de andar con medias tazas
–continuo Amichai--. Si es la decisión
de este sanedrín que se otorguen las concesiones, justo también lo es que se
integre a Jacob ben Caifás como miembro de este conclave.
--¡Mi hijo Jacob no conoce la Ley!
¡Conoce de negocios! –protesto Caifas.
--Si, y también conoce a los romanos –apunto Amichai--. Su latín es excelente. ¿Quién mejor que él, teniendo un puesto
oficial en el sanedrín, para coordinar las reformas que se harán y atraer a los
inversionistas foráneos? Bien, hermanos,
¿qué opináis?
Caifás alzo la mano.
--Tenéis razón, hermano Amichai.
No hay que andarse con medias tazas.
Que se complete mi vergüenza.
Voto a favor que mi hijo, Jacob, que no tiene las virtudes necesarias
para servir a Dios, se integre a este sacerdocio, por sobre hombres más sabios
y devotos, pues si, conoce de negocios y a los romanos. Y si su latín es excelente pues mejor se
entenderá con nuestros amos. Y más aún,
para coronar esta vergüenza, yo en persona enterare a don Lucas de las medidas
tan duras pero necesarias que hemos tomado aquí. Si yo soy responsable de haber engendrado a
Jacob justo es que asuma yo responsabilidad entera por la injusticia que se cometerá.
III. La Taberna
Unos meses después, en una taberna afuera de Jerusalén, Jacob, ahora ya
investido con las insignias de rabino miembro del sanedrín departía alegremente
con varios jóvenes de las familias más ilustres de Israel.
--¿Agripa? ¡Claro que conozco a
don Marco! --reía Jacob--. Es un ingeniero extraordinario, que se ha
emparentado con el Cesar. Lo conocí a
través de su hijo pues fuimos condiscípulos y estudiábamos bajo Euménides, un
esclavo griego muy erudito que venía de Ática.
--¿Sabe de ingeniería el tal Agripa? –pregunto Isaac ben Daniel, hijo
de un acaudalado comerciante.
--Todos los romanos se las dan de grandes constructores, Isaac. Pero eso es precisamente lo que os he estado
diciendo. Israel necesita
inversionistas. Estos romanos con gusto
podrían construir aquí caminos, acueductos, puertos, que se yo. Y sabéis, para ello necesitaran proveedores
locales de vituallas y materias primas.
Seguramente vuestra casa comercial merecería participar en los contratos
que resulten, Isaac.
--¿Y Herodes les daría los permisos? –pregunto otro de los jóvenes,
David ben Daniel, hijo de un prominente abogado cercano a la corte del rey
Herodes--. Se supone que es el rey de
Judea.
--Bueno, Roma no necesita en verdad andarle pidiendo permisos a Herodes
–se rio Jacob--. Pero asumamos que hay
que mantener las apariencias. Roma gusta
de eso y ahí se engendran muchas oportunidades.
--¡Si! ¡Asumamos eso! –dijo David ben Daniel alzando su tarro de vino.
--En tal caso, David, vos sabéis muy bien que siempre se necesitaran
“gestores” para negociar esos permisos, que se yo, asegurar que se le haga
justicia al rey otorgándole parte de los contratos, y otros trámites. Y por supuesto, tales gestores tendrán que
cobrar por sus servicios. Son asuntos
legales, igual a los que maneja vuestro padre.
¿Entendéis lo que os estoy diciendo mi buen amigo?
--¡Con gran claridad! –contesto David sonriendo.
--Pero, eso, caballeros, no es nada –continuo Jacob--. Sabed que he tenido el gran honor de conocer
al mismo Tiberio.
--¿El hijo adoptivo del Cesar Augusto?
--¡Si! Y Tiberio será el futuro
Cesar, os lo puedo asegurar.
--¿Cómo es ese fulano?
--No es una persona muy agradable, lo admito. Pero os aseguro que entiende de
negocios. Es más, Tiberio mismo me
menciono un proyecto que está considerando por el rumbo de Petra
que…¡Diantres! ¡Tal parece que aquí
admiten hasta a los menesterosos!
Jacob hizo un gesto de disgusto (que sus compañeros también emularon)
al ver como entraba un grupo de gente vestida con trajes modestos. Los encabezaba un fulano alto, muy moreno,
con mirar hipnótico. Los recién llegados
no hicieron caso de las palabras de disgusto de Jacob y se sentaron en una mesa
enfrente a estos.
--Señores, os suplico… --empezó a decir el tabernero que evidentemente
los iba a conminar a salir del lugar.
El fulano alto y moreno lo detuvo con un ademan.
--Mis compañeros y yo hemos estado en el camino un buen tiempo. Os agradeceré si nos servís unos tarros de vino
y traéis algo de pan y aceite. ¿Haréis
tal, verdad?
El tabernero no pudo continuar.
Al pasar frente a la mesa de Jacob hizo un ademan de disculparse. Jacob le dirigió una mirada fría.
--Ignóralos Jacob –sugirió Isaac--.
El vino está muy bueno y los negocios no esperan.
--Si, Jacob, --se sumo David--.
Decidme más sobre ese negocio de Tiberio.
--Os daré pies y cabeza de tal negocio, que promete ser muy
redituable. Y si, Tiberio no tendría
objeción si participan inversionistas de Judea.
Eso es lo que admiro de los romanos.
Para ellos todo es negocio. El
negocio de Roma son los negocios. Roma
no tiene amigos, tiene socios de negocios.
Y con tal de hacer negocio todo obstáculo se puede superar.
--¡Brindo por los negocios! –dijo David alzando su tarro.
--¡Ea! –exclamo Isaac (que ya había bebido en exceso) alzando su tarro
en dirección a los recién llegados--.
¿Vos no brindareis por los negocios que Roma nos traerá? ¿O acaso sois zelotes?
--¿Compraran los romanos mi pescado? –pregunto un fulano toscote y
unicejal que estaba sentado junto al moreno.
--¡Ciertamente! –dijo Jacob--.
Tan solo tenéis que proporcionar un volumen constante y seguro de
vuestros pescados. Supongo que tenéis
toda una flota pesquera y cuadrillas de empleados. Yo prefiero el uso de los esclavos, sin
embargo.
--¿Y el precio del pescado? –pregunto el moreno--. ¿Quién lo fijara? ¿Los romanos?
Se hizo un silencio incómodo. Finalmente, Jacob se dignó explicar.
--Bueno, el precio lo fijara el mercado, aunque dudo que vos
entenderéis de esos menesteres financieros que solo maneja la gente de
calidad. Por lo general, si, los
inversionistas romanos suelen dictar tal.
Es natural que así sea. Ellos
tienen la manera de transportar, secar o preservar, y comercializar el producto
final.
El tabernero llego con unos tarros de vino y algo de pan y aceite para
los recién llegados.
--Yo no tengo una flota, señores –explico el toscote--, acaso una barca
que trabajo con otros compañeros. Yo
suelo vendérselo directamente a las mujeres de mi pueblo cuando regreso al
final del día. Ellas me pagan lo que
pueden y a veces nada. Después de todo,
la Ley nos obliga a ser generosos con las viudas y los pobres, ¿verdad?
Seguramente ustedes, que son personas de calidad, siguen fielmente esa parte de
la Ley, ¿correcto? Lo que cae de dinero
nos lo repartimos igualmente entre todos mis compañeros y comemos de lo que
pescamos. Roma nos ha empobrecido mucho
últimamente con tanto impuesto que nos cobran.
Los jóvenes aristócratas veían al hombre con algo de desdén y sonrisas
burlonas, cosa que le lleno el buche de piedritas al toscote.
--Y por cierto, ¿qué tiene de malo ser zelote y buscar mandar a los
romanos al diablo? –pregunto el toscote frunciendo la única ceja.
--¡Oy vey! –juro David--. ¿Cómo
que qué tiene de malo ser zelote? ¿Acaso
os atrevisteis a preguntar tal cosa?
--¡Si! –dijo el toscote parándose.
En el cinto portaba un gladius romano oxidado, cosa que les quito la
sonrisa a los jóvenes aristócratas--.
¡Se me hinchan los huevos el preguntarles tal cosa! ¿No os gusta si hago tal? ¿Quién o quiénes de ustedes está dispuesto a
callarme la boca?
--Señores, --interrumpió el moreno poniéndole una mano en el brazo al
toscote y alzando su tarro--. Estamos
libando en paz, ¿verdad?
El toscote se sentó muy a regañadientes pero veía fijamente (bajo la
única ceja) a los jóvenes aristócratas.
--Pues sí, estamos libando en paz –admitió Isaac que estaba muy pálido
y cuya borrachera se le había esfumado.
--Es interesante oír vuestras propuestas, señores –continuo el moreno
tratando de apaciguar el ambiente--. Yo
poco mascullo el latín. En la carpintería
a veces nos caen contratitos que nos otorga la guarnición local romana y he
tratado con ellos. Nos entendemos con
señas. Esos legionarios son gente
sencilla y obviamente dura pues tal es su oficio de matanceros de hombres. Pero como todo mundo aprecian un buen trabajo
aunque por lo general son bien cuenta chiles.
Ciertamente mi padre no se estaba enriqueciendo con esos contratos.
--Es que no vos no pensáis en grande –explico David--. En la corte el rey suele otorgar contratos
muy jugosos. Se de varios artesanos que
se han enriquecido con estos.
--Igual pasaría con los contratos que otorguen los romanos –explico
Jacob.
--¿Y de dónde vendrá todo ese dinero? –pregunto el moreno.
--¡Pues de los impuestos, por supuesto! –admitió Jacob-- ¿De dónde más?
--Es decir, ¿de los dineros del pueblo? –continuo el moreno.
--Si, --dijo Jacob con insolencia--.
El rey tiene el derecho a utilizarlo y el pueblo tiene la obligación de
pagar. ¿No lo cree usted así?
El tabernero regreso y lleno los tarros de los aristócratas
primero. Luego se dirigió a la mesa de
los recién llegados. Para su sorpresa
encontró que los tarros de estos estaban llenos a pesar de que habían estado
libando sin parar y hasta habían tres piezas de pan donde antes –tal juraría
después el tabernero—solo había llevado uno.
--Os agradeceré si nos traéis más aceite por favor, --pidió el
moreno--. ¿En que estaba? Ah sí, sobre los dineros que usa el rey y los
contratos tan jugosos que vos, señores, tan generosamente nos habéis explicado
se otorgan en la corte. Bien, no le
niego que el rey tenga el derecho de usar tales dineros. Después de todo se supone que Herodes fue
puesto ahí por Dios mismo, ¿verdad?
Pero, si esos dineros los pone el pueblo, deben de ser usados en
beneficio para el pueblo, ¿no? En fin,
es cosa del gobernante el usar esos dineros en bien del pueblo, tal creo yo, e
igual es cosa de Dios el escoger buenos gobernantes, que usen esos dineros,
repito, en beneficio del pueblo. ¿No lo
cree vuecencia así?
--No me habléis de las obligaciones de Dios –advirtió Jacob--. Sabed que yo soy miembro del sanedrín.
--Su señoría, rabino, excelencia, creedme cuando os digo que es un
honor dirigirme a vos –contesto el moreno con humildad--. Yo solo soy un miembro del pueblo de Israel y
me atrevo a hablar de lo que este espera de sus gobernantes –concluyo el
moreno.
--¿Y qué es lo que espera, ese pueblo de Israel? –pregunto Jacob con
sorna.
--En realidad son aspiraciones muy modestas –explico el moreno--. No deben de causar ofensa en ningún
gobernante y no les tomaría mucho a estos satisfacérselas al pueblo. Por lo menos eso cree su servidor.
--Continuad –dijo con cierto imperio Jacob--. Me divertís.
--Conozco, decía, a ese pueblo de Israel. Tengo el privilegio de caminar entre
ellos. Si, admito que no tengo mucho que
me roben. Además no puedo pagar escoltas
como vos, señores. El pueblo con un
pedazo de pan para comer se contenta. Y
si no lo roban mucho con los impuestos…
--Los impuestos los impone el rey –advirtió Jacob.
--Si, por supuesto –admitió el moreno—y tal vez hasta Roma. Después de todo, las monedas traen la efigie
del Cesar. Justo es que el Cesar decida
si su moneda se usa para pagar impuestos o no.
Pero decía, tal vez no use la palabra correcta, dejad si les explico en
lengua que vos entenderéis. Si el
gobierno exprime tanto al pueblo con impuestos onerosos este no podrá consumir
los bienes que necesita. El comercio se
paraliza. Viene una contracción de la
economía. Y en general se empobrece más
la población. Y al final no solo se
empobrece sino peor, le quitáis toda esperanza de mejora al pueblo. Y esto último, señores, tal vez sea lo peor
que le puede hacer un gobernante a su pueblo.
El compañero de la túnica amarilla ha sido recolector de impuestos. ¿Estoy o no en lo cierto don Mateo?
--Decís la verdad, jefe –contesto don Mateo--. Cada que suben los impuestos la recolección a
la larga es menor. Lo he visto una y mil
veces. Luego lo regañan a uno por no
juntar lo esperado. Pero es que la plebe
no puede ya dar más.
--Es precisamente por eso que la inversión extranjera es tan necesaria
–explico Jacob--. Los inversionistas
traerán dinero fresco que reactivara la economía de Judea.
--Tal es correcto, en teoría –contesto el moreno--. Pero, ¿se beneficiara el pueblo con
ello? ¿O las ganancias se repartirán
solamente entre la elite?
--¡Sois un ignorante! –exclamo Jacob.
--¡Ciertamente! –contesto el moreno--.
Pero no soy un necio. Es por ello
que les pregunto a vos, eruditos caballeros, que son personas de calidad que
entendéis de los menesteres financieros, para que me ilustréis en estos asuntos
tan esotéricos y que son tan difíciles de entender para personas del pueblo
como su servidor.
--¡Basta Jacob! –contesto David--.
No tiene caso discutir con estos desarrapados. Probablemente son zelotes. Vámonos a mi villa y continuamos libando,
Jacob. Ahí no se permite la entrada a
gente tan baja y altanera.
Jacob aventó una bolsa con desdén en la mesa. Los jóvenes aristócratas se dirigieron a la
puerta llamando con gritos altaneros a sus sirvientes y escoltas.
Al pasar frente a la mesa de los recién llegados Jacob se detuvo un
momento. Junto a él estaban ya dos
guardias del templo portando armaduras y espadas. Esto le dio valor a Jacob para encarar a los
recién llegados.
--Mire, amigo, no se quien sea usted.
Pero le aconsejo que se ponga a trabajar y no se meta en lo que no le
incumbe. Ah, y respete, si no quiere que
le enseñen a respetar.
--Os agradezco vuestra gentileza, rabino, --contesto el moreno con
humildad--. Mañana mismo, le juro, su
señoría, me avocare a buscar un trabajo, uno digno, que me pague bien y me
permita invertir en las oportunidades de negocio que Roma nos ofrece.
Ya que los aristócratas se habían ido el toscote pegó un puñetazo en la
mesa.
--¡Que gentileza ni que los mil diablos! ¡Cómo me caga cuando ofrecéis la otra
mejilla!
--¿Y qué queríais? ¿Que hubiera
un muertito? Son influyentes esos
amigos. Si les tocaras un pelo no
tardarían los legionarios en meternos a las galeras, si bien nos va. Vamos, Pedro, ¿queréis más vino?
El toscote sacudió la cabeza y sonrió.
--No me falta. El tarro lo bebo
y lo bebo y nunca se seca –contesto el toscote.
--Tampoco falta el pan –apunto Mateo--.
Tan solo hemos necesitado más aceite.
¿Por qué no suple eso también, jefe?
--No me apetece hacerlo.
Prefiero darle a ganar algo al tabernero que también tiene familia que
mantener y se portó generoso al dejar que nos quedáramos.
--¿En verdad, Jefe? --sonrió el
toscote--. Para mí que parecía que nos
iba a sacar a patadas.
--Es de sabios cambiar de parecer ¿no? –se rio el moreno.
--Por lo que a mi toca, si no viera con mis propios ojos como el vino y
el pan nunca se acaban no lo creería –apunto otro de los hombres.
--Vos siempre dudáis, Tomas –se rio el moreno--. Ese escepticismo os galardona.
--Pero, jefe, ¿y que de aquello de que Dios proveerá? –pregunto Tomas.
--Pues ya tenemos tres días de camino –explico el moreno--. De vez en cuando un pequeño lujo no
importa. Digo, de pan si vive el hombre,
por lo general.
--¡Y vino! –contesto el toscote alzando su tarro.
IV. La Explanada del Templo
Varias semanas han transcurrido.
Nos encontramos en Jerusalén. La
resolana es inmisericorde. En la
explanada del templo se ven varias carpas y una multitud de fieles.
--¿Y eso? --pregunto el
toscote--. Vine aquí hace unos años y no
recordaba todas esas carpas. ¿Qué
son? ¿Peregrinos? ¡Interrumpen el libre tránsito!
El moreno veía con asombro el panorama.
Su color era cenizo. Una vena se
veía palpitar en su frente.
--Tranquilo, jefe, deje que investigue qué diablos es todo esto
–aconsejo Tomas--. Venga conmigo don
Mateo.
El moreno suspiro. Su enojo era
evidente. Era evidente que hacia un
esfuerzo para calmarse. Pronto regreso
Tomas.
--Son mercaderes, jefe –explico Tomas--. Venden los animalitos para el
sacrificio. Pero eso no es todo. También venden sedas de oriente, perfumes de
Egipto, joyas de la India, esclavas de Lidia, que se yo.
--Vide locales de casas comerciales griegas, romanas y hasta hay uno venido
desde Hispania –apunto Mateo--.
¡Diantres! No hay siquiera un
solo comerciante judío entre ellos. Son
puros extranjeros.
--Algunas de esas esclavas griegas valían la pena, os lo aseguro
–añadió Tomas--. Tal vez deberíamos
combinar nuestros dineros y comprarnos una.
--Están…lucrando…con la fe del pueblo de Israel –dijo en voz muy baja
el moreno.
--Dicen que es idea del rabino Jacob, --explico Tomas--. Ese es el que coordina todo. Es hijo de Caifás, el sumo sacerdote. Sabe, jefe, creo que es el mismo fulano que
lo amenazo a usted en la taberna, ¿se acuerda?
--Carajos, jefe, me hubiera dejado usted hacerlo alimentar los gusanos
–dijo el toscote.
--¡Basta! –ordeno el moreno alzando una mano. Acto seguido se dirigió adonde estaba un
capataz. Este portaba un látigo y lo
usaba generosamente con unos esclavos que bajaban jaulas con animales de unas
carretas.
--Decidme por favor vuestro nombre –dijo el moreno.
--¿Quién diablos sois vos para preguntarme? –contesto el capataz.
--Miradme bien –dijo el moreno--.
¿Me conocéis?
El hombre lo encaro.
--He oído de vos, rabino. Mi
nombre es Quilón.
--¿No sois el hijo de Lucas, el que proveía animalitos para el
sacrificio?
--Si, lo soy –admitió Quilón--.
Mi padre murió hace unos meses, de tristeza.
--Cuanto lo siento –dijo el moreno.
--Así pasa.
--Bien, Quilón, dadme vuestro látigo por favor.
--Momento. Es mi instrumento de
trabajo. Esos malditos esclavos son tan
tercos y malandros como las mulas.
El moreno contemplo a los esclavos trabajando.
--¡Oy vey! Si parecen puros
poltrones y están muy flacos –admitió el moreno--. Se os van a morir pronto.
--El patrón dice que no importa si se mueren, que siempre puede
conseguir más –explico Quilón.
--Pero decidme, Quilón, ¿Por qué estáis aquí y haciéndole al capataz?
--¿Qué quiere usted? El hambre.
--Entiendo. Dadme por favor
vuestro látigo.
--¿Y quién es usted para pedírmelo?
¿Acaso me juzga usted? –contesto Quilón con amargura.
--No me atrevería a hacer tal cosa.
--Si, os conozco, dije. He oído
de vos. ¿Acaso conocéis lo que es el
hambre? Dicen que multiplicáis el pan
sin problemas. ¿Y dónde estabais cuando
mi padre se murió de amargura? Dicen que
vos resucitáis muertos y podéis vencer la muerte. ¿Por qué no hicisteis tal con mi padre? Y ahora venís a echarme en cara lo que
hago. ¿Acaso las moscas no se paran en
vuestra mierda?
El moreno agacho la cabeza y no dijo nada.
--Bien, --dijo Quilón--. Tened
este maldito látigo si tanto insistís.
¿Sabéis usarlo acaso?
--Trabajo con mis manos. Soy
carpintero. Me las arreglare.
--¿Y para qué diablos lo queréis?
¿Vais a azotar a los esclavos?
El moreno sopeso el látigo.
--Ciertamente que no. Dejadme
usarlo y lo veréis. Aunque sabed, algo
conozco de las mulas y de los hombres.
¿Me aceptáis un consejo? Si lo
hacéis no os gustara lo que os diré.
Quilón escupió.
--Sea.
--Por lo que toca a las mulas, olvidaros de tratar de quitarles lo
tercas. Así las hizo Dios –explico el
moreno.
--Sea. Pero, decidme, ¿acaso
Dios, que es todopoderoso, no puede crear una mula que no sea terca?
El moreno sonrió.
--Buena pregunta. Digna de un
griego. No sé. Lo tendré que pensar.
Quilón se rio.
--Mi abuela era griega, de Tiro, por eso me gusta hacer preguntas. Pero, ¿y que de los hombres?
--Ah, sí, bien, os hablare de los hombres. Si, esos esclavos son en efecto
poltrones. Parte es porque desfallecen
de hambre y parte es porque todavía les queda una chispa de desafío. Si usáis el látigo sin misericordia con ellos
apagareis esa chispa. Por supuesto, no
tardan luego en morirse pero si vuestro patrón cree que los puede reemplazar
con facilidad no creo que sea eso un problema.
--No me habéis dicho nada que sea nuevo. Cualquier capataz que maneja esclavo lo sabe.
--¿Y alguien os lo había enunciado así antes?
--No. Es algo que comprendemos
sin pensar en ello.
--Pues ahora lo sabéis abiertamente.
Es decir, ahora os toca tomar la decisión de continuar vuestra labor aun
si sabéis que implica el matar el alma de un hombre.
--¿Y acaso creéis que por saber tal cosa dejaría de hacer lo que
hago? ¡Carajos! ¿Sabéis vos lo que es alimentar a una
familia? ¡Vos os paseáis por Israel como
si nada!
--Os dije que no os gustaría lo que os iba a decir. Si, ahora decidirás vos lo que es justo y lo
que no lo es pues tenéis toda la información necesaria. La verdad os hace libre.
--¡Que ya os he dicho que no sois nadie para juzgarme! Y tengo buenas razones para hacer lo que
hago.
--Yo no soy el que os juzgara de ahora en adelante. Seréis vos.
Y vos sois el juez más severo que puede haber, os lo aseguro, pues sois
en el fondo un hombre justo. Los hombres
malos se pueden dar el lujo de cometer injusticias sin que sus conciencias los
hagan sufrir.
--¿Y qué diablos esperáis que haga con esos esclavos poltrones? ¿Qué los trate con caricias?
--No tengo la menor idea. Yo
nunca he sido capataz. Todo lo que
hacéis, si, es perfectamente legal. Si
no lo hacéis vos seguramente lo hará otra persona que también tendrá familia
que alimentar. Tal es como es el
mundo. Si por mí fuera construiría un
reino sin esa injusticia pero, me temo, no podría existir tal reino en este
mundo. Los que lo pueden cambiar serían
los hombres. Pero, me temo, esa sería
una labor digna de hombres mejores que vuestro servidor.
Quilón sacudió la cabeza y escupió.
--Decís que sabéis usar el látigo, sea. Me gustaría ver lo que hacéis con este.
--Venid conmigo entonces, Quilón, os divertiréis.
V. El Tumulto
Una hora después el tumulto estaba más o menos bajo control. Los guardias del templo habían arrestado al
moreno y a sus seguidores. Estos habían
causado toda clase de destrozos y agredido a los mercaderes. Había varios descalabrados y otros con brazos
rotos. Un mercader de Bizancio no
parecía recuperar el sentido. También había
habido bajas entre los guardias. El jefe
de la banda de desalmados se hacía acompañar de un pescador energúmeno que
había blandido un garrote sin piedad entre la guardia. A pesar de su armadura, varios sufrían de
costillas rotas. Varias carpas de los
mercaderes se habían colapsado. En medio
del tumulto la plebe había aprovechado para saquear la mercancía.
--¡Os hare maldecir el día en que habéis nacido! –gritaba Jacob ante
los arrestados. El moreno no parecía
poder evitar una sonrisa.
--Jefe, tengo sed –dijo el energúmeno--. Haga algo de vino, no sea malito. Dar de garrotazos le da a uno sed.
--¿Jacob, qué está sucediendo aquí? –pregunto Caifás presentándose
acompañado de un romano que portaba una elegante toga. El romano iba acompañado de un sargento y
tres legionarios. Los guardias del
templo habían formado un cerco para mantener a la plebe a distancia.
--Padre, --explico Jacob-- estos infelices son zelotes y atacaron a los
mercaderes. La guardia los sometió pero
causaron toda clase de destrozos. ¡Que
van a pensar los inversionistas!
--¿Vos decís que estos hombres son zelotes? –pregunto el romano. Los legionarios sacaron sus espatas y miraban
a la plebe con recelo.
--Padre, me temo que el templo tendrá que cubrir las pérdidas de estos
mercaderes –apunto Jacob--. Esa cláusula
esta en todos los contratos. Era la
única manera de asegurarles certeza jurídica a los inversionistas.
--Me importa un carajo todo eso –rugió Caifás. Luego se voltio a encarar al romano--. Os aseguro, excelencia, que esto es un hecho
aislado. Los zelotes son una ridícula
minoría que no es capaz de perturbar la paz de esta provincia.
--¡Estos desgraciados tienen de zelotes lo que yo tengo de senador de
Roma! –exclamo un fulano acercándose al cerco de los guardias del templo.
Caifás hizo una señal para que permitieran al hombre acercarse.
--¿Quién sois vos que habla con tal insolencia? –pregunto el romano.
--Mi nombre es Quilón, hijo de Lucas.
Don Caifás me conoce.
--Si, os recuerdo, Quilón. Creo
que habla la verdad, don Poncio –dijo Caifás.
Luego se acercó al moreno--. ¿Y
vos? ¿Quién sois?
--Visite el templo cuando era tan solo un niño –contesto el
moreno--. Vos teníais el pelo negro
entonces y bien me acuerdo que me elogiasteis y hasta me defendisteis
justificando mi arrogancia. Francamente
fui muy patán para atreverme a creer que podía discutir con los doctores sobre
la Ley.
--Ah, sí, sois el hijo de José, el carpintero –contesto Caifás--. He oído de vos. Andáis predicando blasfemia.
El romano sacudió la cabeza.
--No sé por qué vosotros los judíos os tomáis la religión tan en serio. Por cualquier cosa armáis un tumulto. ¡Creo que no podéis ni cagar en el
Sabbath! Tanto celo no es bueno para los
negocios y el comercio.
--Don Poncio tiene toda la razón, --dijo Jacob--. Hay que modernizarnos. La religión no es tan importante.
Don Caifás estaba morado de coraje.
--¡Jacob! ¿Qué clase de
sacerdote del templo sois vos? ¡Maldita
sea! ¡Nuestro deber es preservar el
templo y asegurar el bienestar del pueblo de Israel! ¡Es un deber que nos impuso Dios! ¡Decidme la verdad! ¿Sois hijo del velador verdad? ¡Ningún hijo mío puede hablar así! ¡Oy vey!
--No me cabe duda –se rio el romano--.
Vos sois un pueblo muy pintoresco.
De todas maneras este tumulto no debe repetirse. Hay que hacer un ejemplo de estos fulanos,
sean zelotes o no.
--El templo, repito, asumirá su responsabilidad resarciendo las
pérdidas de los inversionistas, su excelencia –se apresuró a asegurar Jacob.
--Bien, sargento, llevaros a estos terroristas zelotes –ordeno el
romano--. Aseguraros que se haga un
ejemplo de ellos.
--¡Pero estos fulanos no son zelotes! –juro Quilón.
--A este imbécil también, sargento –dijo el romano apuntando a Quilón.
--Don Caifás –dijo el moreno--.
¿Entiende vuecencia la razón de nuestra indignación?
Caifás lo vio con recelo.
--La comprendo pero no la justifico –contesto Caifás--. Y no, no os daré lo que deseáis, el haceros
un mártir o que se yo. Don Poncio, ¿me
haréis vos la gentileza de permitirme hablar con vos a solas, antes de que
vuestros hombres de lleven a estos patanes?
--Por supuesto, don Caifás –contesto el romano-. Sargento, espérese un momento.
El moreno veía a don Caifás y al romano hablar a solas.
--¿Por qué os hicisteis presente, Quilón? Bien os podíais haber quedado callado y no
estarías bajo arresto.
--¡Por idiota! ¡Maldita
sea! ¡Que me habéis jodido la vida! ¡Con un carajo! Haced algo, diantres, y callad mi
conciencia. ¡Sera mi perdición!
--¿Yo? –se rio el moreno--. Creo
que recuerdo veros también dar unas buenas patadas a los vendedores de perfume
egipcio. Es más, varios jarrones cayeron
sobre vos y oléis muy bien. Seguramente
los otros galeotes os harán propuestas indecorosas.
--¿Creéis entonces que acabaremos en las galeras?
--Depende.
--¿Depende? ¿De qué? ¡Dejad de hablar en parábolas con un
carajo! ¡Decidme la verdad llanamente,
diantres, si en verdad queréis que sea libre!
¡No soy un hombre estudiado!
--Depende de si todavía le queda algo de decencia y patriotismo y mucha
labia a don Caifás ahí. El romano ese es
susceptible de zalamerías. Confiad.
--Jefe, --interrumpió don Mateo-- andan diciendo que el fulano griego
que venía de Bizancio y que estaba en coma acaba de morir.
El moreno sacudió la cabeza.
--Maldita sea, Pedro, siempre se os pasa la mano. No os preocupéis. Ahorita se levanta y anda el fulano ese. No recordara nada aunque tal vez si le quede
un dolor de cabeza de los mil diablos.
El romano se dirigió al moreno y sus hombres.
--Tenéis suerte que estoy de buenas y que don Caifás intercedió por
vos. No sé por qué diablos hizo tal cosa
pero esta vez aceptare su suplica.
Escuchadme bien, bola de desgraciados, ¡idos de aquí! Os prohíbo que volváis a entrar a esta
ciudad. ¡Sargento! Escoltad a estos tunantes a la puerta de la
ciudad y dadles una patada en el culo a manera de despedida para que aprendan a
respetar a Roma.
VI. Epilogo
Y así fue como esos alborotadores y malvivientes fueron sacados de la
ciudad con una patada en el culo para que recordaran y respetaran a Roma. Si, le costó al templo un ojo de la cara
reembolsar a los mercaderes sus pérdidas.
Los leguleyos no tardaron en aparecer, cual tiburones, y, en nombre de
sus clientes, los comerciantes, presentaron toda clase de demandas contra el
templo ante el romano Poncio Pilatos, gobernador de Judea.
Jacob ben Caifás quedo desacreditado pues los mercaderes decidieron
boicotear el templo y no quisieron volver.
No había garantías para los inversionistas, dijeron. Sin embargo, Jacob ben Caifás seguiría siendo
miembro influyente del sanedrín (el junior había adquirido muchos seguidores) y
tendría ocasión de vengarse juzgando al moreno y crucificándolo. Esa historia se ha contado ya muchas veces y
no os aburriré con ella.
De Caifás os contare lo siguiente.
Don Caifás siguió perdiendo jirones de dignidad y honor con tal de no
causar ofensa a Roma. Murió unos meses
después de cierto juicio celebre. Se
decía que no murió en paz. Su conciencia
lo atormentaba pues era, en el fondo, un hombre probo que sabía que estaba
cometiendo grandes injusticias y que su excusa, proteger al templo, no era
suficiente justificación. Roma lo
cubrió de honores justo antes de su muerte.
Pero, ¿de qué le sirven tales honores a un hombre si al obtenerlos
pierde el alma?
Por lo que toca al templo, este fue destruido por los romanos unos años
después cuando ocurrió la tan esperada sublevación de los zelotes o
nacionalistas judíos. La destrucción la
llevo a cabo la décima legión bajo el mando de Tito, el que heredaría el
imperio de su padre, Vespasiano. Del
templo todavía queda en pie un muro, tan solo un muro.
Finalmente, lector, os diré esto.
Estas historias se escriben y se reescriben una y otra vez a través de
los siglos. De ahí tanto error que se
incurre pues cada escriba la reescribe a según Dios le dé a entender. Por ejemplo, en el juicio mentado ese Pedro
negó tres veces los hechos. Pero lo que
pasó no fue que negó a su jefe sino que más bien negó ser el autor de los tres
muertitos, guardias del templo, que murieron en el Getsemaní. Esto no lo mencionan las crónicas: si, hubo
bronca durante el arresto. Y no, Pedro
no tuvo la culpa de esos tres muertitos.
La tuvo Quilón y no hubo cuatro muertitos pues Judas resulto ser ligero
de pies. Y no, no sé qué suerte corrió
el tal Quilón pero si Dios es justo seguramente le perdono sus pecados cuando
murió.
Así pues, lector, os pido vuestra tolerancia y me atrevo a decir que si
los autores de estas historias buscan causar ofensa o bien tienen motivos
egoístas o que se yo es algo que solo el buen Dios puede juzgar. Pero tal argumento, por supuesto, no os
impedirá emitir juicio sobre este escrito y sobre su servidor.
FIN
Nota1: La expresión “Oy Vey” es yiddish, una forma de alemán e indica
asombro, desesperanza, enojo, etc. Esta
expresión solo nació a raíz de la diáspora de los judíos a raíz de la
destrucción del templo. No existía en la
Judea del primero siglo de la era cristiana.
Su servidor no tiene ni la más triste idea de que sería el equivalente
en el arameo de esos tiempos así que recurrí a esta expresión francamente
anacrónica y solo le pido al gentil lector que excuse, por lo menos esta vez,
mi ignorancia que me forzó a usar esta muleta.
Nota2: la Ley de la que tanto se habla aqui eran los mandamientos
religiosos que habian sido impuestos a los judios. Todo aquel que la violara era sujeto de que se le apedreara
hasta morir. De ahi que a todo judio
bien nacido le era prioridad conocerla y no violarla (el miedo no anda en
burros). Si tal hicieran todos los
mexicanos (conocer y no violar la constitucion), especialmente los gobernantes,
Mexico no seria el culo del mundo.
Mario Quijano Pavón
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