Los hechos ocurridos antes, durante y después de la deposición de Dilma Roussef en Brasil muestran a la manera de un espejo lo ocurrido en México con la visita de Donald Trump. El gobierno de la clase política aceptó que un candidato le informe de la construcción de un muro y el gobierno acepta discutir las condiciones de cómo pagarlo ¡¡¡...!!!Luego Donald Trump avanzó, declaro horas después: "México pagará el muro. Al 100%. Todavía no lo saben, pero pagarán por el muro"(Diario El país, 1/09/2016).
Más allá de los sucesos de las últimas horas, Horacio
González rastrea en la historia brasileña, sobre todo en los momentos
constitutivos del varguismo, el brizolismo y el PT, las líneas que permiten una
mirada más profunda sobre el golpe contra Dilma Rousseff y el país que encarna. Ese es puede ser una forma de espejo para que lo se vive y vivirá en México.
Breviario trágico de Brasil por Horacio González
En su discurso de defensa, Dilma Rousseff citó una
continuidad histórica que no era frecuentada habitualmente por el PT, fundado
en una decisiva fisura, en un recodo irrepetible de la historia social
brasilera -entre fines de los 70 y comienzos de los 80–, por los sindicatos
metalúrgicos de San Pablo, sectores de la izquierda, las comunidades
eclesiásticas de base, y hasta con la influencia de Félix Guattari y, por
cierto, de la Universidad paulista, la más avanzada del país. Todo ello, luego
que Lula se desdijera de una de sus frases imprecisas y precarias de los
comienzos, pero muy restrictiva: “lugar de intelectual es la universidad”.
Desmintiendo ese primer enfoque sindicalista despolitizado, el PT recorrió en
más de treinta años un accidentado camino que es necesario recordar en los
cartapacios de una gran historia, no siempre evocada con sutileza.
Dilma, no obstante, en su bien moldeado y enérgico discurso
en el Senado, antes del vil derrocamiento que acaba de ocurrir, enhebró una
larga historia brasilera. En su brava lectura, Dilma mencionó el suicidio de
Vargas en 1954, los intentos de golpes contra Juscelino Kubischek y el golpe
del 64 contra Joâo Goulart como puntos elevados de su mensaje en el Senado. No
dejó de aludir a su militancia en la insurgencia armada, recordando la foto ya
famosa de su interrogatorio por los militares, y comparó su actitud de mirar a
los ojos a los represores, con esa misma mirada que ahora le dirigía a esos
senadores conjurados, parte de un Parlamento de los peores que registra la
historia latinoamericana, con diputados que vivaban al Duque de Caxias (el
verdadero vencedor de la Guerra contra Paraguay) y al militar, con nombre y
apellido, que torturó personalmente a Dilma en años lejanos, en el sur del
país. Para ella era el mismo coraje en situaciones distintas, agregó Dilma.
Sobre Getúlio Vargas, abundó Dilma en mencionarlo como el
autor de las Leyes de Trabajo (como es sabido, inspiradas en la década del 40
en la encíclica Rerum Novarum). No es posible dejar de pensar cómo aparecen
ahora estas indicaciones históricas en un Partido cuyas condiciones de
nacimiento lo obligaban a desprenderse del pasado con desinterés de
principiantes, pero que era un pasado al que le incumbía investigar siendo el
propio PT un inesperado, consagrado y díscolo heredero.Tarde o temprano, esa
conciencia sobrevendría. En su momento de crisis máxima, ahora, acosado por las
mismas derechas guarecidas en las semejantes vetas subterráneas que al emerger
dieron los golpes del pasado o llevaron a Vargas al suicidio, el PT busca
antecedentes, filones que parecen ya difuminados de una memoria antigua,
hábitos que desde su surgimiento nunca había incorporado plenamente. Dilma
ofreció un encadenamiento histórico bien fundado y sensible a la historia de
más de medio siglo de política y tragedia brasilera. Ninguno de estos hechos
(1954, 1964), tiene un hilo conductor meramente repetitivo, pero su trasfondo
es la secuencia golpista zigzagueante que recorre el país. Vargas no tenía
escapatoria pues iba a ser citado por el Tribunal que a instancias de su gran
rival, Carlos Lacerda, se desarrollaba en la Base Aeronáutica del Galeâo, y la
acusación no hacía fácil su defensa, pues los acusados de atentar contra el
propio Lacerda eran personajes menores de su guardia personal, al parecer
ligados al propio jefe de esa guardia de Vargas. En ese atentado contra Lacerda
–antiguo jefe de las fuerzas del orden conservador en Brasil–, había muerto un
oficial aeronáutico, su custodio.
De ahí que las fuerzas armadas pueden convertir la trama
jurídica del juicio en un emplazamiento y cerco final a Vargas, que a pesar de
su gesto de ultimación siempre fue recordado por las izquierdas brasileñas bajo
la incómoda faz del “primer Vargas”, el que traza su legislación laboral a
imagen de la Carta del Lavoro mussoliniana. Pero Vargas tiene muchas más
aristas, pertenece a la escuela honorífica de los grandes políticos
latinoamericanos, como Alem, Lisandro de la Torre o el uruguayo Brum. Vargas se
suicida con una carta enigmática, con la arrogancia del ansioso de gloria a
costa de su existencia, carta que conmueve al país y a toda Latinoamérica (El
curioso visitante del Museo de Catete, en Río, hoy puede ver el pijama aun
orlado en sangre de Getúlio, a modo de un esmalte lejano y seco, a la altura
del corazón y del vago recuerdo de una antigua tragedia). El discutido
presidente, contra el cual se había alzado el legendario teniente comunista
José Carlos Prestes en los años 30, se dedica primero a combatir al PC(donde
había menos obreros que jóvenes militares, y que llegan a “gobernar” varios
días la ciudad de Natal, resiste en Recife, y aun varias horas en Praia
Vermelha, en Rio; acontecimientos narrados por un escrito clásico brasileño,
“Memorias de la cárcel”, de Graciliano Ramos) y luego, se suceden con el
partido pro-soviético alianzas y acercamientos a la sombra de las fuerzas
mundiales en pugna. Prestes había sido saludado en un poema por Neruda y era
hacia los 40 la máxima figura del comunismo brasileño. Llega a cuestionar la
posición del comunista argentino Vittorio Codovila en relación al peronismo. En
tanto, el “udenismo” –la UDN, sigla estrepitosa del conservadorismo ancestral
brasileño, encarnará el espíritu del golpe crucial del 64 y no es difícil, ya
disuelta, encontrarla repetida en los rumbos que luego tomó Fernando Henrique
Cardoso– cuyo nombre es el signo mayor de la desventura de la conversión al
institucionalismo de derecha (que no desecha el “golpismo patriótico”) de
numerosos intelectuales latinoamericanos. Vargas (el último Vargas), era más
parecido a Yrigoyen que a Perón, y había advertido que las Fuerzas Armadas
brasileñas (a las que el general y presidente Agustín P. Justo les había
entregado su espada, descontento con la neutralidad argentina en la Segunda
Guerra Mundial) destinaban un gran destacamento a Italia, para perseguir al
nazismo en retirada y actuando esos conscriptos brasileros, los “praçinhas”, al
amparo del V cuerpo del Ejército Norteamericano, cuyo jefe, el general Vernon
Walters, regirá luego en silencio conspirativo, las sucesivas políticas de las
derechas brasileñas. Este general de la CIA ha muerto hace tiempo, pero su alma
flotante, si remedáramos cierta vulgata umbandista, es muy movediza y hoy se
halla instalada en el triste cuerpo viviente del sórdido Michel Temer.
Vargas, que en su retorno se había puesto el póstumo traje
del nacionalista industrialista, construye altos hornos y coquetea con el
simultáneo peronismo –sobre todo el joven Goulart, su ministro de trabajo–,
pero esas mismas fuerzas armadas que vuelven de los últimos sangrientos
combates al amparo de los militares norteamericanos en los campos de Italia –en
Monte Castelo, cerca de Boloña–, ya tenían un largo proyecto golpista que
recién logran concretar en 1964. Allí está Lacerda en primera fila, aunque
luego este famoso jefe del liberalismo de derecha reclamaría institucionalidad
a Castelo Branco, el presidente militar.
El ciclo político de los militares –a Castelo lo suceden
Medici, Geisel y Figueredo– dura casi dos décadas, en medio de grandes
transformaciones sociales y culturales. Hay diferencias con Argentina. En
primer lugar, la discusión sobre la represión contó con un sector militar que
la amortiguó. El general luterano Geisel, se pronunció varias veces en torno a
esa delicada cuestión, e inició un lento proceso político llamado “apertura”,
que paradojalmente contó entre sus partidarios a un cineasta genial, Glauber
Rocha, que buscaba hace años el talismán mesiánico o milenarista del
resurgimiento popular brasilero inspirado en las formidables narraciones del
novelista Guimarâes Rosa. En segundo lugar, una política económica que protegía
el mercado interno. Pero el golpe del 64 había sido, con demora, el golpe que
los militares pronorteamericanos preparaban contra Vargas una década antes,
pero ahora retomando algunos temas del “Brasil potencia”, que el general
Golbery de Couto e Silva, promovía como teórico de la “planificación
estratégica” y cuya onda se iba a expandir hasta los años más recientes, con la
ilusión de las plataformas atlánticas petroleras, las acerías, el
biocombustible, el submarino nuclear y las macro-ciudades que seguían
conteniendo procesos migratorios internos pero bajando ampliamente los niveles
de pobreza, lo que el PT logra bajo una socialdemocracia fuerte, no sin seguir
envuelta en la unánime utopía de la “potencia nacional”.
El PT había surgido del conurbano paulista donde estaban las
fábricas de automóviles alemanas; su historia comenzó a espaldas del
“populismo” anterior (Vargas, Brizola) y con el progresivo apoyo –en la medida
que Lula iba desarmando sus prejuicios iniciales– de la izquierda universitaria
paulista. En sus inicios, el PT rechazó el prohijamiento del ambicioso profesor
Fernando Henrique Cardoso (que del tercermundismo sesentista había pasado a un
liberalismo de derecha clásica, casi una mímesis de Lacerda después que en sus
años mozos escribiera tesis antiimperialistas y sartreanas), pero también
desdeñó la compañía del estrato anterior de la historia popular brasilera,
representado por Brizola. Leonel Brizola ya se había apartado del varguismo
canónico, y ahora era un socialdemócrata de ideas avanzadas, con una política
cultural (en el gobierno de Rio) trazada por su amigo, el antropólogo Darcy
Ribeiro. Darcy cultivaba la gran escuela del mito culturalista del “hombre
cordial” y de las izquierdas sociales que deseaban desarrollar en la práctica
una democracia racial, tema siempre recubierto de dificultades, como lo revela la
obra de Florestan Fernandes, otro de los co-fundadores del PT. Este PT de los
años recientes fue y vino con el fantasma del anterior populismo culturalista,
por lo que las alianzas de Lula y Brizola tuvieron distintas alternativas y
escasa fortuna electoral, pero Lula consiguió imponer lo que ya era su profunda
madurez de estadista, construida con su idea inicial de “articulación” y con
una especial tolerancia hacia las distintas variantes del PT (regionales e
ideológicas), donde convivían los viejos militantes insurgentes de los 60, con
toda clase de movimientos sociales y religiosos del archipiélago multicolor
brasileño.
Dilma provenía primero de su bien recordada actividad en uno
de los grupos armados en Rio Grande do Sul y, luego del reintegro del país a la
vida democrática, expresó afinidades con el partido de Brizola (del cual fue
funcionaria), y desde allí llega al lulismo petista y adquiere fuerte presencia
en su carácter de economista y planificadora. Había sido sometida al “páu de
arara”, abominable forma de tortura colgando al preso de un palo, en sus épocas
de la militancia en el Polo Operário. Lula, a su vez, fue denominado
“inmigrante Páu de arara”, en una formidable alegoría, proveniente aquí del
folklore popular, pues así eran llamados los trabajadores nordestinos que
viajaban en camión hacia la gran urbe industrial, tomados del palo que cruzaba
la caja del vehículo. Así llegaban a Sao Paulo, en los años 40 y 50. La imagen
de decenas de manos agarradas del palo central de la carrocería del vehículo,
creaban la parábola de los populares vendedores ambulantes de aves (papagayos)
cuyas patas se prendían a los palos con cordajes que las transportaban. Dos
metáforas duras y contrapuestas; ironías de la tortura y torturas de la ironía.
El PT, que es ámbito de encuentros de una heterogénea
colección de grupos y personas, al hallar por fin los filones oscuros de la
cultura brasilera ribeteada de complejidades, debió dejar también “jirones de
su vida en camino”. Y así rebajó al llegar al gobierno sus consignas de
iniciación, en casi todos los campos de actividad. Aunque seguía y lo seguirá
siendo la última frontera contra las derechas, que lo cercan ahora, pero es
como si lo hubieran cercado hace décadas. Así, vemos paseándose entre los
esperpentos del Senado al espectro de Lacerda o las manipulaciones más
recientes de Cardoso y su muñeco ventrílocuo José Serra, improvisado canciller
de Temer, con su pasado intelectual en las mismas izquierda por la que había
transitado Dilma y que décadas después, en otra muestra de un aciago destino,
viene a implorar su apoyo a la canciller Malcorra, frustrada gerenta general de
la ONU.
En su último tramo, luego de una dificultosa victoria
electoral, Dilma nombró como su Ministro de Economía al economista neoliberal
que lo iba a ser de su contrincante, derrotado en las urnas.Terrible
condescendencia que consistía en un canje de “gobernabilidad” por encima de la
frontera caliente, que no auguraba nada bueno. Lula ya había asistido al primer
recorrido dramático de la vida del PT en el Estado, en donde dos de sus
políticos más importantes, militantes experimentados y probados, provenientes
asimismo de las izquierdas más dramáticas de los 60 –José Genoino y José
Dirceu–, fueron condenados a diversas penas por tráfico de influencias. Lula
mantuvo siempre la solidaridad con sus colaboradores, por percibir claramente
que eran los anticipos del golpismo los que operaban contran ellos, pero al
mismo tiempo el PT era víctima de la irresolución de los partidos populares
para crear más imaginativas relaciones entre el Estado, el gobierno y la
sociedad, desglosando las finanzas de las empresas públicas del campo siempre
minado del financiamiento de la política. Sin duda, se operó sobre el
presupuesto público privilegiando objetivos emancipatorios y de justicia
social, pero reanimando en parte un prejuicio antiliberal sobre usos
específicos de esos flujos dinerarios, lo que generaba el talón de Aquiles de
los partidos del nuevo progresismo latinoamericano. Precisamente, uno de los
impulsores del “impeachment” fue Helio Bicudo, un jurista liberal que en su
momento fue copartícipe de la fundación del PT, y que se sintió tocado en su
“fibra moral” por los manejos y contra-prestaciones dinerarias (“mensalâo”,
“Petrobras”). En las tensas escenas del Senado en Brasília, se destacó la
presencia de Chico Buarque de Hollanda permanentemente al lado de Lula. Chico
no solo es el autor de las más sensibles canciones sobre la vida popular,
amorosa y cultural del Brasil, heredero mayor de Dorival Caymi, Ari Barroso,
Noel Rosa y Tom Jobim (“El maestro soberano Antonio Brasileiro”, como dice en
su canción “Para todos”) sino que es un eximio novelista, como lo demuestra en
su última novela “Mi hermano alemán”, que a su vez es una historia que emerge
de la frondosa biblioteca de su padre, el gran ensayista Sérgio Buarque de
Hollanda. El PT ha caído y se volverá a levantar en esta historia brasileña,
ahora mejor comprendida, hecha de cenizas y llantos. Lula y Dilma siguen de
pie, estarán activos, como lo estamos nosotros, pues aquella historia es casi
nuestra misma historia y nuestra historia es también, ahora con más razón, la
de ellos. Y ellos somos nosotros.
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