Nota: esta es una novela en proceso de ser escrita. Hay 21 capitulos ya y aqui los ire subiendo (abusando de la hospitalidad de Victor). Tambien los pueden encontrar en http://elsoberanodeanahuac.blogspot.com/ Esta novela es la continuacion de El Secreto del Moro. Si desean el PDF de esa novela tan solo escriban un correo a donmenfis@gmail.com y se los mandare.
Cd. de Méjico – Tenochtitlan – año de 1683
Cd. de Méjico – Tenochtitlan – año de 1683
Don Anselmo Bustos, comandante del Tercio de la Nueva
España caminaba entre el detritus de la batalla. A unos metros se encontraba el palacio del
santo oficio. Frente a este, en la plaza
de Santo Domingo, y en la calle que lleva a catedral había una alfombra de
muertos, charcos de sangre, mojoneras de sesos e intestinos, lanzas, toledanas,
cascos, miembros amputados, cabezas (algunas con un rictus de horror), banderas
con la cruz de San Andrés tiradas y empapadas de sangre y también estandartes
indígenas con un águila posada sobre una nopalera, las viejas armas de Méjico-Tenochtitlan. El olor era horrible y el zumbar de las
moscas era ya constante.
--Levantad eso, carajos –ordeno don Anselmo apuntando
a una de las banderas--. Y aseguraos ese
estandarte con el águila. Sera un buen
trofeo de guerra.
--Vuecencia está sangrando –apunto un sargento
indicando la testa de don Anselmo que estaba costrosa con sangre.
--Es un rasguño, Suarez –dijo con desdén don Anselmo
dando un escupitajo--. Uno de esos
indígenas del demonio logro darme un macanazo.
El sargento derramo alcohol sobre la herida y luego le
cubrió la testa con un paliacate. Bustos
hizo un gesto molesto pero no emitió ni una queja.
--Su señoría tiene la cabeza dura –se rio el sargento.
Bustos escupió.
Sentía jaqueca y algo de nauseas.
Era común, bien sabia, sentir tal en después de recibir esa clase de
golpes.
--Esto no es nada.
En Breda los herejes casi me cosen a estocadas.
Un oficial se aproximó y lo saludo.
--Su señoría, hemos encontrado al cabecilla. Esta muerto.
--Diantres, mostrádmelo alférez --ordeno Bustos.
El oficial lo llevo a donde era obvio había tenido lugar
lo más cruento del combate. Había
montones de muertos y el andar se dificultaba por tanta tripa y seso grasoso
que cubría el pavimento.
--¡Puta madre! –juro Bustos--. ¿Todo esto lo hicieron tan solo 30 de esos
desgraciados?
--Calculamos que no superaban los 50 –explico el
oficial--. Se les unieron presos que
habían huido del palacio de la inquisición.
--Pelearon como leones, su señoría –admitió el
sargento Suarez.
--Vale –reconoció Bustos con amargura--. De todas maneras los mandamos al infierno.
El oficial le mostro un indígena que presentaba múltiples
heridas. Sus manos todavía sostenían una macana. Bustos lo observo con ojo clínico. El difunto había tenido buena musculatura y
era escaso de carnes. Era ya de mediana
edad y canoso y tenía los bigotes ralos típicos de los mejicanos. Se adivinaba que en vida había tenido una
nariz recia aunque esta era ahora solamente una maza sanguinolenta. En su brazo portaba una rodela a manera de
guarda. Esta tenía el escudo de un
águila sobre un nopal. Bustos no pudo
dejar de notar un esbozo de sonrisa en su cara.
--¿Así que este fue el famoso rey coyote?
--Si su señoría.
Bustos lo continúo observando. Era una muerte digna y de admirar y hasta de
envidiar, pensó el viejo soldado de los tercios de España. Así habían muerto, le contaron, los soldados
de los tercios españoles en Rocroi, dándole la cara al enemigo, con heridas de
frente, y sin haber pedido o dado cuartel.
--¡Con un carajos! –juro Bustos que de pronto sintió
un mareo.
Bustos había observado que uno de los dedos del
difunto había sido cortado con un burdo cuchillo. La razón era evidente para Bustos. El muerto ha de haber poseído un anillo y
alguien le corto el dedo para robárselo.
--¿Perdón, su señoría? –pregunto el oficial.
--Olvídelo, alférez –respondió Bustos con resignación
apuntando a la mano del rey caído--. Es
la guerra. Siempre ha sido así. No respeta ni a los muertos. Y me temo que tendré que hacerle más injuria
aunque fue un adversario de valía. Carajos, hombre así me hubiera gustado conocer
en vida. En fin, cortadle la
cabeza. Es menester que cuelgue de una
de las esquinas del palacio del virrey.
Así sabrán los indígenas que este fulano ha muerto.
--¡Ea! --exclamo
uno de los soldados del tercio de la Nueva España--. ¡Aquí hay uno vivo!
--¿Y qué esperáis para rematarlo? –dijo Bustos
acercándose.
--Es que no es un indígena, su señoría.
En efecto, cuando unos criados indígenas del tercio estaban
levantando los cadáveres para llevarlos a cremar habían visto como uno de los
“muertos” alzo una mano y maldijo en español.
--Se ve bastante muerto –dijo Bustos poniéndole la
punta de su toledana en la garganta--. A
ver, despierte amigo e identifíquese.
El hombre abrió los ojos de repente al sentir la punta
aguda de la toledana en su garganta. Su
sobresalto era evidente. Bustos retiro
su espada pero lo siguió observando de cerca.
--¡Tengo una sed del diablo! –afirmo el hombre con el acento
de los peninsulares--. Si sois
cristianos dadme vino con un carajo.
El fulano tenía una herida de pica en un brazo y esta
era un arma de uso común en el tercio, lo cual se le hizo sospechoso a Bustos. También presentaba contusiones y tenía la
boca hinchada por un golpe contundente.
Por otra parte, el fulano, aunque muy moreno, vestía como un
gentilhombre aunque su traje presentaba toda clase de desgarres y en partes
estaba ennegrecido por la pólvora. La camisa estaba empapada de sangre. En su
mano derecha todavía sostenía una toledana aunque esta estaba rota. Algo había en el fulano que el fino instinto
de Bustos lo llevaba a desconfiar.
Bustos le hizo una señal al sargento Suarez y este le dio a beber de una
cantimplora.
--¿Quién es usted?
¿Qué diablos estaba haciendo aquí? –rugió Bustos.
--Soy Pedro de Santa Cruz, cristiano viejo recién
llegado a la Nueva España –contesto el moro con su boca todavía sangrando--. Me atrapo el tumulto y me tuve que defender
de estos indígenas del demonio. ¡Y deje
de tratar de intimidarme con esa espada!
¡Se me conoce muy bien en la corte!
¡Si es necesario me quejare ante la reina misma!
--¡Ese cabrón miente! –exclamo el sosteniente Torres
que había hecho acto de presencia.
--¿Y usted quien carajos es? –volvió a rugir Bustos
viendo con recelo a Torres al que nunca en su vida había visto antes.
El sosteniente Torres hizo un esfuerzo por pararse
derechito e hizo una semblanza de saludo militar a Bustos. Este a su vez lo miraba con desconfianza. Torres era obviamente un indígena. Y estaba acusando a quien era evidentemente
un español y tal vez gentilhombre.
--Mi nombre es Hipólito Torres, sosteniente PGR de los
guardias del santo oficio.
--¿PGR? --contesto
Bustos con sorna-- ¿Qué diablos es eso de PGR?
--Por Gracia del Rey, su señoría. Le repito, soy de los guardias del santo
oficio.
--En tal caso probablemente sois un cobarde –le espeto
Bustos--. Dejasteis caer el edificio.
--A todo esto, ¿me puedo ir? –pregunto el moro--. Yo iba camino a Michoacán pues recibí una
encomienda del mismo rey cuando me encontré en medio de este alboroto.
--¡Usted no se va a ningún lado! –juro Bustos.
--¡No lo deje ir su señoría! –chillo Torres apuntando
al moro--. ¡Este fulano y ese energúmeno
del rey coyote entraron a saco al santo oficio encabezando una horda de diez
mil indios caníbales!
--¡Alférez Sáenz! –rugió Bustos.
--¡Ordene su señoría!
--¡Arreste y ponga en grilletes a estos dos infelices!
--¡Usted no sabe con quién trata! –protesto el moro.
--¡Callaos u os hare callar! --rugió Bustos cuyo dolor de cabeza se había
incrementado en forma extraordinaria--. Tenéis
una pinta de converso que no podéis con ella.
¡Me cago en Cristo si no habéis tenido un ancestro que no comía tocino!
--¡Que soy cristiano viejo carajo! --insistió el moro.
--No le haga caso, patroncito –añadió el
sosteniente--. Este desgraciado era uña
y carne con los indios levantiscos esos.
--¡Que os calléis carajo! --grito Bustos dándole un
sopapo a Torres--. ¡Lleváoslos Sáenz!
Y entre golpes y protestas de inocencia la soldadesca
se llevó al moro y al sosteniente.
Bustos se sentó pesadamente en unos pedestales de las
murallas del palacio del santo oficio.
Esta piedra consistía de una piedra labrada con motivos indígenas,
obviamente había sido parte de algún palacio mexica o tal vez del mismo templo
mayor. Bustos dejo salir un pedo
estridente y oloroso mientras sostenía su cabeza adolorida. Un ayudante le paso una bota y eso medio
ayudo a sus dolores.
Bustos sostenía sus manos en su sien esperando a que
pasara el ataque de nauseas que tenía.
--Su señoría –le increpo una voz masculina.
Bustos alzo sus ojos.
Ante él se encontraba un indígena alto, cobrizo, delgado, con nariz
aguileña, un par de lentes como los del virrey Mendoza, y que portaba el hábito
de un jesuita.
--¿Quién sois…padre? –pregunto con recelo Bustos.
--Mi nombre es Josef Rubio. Sirvo al arzobispo.
--¿Qué noticia hay de su excelencia?
--Se encuentra a salvo, en Coyoacan. Siento molestaros en estos momentos pero esto
es importante. Decidme, ¿habéis
encontrado un libro?
Bustos casi vomito de la náusea.
--Padre, no sé de qué diablos me habla –contesto
Bustos con impaciencia--. Hicimos una
matazón. Usted lo vide aquí.
Rubio se le quedo mirando fijamente como observando al
soldadote. Luego produjo un frasco y lo
abrió.
--Oled esto.
Bustos hizo tal obteniendo inmediato remedio a su
nausea
--¿Qué es esto?
--Tan solo alcanfor con algunas hierbas del monte
–explico Rubio--. Os aconsejo que
busquéis de inmediato curación. Tal vez
necesitareis una trepanación.
--¡Válgame Dios, soy hombre muerto!
--No, idos al convento de las jerónimas. Sor Juana es excelente cirujana. Ella os puede hacer la trepanación y no os
dejara idiota. Quedaos con el bote. Os ayudara mientras tanto.
--Padre, no tengo idea de que libro habla vuecencia
–admitió Bustos, su voz ahora menos tosca.
--Bien. ¿Acaso
habéis arrestado o encontrado el cadáver de un francés?
--¿Un francés?
He visto muchos muertos, padre.
Pero una vez muertos no sabría distinguirlos por su nacionalidad.
--Hablo de un europeo de buena planta, algo afeminado
y elegantemente vestido.
--No padre, aquí solo he visto los muertos del rey
coyote y los de mi tercio.
--Bien, ¿me permitiréis entrar al santo oficio
entonces? –pregunto Rubio.
--Si padre.
¡Sáenz! Dadle escolta al padre
aquí y que entre y busque su libro y su francés. Ah, y buscadme una carreta y llevadme con las
jerónimas que no me puedo sostener ya en pie.
Rubio, escoltado por unos soldados del tercio de la
Nueva España, penetro al recinto. Las
paredes estaban manchadas de sangre e incrustadas con sesos. Había ya nubes de moscas zumbando sobre los
charcos de sangre. Rubio hizo la señal
de la cruz ante varios difuntos que se iba encontrando.
Así llego Rubio hasta la oficina del inquisidor
Montoya. Había pedazos de papel de amate
con glifos derramados por todas partes.
Estos los recogió Rubio con cierta reverencia. Luego abrió los cajones del gran escritorio y
busco en los anaqueles sin éxito. “El
Caracol”, obra cuya autora era Sor Juana, no parecía estar ahí.
Rubio maldijo quedamente y salió del recinto.
[continuara]
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