Nota: esta es una novela en proceso de ser escrita. Hay 23 capitulos ya y aqui los ire subiendo (abusando de la hospitalidad de Victor). Tambien los pueden encontrar en http://elsoberanodeanahuac.blogspot.com/ Esta novela es la continuacion de El Secreto del Moro. Si desean el PDF de esa novela tan solo escriban un correo a donmenfis@gmail.com y se los mandare.
En un pueblo al oriente de la Ciudad de Méjico –
Tenochtitlan – 1683
La fiebre había arreciado. Pero Aramis estaba todavía muy débil. Tal vez, pensó el jesuita, fue pura suerte del
maldito moro al lograr herirlo pero indudablemente la estocada fue
certera. Si no le penetro más
profundamente fue por los reflejos instantáneos del jesuita que lo hicieron
retroceder y evadir mayor daño a su persona.
Aramis se levantó con dificultad y vacío la vejiga en
un recipiente para el caso. El jesuita
miro a su alrededor. El cuarto era de
mala muerte, oliente a las tristezas de los que por ahí habían pasado, en su mayoría
arrieros que cubrían la ruta de la Ciudad de Méjico hacia el golfo. El catre era incómodo y seguro lleno de
chinches.
Aramis se rasco con incomodidad y cierto asco. El jesuita era un hombre muy meticuloso en su
vestir y persona. Acostumbraba por lo
menos el baño semanal, cosa inusual en Europa y siempre procuraba traer ropa
interior limpia, sobre todo cuando un lance era inminente. Eso, bien sabia Aramis, prevenía infecciones
en caso de ser herido.
De un clavo en una pared en la triste covacha colgaba
la toledana del jesuita y también una pistola.
La venta se encontraba a unas cuantas leguas de la ciudad, en un pueblo
cuyo nombre Aramis maldecía por lo imposible de su pronunciación. Aramis había llegado tal vez dos días antes
(el jesuita había perdido la noción del tiempo) y había exigido que el posadero
le rentara todo el segundo piso del tugurio.
La bolsa pesada de plata que Aramis ofreció y su mirada glacial fueron
suficientes para convencer al hombre.
Había estado lloviendo toda la noche. De ello atestiguaba la gotera que había
despertado a Aramis esa madrugada.
También Un viento frio había entrado por una claraboya en lo alto de una
pared del cuartucho. Aramis se dirigió a
esta y encaramándose penosamente sobre un banquillo logro atisbar afuera de su
habitación. Estaba amaneciendo. Aramis podía contemplar una calle empedrada y
solitaria. La vegetación alrededor de
esta era exuberante, un verdor como jamás había contemplado en Francia.
--Maldito lugar pero tiene cosas hermosas –concluyo el
jesuita--. Si no estuviera en misión
bien consideraría quedarme aquí y al diablo con el papa y sus caprichos. Seguro hay mujeres fogosas aquí.
Recordar a su soberano le causo que la bilis se le
subiera. Empezó a sentir un mareo y
dolor donde la estocada le había entrado.
Aramis se volvió a sentar en su catre y se quitó la camisa empapada de
sangre costrosa y seca. El jesuita
reviso la herida que él mismo se había cosido y cerrado burdamente. Aramis se oprimió cuidadosamente el área de
la herida y un fluido claro salió. Esta
era buena señal. El aguardiente que se
había derramado sobre la herida antes de coserla había prevenido una infección.
O tal vez, conjeturo Aramis, el moro era hombre de
honor y no había hundido la punta de su acero en estiércol como acostumbraban
algunos guardias del cardenal de infame memoria. Eso garantizaba que con cualquier rasguño que
le dieran a uno vendría la gangrena y la muerte segura.
La sed lo invadió.
Se volvió trabajosamente a incorporar y se dirigió a la mesita que era
el único otro mueble del cuartucho. Ahí
había dos botellas de vino, una vacía ya, y la otra a medias. Aramis tomo un trago largo de esta
última. Luego sus ojos cayeron sobre el
libraco sobre la mesita. Era, bien sabía
el jesuita, el Caracol, una obra que amenazaba la hegemonía de la santa madre
iglesia. La misión de Aramis era
encontrar este libraco y llevarlo a Roma.
Pero antes tenía que ajusticiar a la autora, la cual resulto, según le
había dicho el inquisidor Montoya, una monja jerónima llamada Sor Juana.
Aramis maldijo quedamente. Ya tenía el dichoso libraco y llevárselo al
pontífice allá en Roma era cosa de tiempo.
La Nueva España no lo iba a aprisionar.
Y respecto a ajusticiar a la tal Sor Juana, el que antes había sido
mosquetero del rey de Francia no hubiera alzado la mano contra una mujer. Bueno, sonrió Aramis, Milady de Winter más
vale que no cruzara su camino. Pero
ahora como jesuita su obediencia al papa tenía que ser absoluta. Sea, pensó Aramis, si tal es el caso esta
Sor Juana tendrá que morir.
Aramis abrió el libraco. En su juventud había aprendido de números
pero los cálculos que se le presentaban le eran imposibles de descifrar. Estaba todo, si, escrito en una letra
disciplinadísima, y las propuestas y axiomas estaban escritas en un latín de
una elegancia que el mismo Cicerón envidiaría.
Aramis podía intuir que la autora escribía de corrido, como quien tomara
dictado, y todas sus derivaciones iniciaban en forma clásica postulando lo que
se iba a demostrar y acabando invariablemente con un QED –Quod Erat
Demonstrandum—que no ameritaba contradicción.
--¡Santo Dios!
¿Esto lo escribió una monja jerónima?
Había además diagramas precisos y sin embargo
elegantes que acompañaban las derivaciones.
Era aparente que la monja estaba usando la teoría de Kepler y
observaciones para predecir la órbita de un nuevo astro al que llamaba por el
nombre indostano de Rahu. Aramis busco
en el apéndice y encontró igualmente disciplinadas observaciones de este
astro. Las fechas, sin embargo, eran
sorprendentes pues abarcaban desde el siglo quinto antes de Cristo hasta el
siglo XIV. Algo había oído Aramis que la
monja había tenido acceso a mediciones de los indígenas mexicanos. Aramis se sintió consciente que la Nueva
España había albergado civilizaciones de gran antigüedad.
El jesuita sintió otro mareo. Los diagramas y números le dieron
nausea. Aramis cerró el libraco de golpe
y trastabillo y a duras penas logro caerse otra vez en el catre.
Quien sabe que tanto tiempo pasó. La fiebre había regresado. Entre las brumas de esta Aramis sintió los
pasos que varios hombres en el corredor trataban de disimular sin éxito. Aramis se sintió presa de pánico. El cuartucho era una ratonera, imposible de
escapar. El jesuita logro lastimeramente
ponerse en pie y empuño su toledana y su pistolón.
--Señor Aramis, hacednos la venia de entregaros y no
habrá necesidad de violencia –dijo una voz.
El jesuita no dijo una palabra.
--Señor Aramis, se bien que vos me oís –continuo la
voz--. Hacedme la merced de
entregaros. No podéis escapar.
Aramis no contesto.
Un sudor frio lo había invadido.
Su corazón latía con la violencia de un tambor en una fanfarria de
Lully. El ex mosquetero sabía que su
única posibilidad de sobrevivir requería que abriera violentamente la puerta
del cuartucho, descargara el pistolón al adversario más cercano, y se hiciera
paso entre el resto (¿cuántos serian?) con su toledana. Pero, así herido como estaba Aramis
dudaba. Además, ya no era el elegante
joven que alguna vez había sido mosquetero del rey a las órdenes de Treville.
Así pues, Aramis, vacilo demasiado. Fue entonces oyó un cerillo prenderse y luego
pasos apresurados a lo largo del corredor.
--¡Mon dieu! –exclamo Aramis intuyendo lo que iba a
pasar. Se aventó detrás del catre e
intento guarecerse con el mísero colchón.
Fue entonces que exploto un artefacto que voló la
puerta. Segundos después entro Rubio
seguido de varios hombres fuertemente armados.
--¡Aquí está el francés! –indico uno de los sicarios
apuntando adonde estaba Aramis desmayado y ennegrecido por la pólvora.
--¿Vive? –pregunto Rubio.
--Parece que sí pero sangra.
--Bien, llevároslo y atendedlo. Y tened tiento. Es un hombre peligrosísimo.
Acto seguido Rubio puso sus manos sobre el
Caracol. El libraco estaba intacto. Rubio lo hojeo someramente y quedo igual
embelesado por la belleza de las derivaciones.
Rubio sonrió triunfante y se apresuró a salir de lugar.
La explosión había destruido el segundo piso de la
venta. Se había iniciado un fuego en las
ruinas del edificio. Los huéspedes y el
posadero y varios vecinos veían el resultado del lance pero no se atrevían a
protestar pues los hombres de Rubio blandían sus toledanas y pistolones en
forma amenazadora.
--Tened, hombre –dijo Rubio poniéndole una bolsa
pesada en la mano del posadero--. Si
valoráis vuestro pellejo no diréis ni una palabra de esto ni os acordareis del
hombre que se asentó en el segundo piso.
¿Me explico?
--Sí, su señoría –contesto el posadero sopesando la
bolsa.
Los hombres de Rubio subieron a Aramis a un carruaje y
se fueron en dirección al oriente.
Rubio, por su parte, puso reverencialmente y con cuidado el Caracol
dentro de una alforja y monto su alazán y se dirigió hacia la ciudad de México.
Unas horas después, en una calle en las afueras de la
ciudad, Rubio se apeó de su alazán junto a un elegante carruaje.
--Su señoría –dijo Rubio al personaje dentro del
carruaje.
--¿Lo encontrasteis? –una mano elegante presento un
anillo que Rubio beso reverencialmente.
--Tened, su señoría –contesto Rubio presentando el
Caracol.
La mano del hombre dentro del carruaje tomo el
libro. Pasaron unos minutos mientras se
oia como las el hombre hojeaba el libro.
--Fascinante.
Siempre pensé que ella era un intelecto luminoso. Lo demostró en su respuesta a mi carta.
--Tenemos al francés todavía. Está mal herido. ¿Qué deseáis que hagamos con él?
--Restauradlo a su salud. Es agente del papa. Sera el conducto ideal para presentarle
nuestras condiciones a su santidad.
--Así se hará, su señoría –contesto Rubio con una reverencia--. ¿Tiene vuecencia alguna otra orden que
darme?
--Si. Escuchad,
vigilad la situación en la capital. Esta
toda convulsionada por la sublevación.
El maíz apenas ha comenzado a fluir desde Querétaro donde no ha llegado
el chahuistle. Mantenedme al tanto de
los acontecimientos.
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