Nota: esta es una novela en proceso de ser escrita. Hay 21 capitulos ya y aqui los ire subiendo (abusando de la hospitalidad de Victor). Tambien los pueden encontrar en http://elsoberanodeanahuac.blogspot.com/ Esta novela es la continuacion de El Secreto del Moro. Si desean el PDF de esa novela tan solo escriban un correo a donmenfis@gmail.com y se los mandare.
Texcoco 1740
Hoy
duermo con facilidad
Pero
tal es mi asombro
Ante
esta habilidad
Que
indago los sapientes
Para
que me hagan bondad
De
darme entendimiento
Del
sueño y la realidad
Pues
de ellos no distingo
Pero
os hare caridad
De
eximiros o lector
De
lo que mi ancianidad
Me
impone y si, tan solo
Hablare
con fidelidad
De
lo que se y que no se
Y
lo que por opacidad
Conjeturo
y admito
Tal
vez sea falsedad.
Paciente lector, es menester que me presente. Mi
nombre es Fray José Topiltzin. Soy monje juanino. Alguna vez fui caballero
águila, cosa que detallare más adelante pues seguramente dudáis de lo que
afirmo. Después de todo, tales guerreros se supone desaparecieron con la caída
de Méjico-Tenochtitlan hace más de 200 años. Solo os pido que me concedáis el
punto por ahora para poder continuar este relato.
Hoy me desempeño como humilde enfermero en el hospital
de los juaninos aquí en Texcoco. Por las heridas que sufrí de joven perdí el
habla y la vista en un ojo. Luego, con los achaques de la vejez me he hecho aún
más inútil pero mis hermanos juaninos generosamente me permiten servir dentro
de mis capacidades.
Menester es también que esclarezca el año en curso.
Aunque dudo que estas letras le lleguen a la posteridad. Escribo estos
recuerdos en el año 1740 de la era cristiana. En España gobierna don Felipe V
de Borbón, por cuyas venas corre la sangre del rey sol, Luis XIV.
Para gobernar el reino de la Nueva España el rey don
Felipe ha designado a don Pedro de Castro Figueroa y Salazar, mariscal de campo
de la infantería española y que fue designado virrey en recompensa por sus
méritos en las campañas de Sicilia.
Tuvo muy mala experiencia este don Pedro en su viaje a
la Nueva España. Cerca de la isla de Puerto Rico un buque de los herejes
ingleses asalto la nave que transportaba a don Pedro. Este logro evadirse en un
bote y llego sano y salvo a Puerto Rico aunque todo su equipaje se había
perdido, incluyendo las cartas credenciales que le designaban como virrey de la
Nueva España. No obstante, semanas después don Pedro logro llegar a Veracruz.
De ahí le escribió al arzobispo, don Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, que
fungía como virrey. Don Juan Antonio afortunadamente
era viejo amigo de don Pedro y accedió a entregarle el mando sin mayores
problemas.
Para mi sorpresa una mañana se presentaron en Texcoco
unos alguaciles preguntando por mí.
--Si, Fray Jose Topiltzin labora aquí de enfermero
–apunto Fray Antonio, el abad del hospital de los juaninos--. ¿Por qué lo
buscáis? Es ya un anciano. Lo conozco por ser sobrio y probo. Es un buen hombre
y puedo atestiguar que no practica herejía alguna.
El capitán de
los alguaciles era un español de barba cerrada que portaba una toledana al
cinto y un gran yelmo. Tenía una cicatriz, producto de un sablazo que un hereje
le había dado en Pensacola, que le desfiguraba el rostro. Su dureza era
evidente en sus modales bruscos, de soldadote, y su ceño fruncido. Su mano se
encontraba posada sobre su acero. Cuatro alabarderos lo acompañaban.
--Traigo órdenes del virrey don Pedro que se presente
ante él.
--¿Por qué? ¿Qué puede querer don Pedro con un humilde
monje juanino?
--Mis órdenes, su señoría, son claras. Hacedme el favor
de entregar a este Fray Jose Topiltzin. Y lo que quiera con él mi señor don
Pedro pues son sus menesteres.
--Sabed que don Jose Topiltzin es ya un anciano. Os
suplico que lo tratéis con suavidad.
--Tal hare –afirmo el capitán—no tengo razón para
maltratarlo.
Fue así como fui llevado, a bordo de una carreta, y
escoltado por alguaciles hasta la muy noble y señorial Ciudad de
Méjico-Tenochtitlan, la cual no había visitado en décadas, para ser presentado
ante el soberano de la Nueva España. Debo apuntar sin embargo que hice tal
después de que el abad Fray Antonio había oído mi apresurada confesión, hecha
en medio de balbuceos y quejidos pues el habla ya no la poseo, y me había dado
una indulgencia plenaria pues no era remoto esperar que se me sometería a
tortura por la Inquisición y que en el curso de esta moriría.
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