PABLITO ..
Cuando el guardia se lo llevó de la mano, Pablito habrá recordado los días en los que el papá lo llevaba al colegio, apretando su palma un poquito más fuerte al cruzar las calles de Palermo para llegar a la Escuela Armenia Argentina, donde cursó la primaria. Tenía catorce años cuando lo secuestraron, y la misma edad cuando ese guardia lo guió con los ojos vendados por los pasillos de la ESMA [campo de concentración de la dictadura cívico-militar argentina] mientras le decía al oído que se iba en libertad.
A Pablo Míguez lo detuvieron algunos meses antes junto a su mamá, Irma Beatriz Márquez, y al compañero de ella, Jorge Capello. Los tres fueron llevados al centro clandestino El Vesubio, en Ricchieri y General Paz. Allí Pablo fue torturado delante de su madre y ella violada frente a él para obligarla a firmar la escritura de su casa en favor de los secuestradores, según relata Lila Pastoriza, que convivió con Pablito en la ESMA, cuando llegó desde el Vesubio. “No te preocupes, tanto no me dolió”, la consoló Pablo cuando Lila se desesperó con su relato.
“Era un chico vivaz, con su carita de pibe travieso, sus pecas junto a la nariz, sus ojos de chispazos, su cuerpo esmirriado, y lamentaba no haberse podido despedir de su madre cuando dejó el Vesubio. Alguna noche despertaba lloroso y yo trataba de consolarlo, ‘soñé con mi mamá’ me decía, mientras esperaba que lo lleven con su padre, que no era militante político y que desde afuera hacía gestiones para salvarlo”, recuerda Lila.
“Pablo era bueno para el ajedrez, y el mayor Durán Sáenz, jefe del Vesubio y uno de sus peores verdugos, lo obligaba a jugar con él largas partidas. Repartía mate cocido y a veces llevaba los tachos con orín de otros prisioneros. A la noche le ponían cadenas, y a pesar de que era un niño, lo torturaron mucho,” cuenta Hugo Luciani, sobreviviente del Vesubio.
Pablito estuvo más de un mes en la ESMA [Escuela Mecánica de la Armada, campo de concentración allí fueron eliminados más de 5000 prisioneros políticos] hasta que fue “trasladado”[operación de arrojar a los prisioneros desde un avión: los vuelos de la muerte]. Poco antes disfrutó una cuchara de dulce de leche con que alguien lo convidó por debajo de la capucha que cubría su cabeza. Con ese sabor y con la promesa del guardián que lo llevaba de la mano, Pablo Míguez dejó el centro clandestino creyendo que lo liberaban. Nunca, nadie, lo volvió a ver.
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