[Giorgio Agamben el 23/12/2015
escribió un texto cuya traducción fue realizada para Artillería Inmanente de «De
l’Etat de droit à l’Etat de sécurité», publicado en Le Monde el 23 de
diciembre de 2015. El texto fue subido a la red en http://artilleriainmanente.blogspot.com.ar/2015/12/giorgio-agamben-del-estado-de-derecho.html?m=1.
Aquí siguiendo la letra de Agamben subraye aquí y allá cómo ese Estado de
Seguridad ya está instalado entre nosotros en América Latina dejando de ser una
cuestión que solo afectaría a los ciudadanos europeos]
No es posible comprender lo que
realmente se juega en la prolongación del estado de emergencia en Francia, en
Argentina, en México si no se lo sitúa en el contexto de una transformación del
modelo estatal que nos es familiar. Es crucial, primero que nada, desmentir el
propósito de las mujeres y hombres políticos irresponsables, según los cuales
el estado de emergencia sería un escudo para la democracia.
Los historiadores saben
perfectamente que lo que es cierto es lo contrario. El estado de emergencia es
justamente el dispositivo mediante el cual los poderes totalitarios se
instalaron en Europa. Así, en los años que precedieron a la toma del poder por
Hitler, los gobiernos socialdemócratas de Weimar habían recurrido tan a menudo
al estado de emergencia (estado de excepción, como se lo nombra en alemán) que
se pudo decir que Alemania había dejado de ser, antes de 1933, una democracia
parlamentaria.
Ahora bien, la primera acción de
Hitler, después de su nombramiento, fue proclamar un estado de emergencia, que
jamás fue revocado. Cuando la gente se sorprende de los crímenes que pudieron
cometerse impunemente en Alemania por los nazis, se olvida de que estos actos
eran perfectamente legales, porque el país estaba sometido al estado de
excepción y las libertades individuales estaban suspendidas.
No vemos por qué un escenario
semejante no podría repetirse en Francia, en Argentina, en México: imaginamos
sin dificultad un gobierno de extrema derecha sirviéndose para sus fines de un
estado de emergencia al que gobiernos socialistas han habituado a partir de
ahora a los ciudadanos. En un país que vive en un estado de emergencia
prologando, y en el que las operaciones de policía sustituyen progresivamente
al poder judicial, y en que además en Argentina y en México, ese poder judicial
se somete con gusto a llos dictados de la seguridad, cabe así aguardar una degradación rápida e
irreversible de las instituciones públicas.
Esto es tanto más cierto que el
estado de emergencia se inscribe, hoy en día, en el proceso que está haciendo
evolucionar las democracias occidentales hacia algo que hay que llamar, ya
mismo, Estado de seguridad («Security State», como dicen los
politólogos estadounidenses).
La palabra «seguridad» ha entrado
tanto en el discurso político que se puede decir, sin temor a equivocarse, que
las «razones de seguridad» han tomado el lugar de aquello que se llamaba, en
otro tiempo, la «razón de Estado». Hace falta, sin embargo, un análisis de esta
nueva forma de gobierno. Como el Estado de seguridad no atañe ni al Estado de
derecho ni a aquello que Michel Foucault llamaba las «sociedades de
disciplina», conviene arrojar aquí algunas referencias con miras a una posible
definición.
En el modelo del británico Thomas
Hobbes, quien ha influenciado tan profundamente nuestra filosofía política, el
contrato que transfiere los poderes al soberano presupone el miedo recíproco y
la guerra de todos contra todos: el Estado era aquello que venía precisamente
a poner fin al miedo. En el Estado de seguridad, este esquema se
invierte: el Estado se funda duraderamente en el miedo y debe, a toda costa,
mantenerlo, pues extrae de él su función esencial y su legitimidad. Sin miedo
no son seguros., con la seguridad aumentan el miedo a la inseguridad
Ya Foucault había mostrado que, cuando
la palabra «seguridad» aparece por primera vez en Francia en el discurso
político con los gobiernos fisiócratas antes de la Revolución, no se trataba de prevenir las catástrofes y
las hambrunas, sino de dejarlas advenir para poder a continuación gobernarlas y
orientarlas a una dirección que se estimaba beneficiosa.
De igual modo, la seguridad que
está en cuestión hoy no apunta a prevenir los actos de terrorismo (lo
cual es, por lo demás, extremadamente difícil, si no imposible, porque las
medidas de seguridad sólo son eficaces después del golpe, y el terrorismo es,
por definición, una serie de primeros golpes), sino a establecer una
nueva relación con los hombres, que es la de un control generalizado y sin
límites — de ahí la insistencia particular en los dispositivos que permiten el
control total de los datos informáticos y comunicacionales de los ciudadanos,
incluyendo la retención integral del contenido de las computadoras.
El riesgo, el primero que
nosotros levantamos, es la deriva hacia la creación de una relación sistémica
entre terrorismo y Estado de seguridad: si el Estado necesita el miedo para
legitimarse, es entonces necesario, en última instancia, producir el terror o,
al menos, no impedir que se produzca. Se ve así a los países proseguir
una política extranjera que alimenta el terrorismo que se debe combatir en el
interior y mantener relaciones cordiales e incluso vender armas a Estados de
los que se sabe que financian las organizaciones terroristas.
Un segundo punto, que es
importante captar, es el cambio del estatuto político de los ciudadanos y del
pueblo, que se suponía que es que el titular de la soberanía. En el Estado de
seguridad, vemos producirse una tendencia irreprimible hacia aquello que bien
hay que llamar una despolitización progresiva de los ciudadanos, cuya
participación en la vida política se reduce a los sondeos electorales. Esta
tendencia es tanto más inquietante que había
sido teorizada por los juristas nazis, quienes definen al pueblo como un
elemento esencialmente impolítico, cuya protección y crecimiento debe asegurar
el Estado.
Ahora bien, según estos juristas,
hay una sola manera de volver político este elemento impolítico: mediante la
igualdad de ascendencia y raza, que va a distinguirlo del extranjero y del
enemigo. No se trata aquí de confundir el Estado nazi y el Estado de seguridad
contemporáneo: lo que hay que comprender es que, si se despolitiza a los ciudadanos,
ellos no pueden salir de su pasividad más que si se los moviliza mediante el
miedo contra un enemigo que no le sea solamente externo (eran los judíos en
Alemania, son los musulmanes en Francia hoy en día).
Es en este marco donde hay que
considerar el siniestro proyecto de deterioro de la nacionalidad para los
ciudadanos binacionales, que recuerda a la ley fascista de 1929 sobre la
desnacionalización de los «ciudadanos indignos de la ciudadanía italiana» y las
leyes nazis sobre la desnacionalización de los judíos. Y recordar que el
artículo 33 de la Constitución de México y una serie de decretos que lo
organizan hacen que esa amenaza sea legal, así hace varios años sin contemplación
se expulsó del país a un ciudadano italiano que vivía desde hacía más de quince
años en Chiapas.
Un tercer punto, cuya importancia
no hay que subestimar, es la transformación radical de los criterios que
establecen la verdad y la certeza en la esfera pública. Lo que impresiona en
primer lugar a un observador atento a los informes de los crímenes terroristas
es la renuncia integral al establecimiento de la certeza judicial.
Mientras en un Estado de derecho
es entendido que un crimen sólo puede ser certificado con una investigación
judicial, bajo el paradigma de la seguridad uno debe contentarse con lo que
dicen de él la policía y los medios de comunicación que dependen de ésta — es
decir, dos instancias que siempre han sido consideradas como poco fiables.
De ahí la vaguedad increíble y
las contradicciones patentes en las reconstrucciones apresuradas de los
eventos, que eluden adrede toda posibilidad de verificación y de falsificación
y que se parecen más a chismorreos que a investigaciones. Esto significa que al
Estado
de seguridad le interesa que los ciudadanos —cuya protección debe asegurar—
permanezcan en la incertidumbre sobre aquello que los amenaza, porque la
incertidumbre y el terror van de la mano.
Es la misma incertidumbre que se
encuentra en el texto de la ley del 20 de noviembre sobre el estado de
emergencia de Francia, que se refiere a «toda persona hacia la cual existan serias
razones de pensar que su comportamiento constituye una amenaza para el orden
público y la seguridad». Es completamente evidente que la fórmula «serias
razones de pensar» no tiene ningún sentido jurídico y, en cuanto que
remite a lo arbitrario de aquel que «piensa», puede aplicarse en todo
momento a cualquiera. Ahora bien, en el Estado de seguridad, estas fórmulas
indeterminadas, que siempre han sido consideradas por los juristas como
contrarias al principio de la certeza del derecho, devienen la norma.
La misma imprecisión y los mismos
equívocos resurgen en las declaraciones de las mujeres y hombres políticos,
según los cuales Argentina, Francia Y Mëxico estarían en guerra contra el
terrorismo o el narcotráfico o la delincuencia. Una guerra contra el terrorismo
es una contradicción en los términos, pues el estado de guerra se define
precisamente por la posibilidad de identificar de manera certera al enemigo que
se debe combatir. Desde la perspectiva de la seguridad, el enemigo debe —por el
contrario— permanecer en lo vago, para que cualquiera —en el interior, pero
también en el exterior— pueda ser identificado como tal. Cualquier
ciudadano será tratado como lo hacen las cámaras de seguridad: “todos” los que
aparecen en la pantalla reciben el tratamiento de posibles delincuentes o
narcos hasta que demuestren lo contrario
Mantenimiento de un estado de
miedo generalizado, despolitización de los ciudadanos, renuncia a toda certeza
del derecho: éstas son tres características del Estado de seguridad, que son
suficientes para inquietar a las mentes. Pues esto significa, por un lado, que el
Estado de seguridad en el que estamos deslizándonos hace lo contrario de lo que
promete, puesto que —si seguridad quiere decir ausencia de cuidado (sine cura)—
mantiene, en cambio, el miedo y el terror. El Estado de seguridad es, por otro
lado, un Estado policiaco, ya que el eclipse del poder judicial generaliza el
margen discrecional de la policía, la cual, en un estado de emergencia devenido
normal, actúa cada vez más como soberano.
Mediante la despolitización
progresiva del ciudadano, devenido en cierto sentido un terrorista en potencia,
el Estado de seguridad sale al fin del dominio conocido de la política, para
dirigirse hacia una zona incierta, donde lo público y lo privado se confunden,
y cuyas fronteras provocan problemas para definirlas.
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