¡¡INSÓLITO!! FRANÇOIS DUBET, SOCIÓLOGO,
FRANCÉS QUE INCLUYE EN SUS INVESTIGACIONES TEMAS DE AMÉRICA LATINA! MERECE
LEERSE CON DETALLE.
FRANÇOIS DUBET (RECONOCIDO EN
SOCIOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN, LA MARGINALIDAD JUVENIL, LA INMIGRACIÓN Y LAS
DESIGUALDADES SOCIALES) REPORTAJE DE NATALIA
ARUGUETE
La nueva “igualdad” social
¿Por qué un obrero vota a la
derecha? A partir del debate tras los últimos atentados en París, el
investigador francés advierte cómo se impuso la “meritocracia” en las
sociedades actuales: ya no se busca reducir la brecha social (que los ricos
sean menos ricos y los pobres sean menos pobres), sino que todos los individuos
tengan iguales posibilidades de llegar a la “cima”.
Los atentados del 13 de noviembre
en París generaron reacciones diversas en la ciudadanía francesa, las primeras
fueron emocionales y estuvieron atravesadas por un fuerte sentimiento de unidad
nacional. A medida que pasó el tiempo, empezaron a surgir interpretaciones y
puntos de vista profundamente conflictivos. Página/12 dialogó con François
Dubet, uno de los sociólogos más reconocidos de Francia. Pese al dolor, este
investigador exhibió con cuidadosa claridad los diagnósticos y conclusiones a
los que arribaron diferentes sectores de una Francia que presenta “divisiones”.
Si estas divisiones prevalecen en los próximos meses, “los terroristas habrán
ganado una primera batalla”, advirtió Dubet.
–¿Cómo ve la reacción de la
ciudadanía francesa ante los atentados del 13 de noviembre en París?
–Para algunos, empezando por el
gobierno, es un acto de guerra cuyo origen radica en la larga crisis de Oriente
Medio. La mayoría de los franceses comparten este punto de vista, pero no todos
arriban a la misma conclusión. Hay quienes creen necesario participar en una
guerra contra Daech (organización terrorista producto de la rama iraquí de Al
Qaida), mientras que otros consideran que es mejor retirarse porque los países
occidentales tienen una gran responsabilidad en la crisis en el mundo árabe.
Los que adhieren sólo a la tesis de la guerra creen que el Islam no es el
enemigo y que los musulmanes franceses son, mayoritariamente, los rehenes y
víctimas de la guerra. Todos son cuidadosos en distinguir entre el Islam y el
islamismo.
–¿Creen que el enemigo es
externo, que está fuera de Francia?
–La tesis de guerra exterior se
encuentra con una dificultad: algunos miles de jihadistas jóvenes son franceses
y los autores de los atentados nacieron sobre todo en Francia, que es donde
crecieron y se educaron. Para una gran parte de la opinión pública, que
reconoce las tesis de la extrema derecha y de derecha dura, el terrorismo es la
expresión de una guerra civil entre los “verdaderos franceses” y los musulmanes,
que deben ser expulsados o reducir la religión a una práctica discreta. Desde
esta perspectiva, los ataques se explican menos por la crisis de Oriente Medio
que por la crisis de los Estados nacionales.
–¿En qué se diferencia el
diagnóstico de esta derecha dura del que hacen los sectores de izquierda?
–Para la izquierda tradicional y
la extrema izquierda, los ataques son manifestación de una crisis social. Son
la expresión de la segregación y el racismo experimentado por los jóvenes
musulmanes de los suburbios que creen que encontrarán una forma de salvación en
el sacrificio y la revolución islámica que sustituye a la antigua utopía
revolucionaria. Por ahora, frente a los delitos de violencia ciega, predominan
la emoción y la unidad nacional. Pero la confrontación sobre la forma en que
interpretamos los ataques tiene implicancias tanto en la naturaleza de las
respuestas como en puntos de vista profundamente conflictivos de la sociedad.
Apuesto a que si las divisiones en la sociedad francesa prevalecen en los
próximos meses, entonces los terroristas habrán ganado una primera batalla, al
poner al descubierto contradicciones profundas de la sociedad francesa.
–En su último libro (¿Por qué
preferimos la desigualdad?), usted afirma que las sociedades actualmente optan
por la desigualdad, ¿por qué?
–Esa fórmula de que la sociedad
elige la desigualdad es un poco excesiva. Pero muchos individuos, como vos y
yo, desarrollan conductas que sí van a generar desigualdad. Podemos observar un
gran rechazo hacia las teorías igualitarias. La sensación que tenemos de
nuestra igualdad fundamental sigue siendo importante, pero ya no se puede
traducir como un deseo de igualdad social. Por supuesto que el desarrollo
desigual tiene causas económicas, objetivas, pero hay algunas desigualdades que
son muy importantes desde el punto de vista del individuo.
–Es decir que no se desprenden de
un nivel estructural.
–No provienen de una ley general
del capitalismo. Más bien se trata de estrategias de desigualdad, como decidir
vivir con gente que es como nosotros. De hecho, las desigualdades urbanas
provienen de ese modelo: barrios ricos, medios y medios bajos. A los pobres se
los reduce a guetos, se los descarta aunque no haya ninguna política que crea
los guetos. El otro mecanismo es el de la obsesión por la distinción.
–¿En qué se aspectos concretos se
despliega esa obsesión por distinguirse?
–Uno de los casos más serios es
el de las desigualdades escolares. En Francia, el sistema escolar formal es muy
igualitario, sin embargo, las familias buscan alcanzar la mayor desigualdad
posible para sus hijos: el valor del diploma es su rareza. Ahora es muy difícil
hacer políticas culturales igualitarias porque las familias buscan la
desigualdad. A mí me sorprendió mucho esto en Chile: Michelle Bachelet propuso
una política escolar más bien igualitaria pero los ricos no quieren esto... y
es normal; tampoco lo quieren las clases medias... y no es tan normal. Pero
resulta que las clases populares tampoco lo quieren, porque prefieren soñar con
una competencia igualitaria. En el fondo el modelo de igualdad de oportunidades
se transforma en el modelo de justicia.
–¿En qué se diferencian los
modelos de “igualdad de posiciones” e “igualdad de oportunidades”?
–De una manera muy grosera, los
países del Norte –Francia, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos– hasta 1980
tenían el propósito de reducir cuanto les fuera posible la desigualdad entre
los más ricos y los más pobres. La izquierda, el movimiento obrero, los
sindicatos, la socialdemocracia tenían el objetivo de reducir la distancia
entre ricos y pobres. En cambio, desde hace 30 años, ya no se trata de reducir las
desigualdades sino de lograr que todos tengan las mismas posibilidades de
llegar a la cima, subir esa escalera. Es un modelo meritocrático que se impuso
por completo. El tema central de este modelo es la lucha contra la
discriminación: contra las mujeres, las minorías, migrantes, etcétera.
–¿Qué consecuencias trae la
adopción del modelo de igualdad de oportunidades?
–En primer lugar, el problema es
que acepta las grandes desigualdades porque provienen de una competencia
equitativa. La segunda consecuencia es que se acusa a los individuos de ser
responsables de las desigualdades: si el rico se volvió rico fue gracias a él,
si el pobre sigue siendo pobre fue por causa de él. Este modelo es esencial hoy
y esto explica que en Estados Unidos las desigualdades sociales se hayan
duplicado y nadie discute esto, ni siquiera en las clases populares.
–¿Por qué tampoco las clases
bajas lo ponen en cuestión?
–Porque dicen que son las reglas
del juego. Este es un cambio muy importante, que crea nuevas políticas y explica
la gran dificultad ideológica de la izquierda en todas partes. En Europa, la
izquierda no desaparece pero se está reduciendo; hay que recordar que hubo una
“izquierda americana” que era socialdemócrata y que ya no existe más porque
hemos modificado la visión de las cosas. Esta es una de las razones por la cual
muchos pobres votan por los partidos liberales: la idea de una competencia
equitativa les parece más justa que la idea de reducir las desigualdades.
–¿Cómo logra instalarse esta
idiosincrasia de las desigualdades?
–Este modelo se instala porque la
búsqueda de las igualdades sociales se basaba en mecanismos de solidaridad y
fraternidad. Si quiero que estas personas sean mis iguales, si quiero pagar por
ellos, me tengo que sentir cerca de ellos, semejante a ellos. Mi hipótesis es
que este sentimiento de solidaridad se deshace hoy por tres razones.
–¿Cuáles?
–La primera es la mundialización
de la economía. Esto hace que las economías no sean más sistemas nacionales
integrados sino que se internacionalizaron. A veces eso está bien, de hecho a
los chinos, indios y brasileños les parece que eso está bien porque aumenta la
riqueza, pero a los europeos no les parece tan bien porque están más en una
posición defensiva. El segundo es un cambio cultural: la idea de solidaridad se
basaba en el trabajo de las instituciones que creaba subjetividades comunes.
Como la Iglesia, la gran escuela pública argentina que nunca estuvo para
generar igualdad escolar sino que estuvo ahí para formar hombres, mujeres, campesinos
argentinos, y nunca prometió la igualdad de oportunidades. La tercera razón,
muy importante en el Norte (en Europa y en otras partes), es la transformación
de la Nación. El sentimiento de fraternidad se basaba en la idea de una nación
culturalmente homogénea, en realidad era más una novela que una realidad, era
más una representación. En cambio, hoy con el flujo inmigratorio sabemos que
las naciones no son más culturalmente homogéneas y, por eso, el imaginario de
fraternidad se deshace. En todos los países de Europa, por ejemplo, se dice que
ya no quieren pagar por los musulmanes, los homosexuales, los mapuches.
–Los mapuches pagaron por
nosotros.
–Cada uno tiene su mapuche (se
ríe). Se aceptaba la igualdad de los otros porque existía un relato nacional de
batalla, santos y demases, que hacía que se fabricaran todos estos símbolos,
aunque esto nunca impidió la lucha de clases en el seno de un sistema de
solidaridad. Hoy, los pilares de ese sistema se han fragilizado
considerablemente, debido a lo cual hay un éxito en Europa y Estados Unidos de
la derecha populista. Aclaro que la palabra “populista” no significa lo mismo
que aquí... Ese movimiento populista habla de solidaridad, pero de una
solidaridad imaginaria, xenófoba, autoritaria, peligrosa y, para mí,
económicamente absurda porque lo que ellos quieren es cerrar las fronteras. La
respuesta es escandalosa pero la cuestión está planteada. Es decir que la
pregunta sería: ¿cómo hoy la izquierda puede construir un sentimiento de
solidaridad de manera tal que la máquina pueda aumentar la igualdad y pueda
volver a ponerse en marcha?
–En su libro, usted trabaja sobre
el rol de los Estados en el marco de la globalización, allí plantea que la
globalización en sí no es mala sino que son los Estados los que la manejan mal.
¿Cómo pueden coexistir los intereses nacionales de los Estados con los
intereses de clase, que son más globales que nacionales?
–Las verdaderas clases dirigentes
hoy son nacionales. Tienen igualmente una sensibilidad nacional pero juegan
sobre todo el planeta. Las clases obreras, en cambio, son nacionales. De hecho,
el peligro es que la clase obrera se vuelva totalmente nacionalista, es decir,
que se vuelva antiprogreso. Hoy en Europa son los obreros los que votan a la
extrema derecha. Lo que yo creo es que hay que crear un espacio político
nacional, en Europa pienso en un espacio europeo. Los Estados ya no tienen
ningún poder para determinar el valor de su moneda, el precio del petróleo, la
salud de China. El problema es que los Estados se vuelven actores económicos
porque juegan en el espacio económico, pero por otro lado tienen que crear un
sentimiento de comunidad y unidad social y ahí es donde hay grandes
dificultades porque hoy tenemos una crisis en todas partes de la representación
democrática. Cuando miramos qué países tienen éxito en Europa, vemos que se
trata de Estados muy democráticos y muy virtuosos, donde no hay corrupción y la
gente tiene confianza. Creo justamente que el problema hoy es recuperar la
confianza entre elites políticas y electores. Este es un gran problema porque
probablemente haya cambios institucionales. La segunda cosa que deben hacer los
Estados es poder reconstituir una suerte de contrato social.
–¿Cómo lo lograrían?
–En Francia, más del 50 por
ciento de la riqueza nacional es retenida a través de los impuestos y se
redistribuye para pagar la universidad, la escuela, la desocupación, la
jubilación, etcétera. Este sistema se ha vuelto tan complicado que ya nadie lo
comprende y todo el mundo siente que “le roban”. Los ricos dicen: “me roban,
esto no sirve para nada”, los pobres dicen: “no nos dan nada”. En ambos casos
es falso. Las desigualdades en Francia, después de la redistribución social,
disminuyen por dos pero la gente está convencida de que no sirve porque no
comprenden cómo funciona. Para que la gente acepte este sistema tiene que
comprender que hay una justicia detrás de ese sistema.
–¿Cuál es el rol de las
instituciones en un escenario en el cual la redistribución achica la
desigualdad y, sin embargo, no se confía en esos mecanismos?
–Creo que el rol de las
instituciones sigue siendo el mismo: producir y garantizar conductas de
subjetividad y acuerdos, pero las instituciones deben producir sujetos
democráticos. Hoy sabemos que los individuos quieren ser los dueños de sus
vidas y el rol de las instituciones es ayudarlos. En otra época, el rol de las
instituciones era “preparar a una mujer a tener el rol de mujer” cuando hoy el
rol de las instituciones es “ayudar a la mujer a tener la vida que desea”. Hay
un cambio en las instituciones y hay un sentimiento de crisis respecto de las
instituciones. Hay un cambio muy profundo. En Francia, hubo movimientos contra
los extranjeros, contra los homosexuales, contra el matrimonio igualitario,
allí estaba la idea de que todo eso destruiría la sociedad. El desafío
intelectual es poder demostrar que se trata de otra sociedad, no se destruye LA
sociedad, lo que se destruye es la vieja sociedad.
–En este sentido, ¿qué factores
están coaccionando el sistema democrático que usted plantea que hay que
ampliar, que hay que abrir?
–Hay una restricción del sistema
democrático con la mundialización de las economías, al mismo tiempo hay una
formidable expansión del sistema democrático. Creo que hoy esta dinámica crea
frustración porque la gente tiene la sensación de poder actuar en muchos campos
de su vida personal pero, por otro lado, se tiene la sensación de que ya no se
puede accionar sobre el mundo. En cambio, cuando vivíamos en el Estado-nación
teníamos la idea de cambiar la sociedad dentro de la Nación. Esto crea una
crisis muy fuerte de la acción política en todas partes. A los hombres
políticos se los acusa de ser impotentes, en todas partes dan la sensación de
traicionar sus promesas y yo diría que no es culpa de los hombres políticos
porque ya no estamos en ese espacio relativamente cerrado que era la Nación.
Esta es una experiencia que siempre tuvieron las sociedades latinoamericanas.
–¿En qué sentido?
–En el sentido de que siempre
dependieron mucho más del capitalismo internacional que las sociedades
alemanas, francesas e inglesas; en cambio, hoy las sociedades del centro son
tan dependientes del capitalismo como las otras.
–Menciona sólo tres países de
Europa, ¿qué pasa con los otros? Y, ¿en qué sentido son más dependientes ahora?
–Cuando yo era chico vivía en una
sociedad en la que lo esencial de lo que consumía –tanto en bienes industriales
como en bienes alimentarios y bienes culturales– se fabricaban en Francia:
coche francés, ropa francesa, literatura y cine franceses. Hoy vivo en una
sociedad en la que esta camisa no es francesa, mi computadora tampoco y la
música que escucho es muy poco francesa. Vivo en un mundo totalmente abierto,
que da la sensación de no ser más controlado. El hombre político perdió gran
parte de su capacidad de acción.
–¿Por qué la globalización de la
vida, de la cultura, es la que restringe la distancia que usted marca entre la
vida política y los electores? ¿Por qué lo atribuye a eso y no, por caso, a una
tecnificación de la política?
–Porque también está la idea de
que la vieja sociedad era una verdadera sociedad de clases, en la cual las
desigualdades tenían una estructura muy particular y el sistema político
europeo reflejaba esa estructura de clases: un campesino vota a la derecha y un
obrero vota a la izquierda. El sistema político representa la vida social. En
todas partes, este sistema se está deshaciendo. Lo que vemos hoy en Europa es
que no hay verdaderamente partidos políticos, hay máquinas políticas: la
máquina socialista o la máquina política pero ya no hay más militantes
políticos. La gente vota en función de las circunstancias.
–¿Por qué hoy las circunstancias
llevan a un obrero a votar por la derecha?
–Porque el obrero tiene la
sensación de ver su mundo social desaparecer y entonces vota por los que le
dicen que van a rehacer ese mundo: dejar Europa, echar a los extranjeros y
crear instituciones autoritarias. Los obreros no son democráticos por
naturaleza. En todas partes encontramos este electorado que cambia. La gran
lección de la última elección en Argentina es que los electores son cada vez
menos cautivos. Podemos lamentar eso pero me parece que esa evolución es
irreversible.
–¿Por qué aquí es irreversible? Y
en todo caso, ¿cautivo de qué?
–Porque me parece que la elección
de los individuos es cada vez más individual, porque la política tiene un
mecanismo casi automático de decepción, es decir, que se vota “en contra” de
algo. Esto pasó en Francia hace 30 años cuando vimos que el mundo comunista
francés, un mundo totalmente tomado por un partido político desapareció en diez
años, porque los modelos de identificación social han cambiado profundamente.
–¿Cómo ve el fenómeno de los
“nimby” (Not In My Back Yard. Trad: No en mi patio trasero) en este escenario
que describe?
–El nimby es un fenómeno bastante
clásico del movimiento ecológico. Es necesario que una autopista pase por
nuestra ciudad, todos están de acuerdo, pero no por mi casa. Es un fenómeno
totalmente banal: quiero electricidad pero no centrales nucleares en mi país.
Quiero un hospital pero no muy cerca de mi casa. Es cierto que, por lo general,
son las clases medias las que tienen esas capacidades políticas porque tienen
la capacidad de presionar sobre los políticos. Por ejemplo, quiero una escuela
social mixta pero no para mis hijos. La gente siempre fue nimby, siempre fue
egoísta. No podemos imaginar que la gente fuera generosa, pero los mecanismos
políticos tenían la capacidad de imponerse. En cambio hoy, los mecanismos
políticos son demasiado débiles para imponerse. Por un lado, esto es
desagradable pero, por otro lado, está bien porque los individuos tienen
derechos y porque tenemos mucha experiencia de regímenes autoritarios. El mundo
de ayer era por lejos tan abominable como el de hoy, e incluso más.
–Usted ha mencionado que la
democracia del bienestar debilita la democracia política y la solidaridad, ¿a
qué se refiere con esa afirmación?
–La democracia la podemos ver en
cuatro niveles. El nivel elemental es el reconocimiento de los derechos.
Democracia es el derecho de poder ser juzgado por jueces, el derecho a la
seguridad física, etcétera. El segundo nivel es el de los derechos políticos.
El tercero, el de los derechos sociales. Y hoy vemos un cuarto nivel, el de los
derechos culturales. Ciertas minorías pueden tener derechos particulares, por
supuesto que cada uno de estos derechos debilita al otro. El derecho político
es un derecho absoluto y el social es un derecho relativo, porque vos podes
decir: “sean cuales fueren las condiciones yo tengo derecho a votar”, pero
también podes decir: “tengo derecho a trabajar” con la condición de que haya
trabajo, y eso cambia la naturaleza del derecho. Una de las dificultades de hoy
es que la condición de los derechos sociales, aquellos que se benefician con
los derechos, no quieren cambiar nada y hay una especie de bloqueo de los
derechos sociales.
–¿Podría ilustrarlo con un
ejemplo?
–El problema de los derechos
sociales es que se van a delegar, a sumar a los derechos económicos. Un ejemplo
simple: tengo derecho a jubilarme a los 65 años y que me paguen, con la
condición de que haya muchos jóvenes, que ellos trabajen y que los viejos vivan
mucho tiempo. Ahora, si no hay muchos jóvenes y, además, no trabajan mucho, ese
derecho a jubilarme a los 65 años no tiene ningún contenido. Cuando la
canciller de Alemania, Angela Merkel, permite que entren inmigrantes a su país
lo hace por razones humanitarias pero, fundamentalmente, para pagar la
jubilación de los alemanes porque no hay más jóvenes alemanes. Entonces, hay
que entender que estos derechos no son iguales como el derecho a la libertad
personal o como el derecho a la información. Por eso es que hoy existen muchas
tensiones entre estos diversos sistemas.
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