CHAPULTEPEC
Cd. De México – diciembre de 1850
Dadme una musa ingrata
Cabrona, mala, no beata
Que ella hechizos derrame
De los brujos de esta tierra
Donde se ensaño la guerra
Así contare lo infame
Así recordare el honor
Que fue cosecha del dolor
I. La Musa
Ingrata
Ha caído la noche.
La oscuridad es profunda. Apenas
unos cuantos débiles candiles alumbran las calles del centro de la ciudad. La lluvia es constante.
No es recomendable andar en esas tristes calles de
noche. Los asaltos son cosa de todos los
días. Sin embargo, un hombre en obvio
avanzado etílico camina trastabillando y murmurando.
--Desde la hermosa rivera…se mira…se mira…incierto
bogar…no tal vez vagar…no, dejémoslo en bogar.
La luz de la luna penetra por breves momentos la
oscuridad y alumbra un lóbrego caserón.
--Aquí, jic, creo que es…espero que sea…
El hombre examina la puerta y reconoce las marcas
de los balazos que dejaron los yanquis durante el sitio.
--Decía que era, jic, bogar… ¿Qué bogaría?...ah,
una barquilla ligera…síguele mujer, síguele…que desafía altanera…vas bien musa,
¡síguele! –exclama el hombre tomando un trago de una botella--. Altanera…altanera…que desafía…con bogar, con
bogar, mujer…que desafía el ancho mar…no, no, chingue a su madre, que sean los
horrores del mar.
El hombre luego busca entre sus bolsas la llave a
la sólida puerta que lo confronta.
--Carajos, tan solo necesito acordarme…jic…barquilla
ligera…¡que necesito pluma y papel carajos!
¡Y tú! ¡No te me vayas vieja
cabrona!
El hombre encuentra su llave pero esta tan borracho
que la deja caer. Una maldición escapa
de su boca. Luego el hombre se pone de
rodillas y empieza a buscar la llave en medio de la oscuridad.
--Don Guillermo –le dice una voz grave.
--¿Quién anda ahí?
¿Quién me llama? --pregunta el
beodo sacando una pistola de una bolsa.
--¿Es usted don Guillermo Prieto?
--¿Y quién chingaos lo quiere saber?
--El compadre y yo le queremos consultar –dice otra
voz grave.
--Ah, ¡montoneros!
¡Jic! ¡Son ustedes varios! Estoy borracho pero soy buen gallo. Y traigo
una fusca. Y sepan que no tengo ni un
tlaco. Me lo bebí todo carajos. ¡Váyanse a robar a su puta madre!
--¡Perese don Guillermo!
--¡Nosotros no le vamos a hacer daño!
Pero Prieto saca la pistola y trata de disparar en
la dirección general de las voces.
Afortunadamente esta tan borracho que el plomazo sale disparado rumbo al
cielo y el poeta cae de bruces. Se oye
una mentada de madre desde la casa de un vecino.
--¡Muerto soy! –exclama Prieto tapándose la cara
con su levita cual Cesar al caer al pie de la estatua de Pompeyo--. ¡Haced de mi lo que os plazca! ¡Ay musa!
¡Fuiste ingrata y tacaña! ¡Vieja
cabrona!
--Se cayó el infeliz.
--¿Se suicidó Prieto?
--No, yo creo que la patada de la pistola lo
tumbo.
--Tiene un tufo de borracho que no necesito vista
para poder saber dónde está. Bueno, casi
casi.
--¿Lo puedes levantar compadre?
--Nomás dígame exactamente donde está el infeliz,
compadre, ya ve que estoy cegatón.
--Sígale tantito más de frente, compadre.
--¿Y usted?
--Yo me sostengo aquí con mi muleta.
--Ah, ya lo siento al infeliz –dice el hombre que
blande un bastón.
--¿Siempre no se dio un tiro el infeliz?
El ciego se hinco junto al poeta que ronca ya.
--No compadre, está vivo. Duerme la mona
--Mire compadre, ya vide que la luz de la luna convenientemente
alumbro (como se lee en los escritos de escritores mediocres) y vide algo
brillar a su derecha. Creo que es la
llave de la puerta esa. Ha de ser su
casa. Nos dijeron que vivía por este
rumbo.
--Ah, sí, ya encontré la llave. ¿Dónde está la puerta?
--El borrachito está en el dintel. A ver, compadre, deje me acerco y abro. Páseme la llave.
El otro hombre se aproxima apoyándose en una
muleta. Otro conveniente rayo de luna
nos permite apreciar que le falta una pierna arriba de la rodilla. Mientras el ciego extiende su mano y ofrece
la llave. Mientras el cojo logra abrir
la puerta del caserón el invidente levanta al poeta.
El cojo prende un cerillo y con su tenue luz
descubre un quinque y lo prende.
--Camine de frente compadre. Aguas con la puerta. Levante el pie al entrar para que no se
tropiece.
El ciego es un hombrón poderoso y carga al poeta a
cuestas como si fuera un muñeco y entra sin problemas al caseron. Se encuentran ambos en un patio lóbrego con
una fuente que ya no funciona. El cojo
cierra la puerta tras de ellos.
--Ahí nos ayudamos, compadre –dice el cojo que con
un brazo se apoya en su muleta y con el otro guía al ciego. —Parece que esa es
una recamara.
Los dos lisiados y el poeta exánime entran a la
habitación.
--Ayúdeme compadre –dice el ciego--. ¿Dónde pongo a este infeliz?
--Sígase más adelante, compadre. Hay un sofá ahí –indica el cojo que echa un
vistazo a su alrededor. El aposento
presenta un tremendo desorden. Hay
botellas y papeles tirados por todos lados--.
Válgame Dios. ¿Con que ansina
viven los poetas?
--¿Habrá algo comer en este cuchitril
compadre? Aunque hay un olor de borracho
aquí que marea.
--Lo dudo compadre –dice el cojo revisando el
aposento--. Y no creo que sería higiénico
comer algo aquí. Ah, espérese, compadre,
aquí hay una botella.
--¿Está llena?
El cojo le quita el corcho a la botella y la huele.
--Si compadre, está casi entera. Es sotol, del bueno.
--Pos pásela, compadre, que estoy mojado hasta el
tuétano.
--Acurrúquese en el sofá ese junto al borrachito,
compadre.
--¿No me ira a mear compadre?
--Nomás lo empuja si siente mojado compadre –dice
el cojo acomodando unos jorongos no muy limpios sobre los dos hombres en el
sofá.
Luego el cojo se acurruca en un sillón y se cubre
con su jorongo. El ciego le extiende la
botella.
--A su salud, compadre –dice el cojo.
--Por lo menos encontramos a este infeliz,
compadre. La cosa marcha bien.
--Ahí la llevamos compadre. Dios mediante en unos meses veremos, bueno,
perdón, veré el cerro de la silla y usted estará ahí conmigo.
--Yo ya no sirvo para nada compadre.
--No este chingando. Tengo otro compadre que tiene una
curtiduría. Para mí que vería como puede
usted ganarse el pan ahí. Algo
saldrá. Usted confié en mí.
--Dios mediante compadre, Dios mediante –dice el
ciego que en un instante más está ya roncando.
Amanece.
Guillermo Prieto se levanta del sofá.
Tiene un dolor de cabeza de la chingada y unas ganas tremendas de mear.
Prieto trastabilla y sale de su habitación. La luz del día lo hace entrecerrar los
ojos. El poeta logra llegar hasta donde
está la fuente y saca su miembro y desahoga su vejiga.
En una banca en el patio está el hombrón ciego, tan
inmóvil como una estatua. Adivina que
Prieto está en el patio y en que se ocupa.
El ciego sonríe ligeramente.
Luego da un silbido quieto, cual lo daría un soldado que trata de dar
parte de la presencia del enemigo sin querer alertar a este.
Hay un olor a tocino y a tortillas recién hechas
que asaltan los sentidos de Prieto.
Tiene mucho tiempo que en su casa se huelen tales manjares.
--Ah, señor Prieto, ya despertó –dice risueño el
cojo desde la puerta que da a la cocina de la casona.
Prieto aprieta sus sienes y hace un rictus de
dolor.
--¿Y ustedes, quiénes son? ¿Por qué están aquí?
--¿No quiere unos chilaquiles don Guillermo, para
la cruda?
Los olores de la cocina eran embriagantes.
--Válgame Dios, si, con harto chile.
--Hice jugo de papaya, don Memo.
El ciego se acercó tanteando el camino con su bastón
y busco una silla donde sentarse y se puso a fumar plácidamente un cigarro de
hoja. El cojo le paso un plato rebozando
de chilaquiles y frijoles a Prieto y un vaso grande de jugo de papaya. Luego hizo lo mismo con el ciego.
--Orita está el café, don Memo –apunta el cojo.
--¡Santo Dios!
--exclamo Prieto--. Señores,
perdonaran mi insistencia. No tengo
recolección de por qué están ustedes aquí pero les agradezco este excelente
platillo. Tiene mucho que no he tenido
una mujer aquí que me cocine un desayuno así.
--Es que soy feldwebel, don Guillermo –dijo el
cojo.
--¿Y eso que es?
¿Algún tipo de masón?
--Es como los alemanes llaman a sus sargentos, don
Guillermo –explico el cojo--. Feldwebel
o esposa de campo. Me lo conto un alemán
que andaba con los san patricios. Sus
sargentos, dice, tienen como suprema obligación cuidar de la tropa. Y eso incluye cocinar para ellos.
--Y yo soy lo que queda de la tropa –dijo el
ciego--. De ahí que mi compadre que era
sargento me cuida.
--Mi nombre es Miguel Zaragoza, don Guillermo. Fui sargento del tercero ligero.
--Ah, la gente de Ampudia –responde Prieto
reconociendo el batallón--. Yo pensé que
los habían disuelto.
--En efecto, después del Molino del Rey ya solo
éramos unos cien los que quedábamos y a mí y a una docena nos asignaron al San
Blas –dijo el ciego.
--Si, aquí el cabo Cástulo Romero, mi compadre, y
su servidor acabamos entre la gente de mi coronel Xicotencatl.
--Pero nos enorgullecemos de haber sido parte del
tercero ligero –añadió el ciego--. Hemos
sido presidiarios desde que nos hicimos hombres. Estuvimos en Palo Alto, Resaca de la Palma…
--Defendimos Monterrey casa por casa y le rompimos
la jeta a los gringos en la Angostura.
--Luego fuimos la retaguardia que detuvo a los
gringos mientras el resto del ejército se pelaba de Cerro Gordo.
--Muy bonito Cerro Gordo, don Guillermo, pero pos
yo soy veracruzano y creo a pie firme que solo Veracruz es bello –explico
Zaragoza--. A mí me agarraron de leva cuando
era un chamaco y me mandaron a Tejas desde antes que se alzaran los gringos
ahí.
--Y yo soy de Llera, en Tamaulipas –explico el
ciego--. Y era ranchero pero me metí a
la milicia por pendejo.
--Ahora en la mañanita tome unos cobres que
encontré en su recamara y me fui al mercado a conseguir algo para el desayuno
–explica el cojo--. Espero no me lo tome
a mal.
--No, sargento, más bien les agradezco mucho
señores –contesta Prieto.
--Anoche lo encontramos a usted durmiendo la mona en
el dintel de esta casa –dijo Zaragoza torciendo tantito la verdad--. Lo veníamos a visitar y al encontrarlo así
decidimos meterlo no sea que lo fuera a navajear y robar un lepero.
--Válgame Dios, señores, pues mucho les agradezco y
estoy en deuda con ustedes –respondió Prieto mientras prendía un cigarro de
hoja--. Pero, decían que habían venido a
buscarme. Bien. Aquí estoy.
¿Para que soy bueno?
--Usted escribe, ¿verdad? –dijo el ciego.
--Cuando las musas son generosas, sí. Hago lo que yo llamo escribir. Es cuando más gozo de mi existencia y soy más
libre. Pero cuando hay que comer hago lo
que se llama periodismo que es una forma de escribir, me imagino, pero en ello
no hay amor ni arte.
--Don Memo –dijo con voz solemne Zaragoza--,
necesitamos que sea usted nuestra memoria.
--Lo hemos discutido el compadre y yo –dijo Cástulo
con voz igual de grave--. Nos van a
comer los zopilotes, igual que a tantos de nuestros compañeros. ¿Y que dejamos? Ni la mierda porque esa se la llevan las
moscas. En unos años nadie recordara
nuestro nombre o lo que vivimos.
--Pero si usted es nuestra memoria siempre se nos
recordara –explico Zaragoza.
--Yo creo que es lo más cerca de la inmortalidad
que puede obtener un hombre –afirmo el ciego.
--Ah caray, señores, pero, perdonen si les
pregunto: ¿Por qué quieren eso? Suena a
vanidad eso de querer ser inmortales.
Zaragoza sacudió la cabeza.
--Usted perdone entonces, don Guillermo –dijo con
voz triste Zaragoza--. Tal vez, si, no
merecemos que se nos recuerde. Digo, ¿de
cuando acá a dos pendejos que solo han servido de carne de cañón se les mete en
la testa el querer ser inmortales?
--Bueno –contesto Prieto con voz pausada--, no serían
los primeros en así desearlo.
¿Desearlo? –pregunto con sorna Zaragoza--. ¿Acaso cree usted que por nuestra condición
ya no somos hombres? ¿No vide que
seguimos teniendo caprichos, sueños, vanidad?
Mírenos, don Guillermo. Dígame,
¿en qué punto deja uno de ser hombre?
¿La falta de que órgano o miembro o facultad le quita a uno esa condición? ¿Cuándo debe uno dejar de desear? Viene
la muerte. La sentimos en nuestros
huesos. No le tenemos miedo. Hemos vivido con ella desdenantes. Pero estamos tercos en que si nuestros huesos
se blanquean en el sol siquiera haya quien diga: pos esos son los huesos de
Zaragoza y Romero.
--Si, aunque luego los perros se meen sobre esos
huesos –dijo Romero--. Que siquiera se recuerda de quienes eran en vida.
--Aunque sea tantito –se rio Zaragoza--. Ni modo que per secula seculorum como dicen los
curas.
Prieto se ruborizo.
--Ah caray, caballeros, perdonen. Creo que entiendo. Y me atrevo a decir que más que querer
robarle su nombre a la muerte y que no muera con ustedes, más bien creo que quieren
darle un significado a sus pérdidas y sufrimientos. ¿Me equivoco?
--Eso, eso tambien, don Guillermo –contesto
Zaragoza--, a eso nos referimos, a lo que usted afirma. ¿Cree usted que lo hacemos por vanidad?
Prieto se rasco la barba.
--Válgame Dios, no soy nadie para juzgarlos
–contesto Prieto--. Pero si lo que ustedes piden es vanidad lo
mismo lo es en mí el querer ser escritor.
--Si lo buscamos es porque se dice que usted si es
escritor –explica Zaragoza--. Ni el
compadre ni yo somos letrados. Apenas
sabemos leer y menos escribir. No
sabíamos cómo expresar lo que usted ha dicho, eso de dar justificación a
nuestro sacrificio o robarle nuestro nombre a la muerte.
--Suena rete bonito como usted lo describe –afirma
Romero.
--Y si, lo admitimos, --continua Zaragoza-- queremos
morir creyendo que nuestro sacrificio valió la pena, que valía la pena hacerse
medio matar por México, perder una pata o perder la vista. ¿Me explico?
¿Y sabe por qué, don Memo? Porque
si no es ansina, entonces México vale para una chingada y semos un par de
pendejos.
--Pero si no somos olvidados –puntualizo Cástulo—entonces
todo aquel que haga un sacrificio por México no es un infeliz pendejo y la
patria en verdad vale algo. Es la
conclusión a la que llegamos mi compadre y yo después de mucho discutir y hasta
de mentarnos la madre.
--Y según nos han dicho usted escribe y estuvo en la
bola, don Guillermo, de ahí que lo buscamos –dijo Zaragoza.
--Si, usted es el bueno –concluyo Cástulo.
--En efecto –admite Prieto—tuve el honor de ser
parte del estado mayor de don Gabriel Valencia.
Y ya les he dicho que tomo la pluma tanto para comer y tanto para
saciar, sí, mi vanidad de creerme escritor.
Pero no sé si estaré a la altura de lo que piden.
--Pamplinas –contesto Zaragoza--. ¿Qué se necesitara?
--No tenemos ni un tlaco entre los dos –advierte
Cástulo.
--No señores, no es cuestión de dinero. Aunque si se va a necesitar vino, para las
musas, y eso requiere dinero.
--Ah caray –dijo con desconcierto Zaragoza.
--No se preocupen, señores. Tengo en un escondite un fistol de plata que
me regalo el licenciado Rugiero [1]. Lo
llevare al monte de piedad y me hare de suficiente dinero para poder estar
libando y comiendo los tres por una semana.
Con ustedes sosteniendo la barricada creo que podemos aguantar un sitio
en forma y ni todo el ejército de Scott tomaría esta casona. Y las musas, esas viejas ingratas, nos
bailaran y nos tocaran la pandereta, ¡vive Dios que sí!
--¿Entonces si nos va a ayudar don Memo?
--Señores, en nombre de sus heridas y de su
sacrificio y por haberme metido a mi casa cuando dormía la mona en la calle, lo
menos que yo puedo hacer es ser, si, su memoria. Cuenten conmigo, sargento Zaragoza y cabo
Romero. Yo os tratare de inmortalizar.
[1] El
Lic. Rugiero es el personaje principal de la novela “El Fistol del Diablo” de
don Manuel Payno, contemporáneo y conocido de Prieto.
Ha caído la noche una vez más. Bajo los arcos de la casona que ven rumbo al melancólico
patio con la fuente seca los tres hombres han improvisado una gran mesa y
sillas. Hay unas botellas ya vacías y
otras esperando ser ajusticiadas. Hay
tabaco también. Hubo, si, una partida de
domino y por fortuna el ciego podía sentir las bolitas de las fichas. Pero ya van varias horas que se dejó de jugar
y Prieto tiene ya un cuadernillo casi lleno de apuntes con los recuerdos de los
dos lisiados.
--Pero ambos, el gringo y el comanche huelen a mil
rayos –continua Zaragoza explicando--.
Los conocemos bien. Allá en el
norte los hemos combatido a ambos.
--¿Quién huele peor y por qué? –pregunta Prieto.
--El gringo. Vera, el comanche se unta manteca de oso o de búfalo
para que lo proteja de los insectos –explica Romero--. El gringo no se unta nada. Se pone como camarón bajo el sol. Y huelen gacho porque están peleados con el
agua. Nunca se bañan y además no la
toman los cabrones sino que toman puro whisky.
Así que nomás están suda y suda whisky y haciendo cascara sobre el
pellejo.
--¿Y quién creen que es peor adversario?
--Sin duda el comanche, don Guillermo –admite
Romero de inmediato.
--¿Y eso?
Los gringos traen artillería.
--Mire usted, don Guillermo –dice Zaragoza--. Podíamos oler al ejercito gringo desde lejos
amen que la polvareda que levantan los delatan.
Pero el comanche es más cabrón.
Se infiltra en tu guarnición sin que nadie lo detecte para robar comida
para llevarle a su familia. Lo descubres
tal vez en la bodega vas por maíz para hacer tortillas. Y es entonces cuando lo hueles. Pero para entonces es ya muy tarde. Y lo que resulta es a un compañero con el pescuezo
rebanado y la bodega vacía y del comanche ni sus putas luces.
--Sea, pero, caballeros, retomemos el camino
–indica Prieto--. Estaban ustedes en las
barricadas de Monterrey, ¿no es así?
--Si, la mitad del tercero ligero estaba en el
arzobispado y a nosotros, con la otra mitad, nos tenían en las barricadas junto
al rio –indica Zaragoza apuntando a un croquis improvisado que ha dibujado en
el cuadernillo de Prieto.
--Era ya el segundo día del sitio –continua
Romero--. Por nuestro lado los gringos
habían intentado entrar dos veces ya y
lo único que había resultado era un montón de cadáveres uniformados de azul
frente a nuestra barricada.
--Es que el tercero ya no les teníamos respeto a
los gringuitos, don Guillermo –explica Romero--. Teníamos ya años dándonos de plomazos con
ellos. Ya no les teníamos miedo. Por muy grandotes y arrogantes que eran los
habíamos visto caer despanzurrados. Y ya
abiertos en canal berreaban como cualquier otro marrano en sacrificio.
--El capitán me ordeno que inspeccionara la
barricada en el camino a Cadereyta –explica Zaragoza—y que les llevara
parque. Eso hicimos yo y mi
compadre. No había novedad. Igual, tenían un montón de gringos tiesos
frente a la barricada.
--Con el calorón ya empezaban a oler –se rio Romero--. Pero ahí fue donde encontré al ahijado. Usted cuéntele compadre.
--Pos sí, mi pinche chamaco, Nachito, estaba ahí el
muy cabrón, como gallito cantando, encaramado en la misma barricada ondeando
nuestra bandera como retando a los pinches gringos a que lo venadearan. ¡Chamaco pendejo! Las balas nomas le zumbaban alrededor. No tendría ni quince años el pendejo.
--Ah caray –contesto Prieto con desconcierto.
--Lo jale de inmediato y le di unos sopapos –admite
Zaragoza.
--Pos de tal palo, tal astilla, compadre –se rio
Romero--. Los compañeros decían que su
muchacho se había batido con huevos.
--Pos sí, pero no tengo más hijos –explico Zaragoza—y
si me lo matan me va a llevar la chingada.
Yo le había prohibido que saliera de su casa. Ansina que desobedeció una orden directa de
un superior, para mi vergüenza. Lo puse
como al perico y lo mande a su casa.
--Pero el muchacho quería pelear, ¿no? –inquiere
Prieto--. Y no era el único chamaco que
le entro a los putazos con los gringos.
--Mire, don Guillermo, allá en el norte agarra uno
muchas mañas –explica Zaragoza--. Yo no
soy muy supersticioso pero cuando nació mi chamaco estábamos surtos en el
presidio de Goliad en Tejas. Era ya de
noche cuando mi mujer lo dio a luz y mire que de pronto la coyotada en el monte
se prendio todita. Era unos aullidos de
la chingada y todo el fortín se despertó dando mentadas de madre. La india comanche que ayudo a mi esposa a
parirlo tenía fama de bruja y me dijo mientras le hacia el nudo en el ombligo: “gran
jefe será este niño y le dará una victoria a tu nación…debéis cuidarlo y
asegurarte que llegue a hombre”. Por eso
le di de cintarazos y lo mande a la casa.
--El caso es que a la larga Monterrey cayó, ¿no es así?
–pregunto Prieto.
--Si y no, don Guillermo –contesto Romero.
--El comandante, mi general Ampudia, sabía que ya
el parque y la comida escaseaba –explica Zaragoza--. Los gringos ya llevaban días sin poder entrar
y cada asalto que hacían era un baño de sangre.
--Sin embargo, habían tomado ya el arzobispado y
desde ahí los cabrones nos bombardeaban –indica Romero y Prieto examina el
croquis y se cerciora que el lugar estaba en lo alto de un cerro que domina la
ciudad.
--Desde el arzobispado –dice Zaragoza abarcando con
su mano el croquis de la ciudad--, la metralla gringa nos llovía de lo lindo y
estaba matando hasta a los civiles.
Vera, las mujeres tenían que ir por agua a los pozos o al rio y ahí era
cuando la metralla las mataba.
--O sea, la plaza no se iba a sostener por mucho
tiempo más –acepta Prieto.
--Si hubiéramos sido nomas nosotros, los del
ejército del norte, pues ahí seguiríamos –asegura Zaragoza--. Todos éramos soldados de presidio y como le
dije ya no respetábamos a los gringos.
--Esos cabrones nomás no iban a entrar a Monterrey
–concluyo Romero.
--Fue entonces que se presentó un oficial gringo,
un tal Grant [2] ante nuestra barricada ondeando una bandera blanca, que creo
que es lo que llaman de parlamento –continua Zaragoza.
--De milagro no lo venadeamos –afirma
Romero--. La tropa no entendía que no se
les tira cuando traen bandera blanca. O más
bien, si sabíamos pero nos encantaba tronar gringos. Le toco la suerte que ahí estaba nuestro
capitán y el entendía de esos menesteres y no dejo que lo enfriáramos.
--Grant lo había mandado su jefe, Zachary Taylor, a
negociar la entrega de la plaza –explico Zaragoza--, pues más o menos mutilaba
el español y tenía fama de tener huevos.
Aunque si lo vide todo pálido y cagado de miedo cuando se acercó a
nuestras líneas caminando entre los montones de cadáveres de sus compañeros. Lo llevamos hasta donde Ampudia tenía su
cuartel.
--¿Lo vendaron?
--pregunta Prieto--. Es lo que se
hace en esos menesteres, para que un parlamentario no conozca los detalles de
sus defensas.
--¿Para qué?
--replica Zaragoza--. Desde el
arzobispado los cabrones podían observar todos nuestros movimientos.
--Entiendo –contesto quedamente Prieto viendo con
admiración a los dos soldados a los que las reglas convencionales de la guerra
obviamente les importaban un cacahuate.
--Ampudia era un zorro y tenía años combatiendo a
estos cabrones –afirmo Zaragoza--.
Podrán decir lo que quieran del cabrón, que era medio pendejón y torpe,
pero de que tenía huevos y que era patriota eso nadie lo puede negar. Ampudia sabía bien que no le iban a mandar ni
madres de ayuda desde la capital. De
continuar el sitio la plaza caería sin remedio y el ejército del norte, el más
chingón que tenía México, el que no les tenía miedo a los gringos, seria
destruido. Así que cuando Grant ofreció
que nos podíamos retirar a Saltillo sin deponer las armas ni entregar nuestras
banderas con mucho gusto acepto la oferta.
--Gracias a Dios la metralla nos dejó de llover y
se organizó la evacuación –añadió Romero--.
Como siempre, nosotros los del tercero ligero éramos la
retaguardia. Salimos de Monterrey
ondeando nuestras banderas y portando nuestras armas y con tambor batiente
mientras los gringos nos veían con recelo.
--Delante de nosotros marchaba Riley y sus San
Patricios –detalla Zaragoza--. A esos
los gringos les mentaban la madre pero los irlandeses ni se inmutaban. Marchaban estoicos bajo su banderota verde
tocando su gaitas sin siquiera responderles el insulto. Y así fue que les dejamos el caserón polvoso
e indefendible que era Monterrey.
[2] Ulises S. Grant, vencedor de Lee en la guerra
civil de EEUU y eventual presidente de su nación.
Es el segundo día del sitio de la casona de
Prieto. Lleva este ya varios cuadernos
llenos. Todavía hay parque (botellas y
comida) en abundancia. El fistol de
Rugiero ha sido generoso. Los tres
hombres, ya amigos entrañables, departen alegremente bajo los arcos de la
casona. La mesa está llena de papeles y
en algunos se observan los croquis de las batallas que reviven Zaragoza y Romero.
En eso se oye tocar a la puerta.
--A la mejor nos vienen a ofrecer parlamento los
gringos –se ríe Prieto--. Dejen veo
quien es.
Prieto regresa a la tertulia acompañado de un
hombre alto vestido elegantemente a la inglesa.
A su lado camina una gran perra negra.
Prieto carga una gran bolsa.
--Señores, les presento al licenciado Rugiero
–indica Prieto--. Es un gran amigo mío.
--Caballeros, es un gran honor –contesta Rugiero
mientras acaricia a su perra y la hace acurrucarse al pie de un arco--, y no
les quitare mucho de su tiempo.
--El licenciado se enteró de que había empeñado el
fistol y gentilmente lo rescato del monte y me lo regreso –explico Prieto.
--Para eso estamos los amigos –dijo quedamente
Rugiero.
--También nos trajo más pertrechos…cuadernillos,
tinta, y vino.
--Ah, pues a su salud –dijo Zaragoza sirviéndole un
vaso de vino a Rugiero.
--Gran honor nos hace caballero –añadió Romero.
Rugiero alza el tarro y brinda con ellos.
--Pero eso no es todo –se ríe Prieto--. Han de saber que el licenciado es rete cabrón. Le consiguió a usted esto, sargento.
Ante los ojos asombrados de Zaragoza Prieto
presenta una prótesis de pierna finamente hecha.
--¿Qué es compadre?
¿Qué es? --pregunta Romero.
--Ay caray, compadre.
--Es una de las prótesis que usaba el general
presidente, don Antonio López de Santa Anna –explica Rugiero y la mención del
nombre causa que la perra gruña quedamente--.
El fulano, como ustedes saben, se pelo rumbo a Cuba escoltado por los
gringos. Justo es que esta prótesis que
olvido aquí Santa Anna sea usada por un patriota como el sargento Zaragoza.
--Póngasela compadre –urge Romero.
Prieto y Rugiero ayudan a Zaragoza a ajustarse la prótesis. El sargento se pone de pie aunque es
sostenido por ambos hombres. Hay un
rictus de dolor en su rostro y algo de sangre se observa en donde el muñón se
empotra con la prótesis.
--Le tomara un tiempo para que el muñón le haga
callo –advierte Rugiero--. Pero valdrá
la pena el sacrificio, créame, sargento.
Santa Anna caminaba sin problema con esta prótesis y solo cojeaba
ligeramente.
--Gracias, licenciado, le agradezco –contesta
Zaragoza volviéndose a sentar mientras Prieto le quita con cuidado la prótesis
y limpia la sangre y baña el muñón con aguardiente.
--Tenga, sargento –dice Rugiero extendiéndole una
botellita--, úntese en el muñón todos los días unas gotas de este líquido. Es el legendario filtro de Fierabras y cura
todos los males de la humanidad. Vera
que tendrá un callote en una semana y podrá empezar a ejercitarse con su
prótesis.
--No les digo, el licenciado es rete cabrón –se rio
Prieto.
--Y ahora, caballeros, me retiro pues tengo otro
compromiso –indica Rugiero y le hace un ademan a la perra--. Vente Zenobia.
--¡Uff! –se ríe Romero--. Ese licenciado ha de ser el diablo don
Guillermo. Aun ciego sentía que tenía
una presencia que impone.
--No hombre, compadre, la que impone es la perrota
esa que trae con él. Hasta parece que
el animal entiende.
--¡Ja ja! Es
lo que dice Payno, que Rugiero es el diablo –se ríe Prieto--. Y dicen las malas lenguas que la perra es una
hermosa mujer que sufre de licantropía y en las noches de luna llena se vuelve
humana. Pero bien, ahora que hemos
recibido refuerzos podemos continuar la campaña y el parque abunda, gracias a
Dios o al Diablo, que se yo. Y bien,
estábamos en el Molino del Rey…
--Al tercero ligero lo asignaron de reserva
–continua Zaragoza--. Estábamos haciendo
vivaque en el cerro. Si viera usted
nuestra sorpresa al ver a los cadetes.
Eran igual que mi hijo. Muy
gallitos y rete pendejos aunque muy entusiastas. Se querían comer ellos solitos a los gringos.
--¿Se acuerda de aquel tenientito de los cadetes
compadre, el tal Barrera?
--De la Barrera, compadre –corrige Zaragoza--. Si, era un catrin muy prendidito, muy pulido,
algo mamón pues creo era hijo de un general.
Nosotros llegamos al cerro todos lamparosos y enhuarachados si bien nos
iba y descalzos si no. Si el tenientito tuvo
ganas de hablarnos golpeado como si fuéramos cadetes a su mando pos se le
aguaron cuando vio nuestras cicatrices y nuestro estandarte todo agujereado por
la metralla gringa.
--Nosotros podíamos ser los padres de esos chamacos
y llevábamos años ya partiéndonos la madre con los gringos –añade
Romero--. Nuestro coronel, don Miguel María
Echegaray, y otros jefes se percataron de que esos chamacos pendejos no tenían
nada que hacer en la bola. Fueron y
hablaron con don Nicolás Bravo, el cual estaba a cargo de la defensa del
castillo. El caso es que don Nicolás no tenía
muchas opciones. Necesitaba gente para
defender el castillo. Don Nicolás pidió
voluntarios dispuestos a quedarse a defenderlo y la mayoría de los cadetes, tal
vez unos 50, incluyendo al tal de la Barrera, se quedaron ahí.
--Mire usted, caballeros, hay que entender el
tablero –explica Prieto mostrando un croquis--.
Molino del Rey y los hechos subsecuentes están entrelazados. La casamata apunta al sur. Es un edificio de piedra de basalto. La artillería gringa le hará los
mandados. Ahí manda mi general don Francisco
Pérez. A su derecha está la división de
caballería de don Juan Álvarez, como cuatro mil jinetes montados en unos ponies
agiles que podrían dominar el campo de batalla en minutos. A la izquierda de la casamata se extiende la
línea mexicana orientada de occidente a poniente. Esta consiste de la artillería del brigadier
don Simón Ramírez. Luego la línea
mexicana tuerce ligeramente hacia el sur, hacia Tacubaya, y ahí en esa curva se
encuentra el Molino del Rey donde se situó la brigada de Oaxaca del general León. Y detrás del Molino se alza el cerro de
Chapultepec. Las baterías en Chapultepec
las manejaba el coronel Cano y cubrían el Molino y evitaban que los gringos se
movieran desde Tacubaya para flanquear a León.
--O sea, los gringos cuando atacaban la casamata
recibían el fuego de la brigada Oaxaca en su flanco –concluye Zaragoza--. Con razón les hicimos tanta matazón.
--En efecto –dice Prieto sonriendo--. Como a las seis de la mañana Worth, el
comandante gringo, ordeno a Garland que tomara el molino. Ese fulano mando a su octavo regimiento de
infantería, comandado por Wright, sobre el molino del rey. Wright tenía además de refuerzo al batallón
ligero de Smith. El caso es que se retiraron del punto pues los oaxaqueños los
diezmaron. Mientras, una brigada al
mando de Cadwaler embistió contra nuestro centro donde estaban las baterías de
don Simón Ramírez. Como pueden ver, el
centro era nuestro punto flaco. Don Simón
Ramírez contaba con que solo con el poder de sus cañones evitaría que los gringos
entraran por ahí pero no le habían dado infantería. Y mientras tanto la brigada de Macintosh
apoyado por piezas de artillería de montaña se iría sobre la casamata.
--Oiga, don Guillermo, nosotros éramos gente de
tropa –interrumpe Zaragoza--. No supimos
nada de esto. Para el caso ¿Quién
comandaba a las fuerzas mexicanas en el molino del rey? ¿Santa Anna?
--No, sargento, Santa Anna estaba a varios
kilómetros y no comandaba nada. Ese fue
el problema. No había nadie al
mando. León, Ramírez, y Pérez no tenían
un jefe en común. Cada uno actuaba a
según le parecía correcto.
--Tal vez así fue mejor y no había un solo pendejo
que la cagara –concluye Zaragoza--. Lo
que si me acuerdo es que nuestro coronel en el tercero desde lo alto del
castillo luego luego se dio cuenta que Ramírez estaba en aprietos. De inmediato sonó la alarma y nos dio orden
de marchar rumbo al centro de la línea mexicana.
--¿Cómo con cuantos elementos contaría entonces el
tercero ligero?
--Éramos ya solamente como dos compañías –dice
Romero--. Tal vez unos 200, si
acaso. Perdimos mucha gente en Monterrey,
La Angostura, Cerro Gordo, y al último, Padierna.
--Bien --continua Prieto rellenando los vasos de
los dos soldados--, creo que ese día el tercero ligero se cubrió de gloria, ¿no
es así?
--¡Vive Dios que jamás olvidare ese día! --exclama Zaragoza--. Echegaray, mi paisano veracruzano, era un
güero de rancho muy entrón. Montaba y
caracoleaba una yegua andaluza rete chula e iba al frente de nuestra columna
seguido por el grupo de la escolta. Nuestra bandera estaba ya hecha girones por
la metralla yanqui y cuando vide a mi alrededor me parecía que éramos ya muy
poquitos los que quedábamos. Pero nadie en
el tercero ligero se rajaba o pensaba en desertar. Al frente se oía el estruendo de la batalla y
podíamos ver la gente de Ramírez castigando a las columnas gringas que se les
venían encima. Mas, carajos, de pronto
la infantería gringa abrumo a los artilleros y las baterías mexicanas
cayeron. Los gringos empezaron a gritar
en son de triunfo. El centro de la línea
mexicana estaba roto y ya empezaban a voltear los cañones esos para usarlos
contra el molino y la casa mata. Y una
gruesa columna gringa penetraba ya por el centro. Iba a ser un desastre.
--Quien lo viera concluiría que ya nos había
llevado la chingada –dijo Romero--. Rota
el centro mexicano los gringos seguros se irían como flecha hacia el castillo y
nada de ahí los detendría y hasta entrarían en la capital pues las garitas
estarían sin guarnicion. Toda la defensa
se vendría abajo.
--Pero no fue así, ¿verdad? –sonrió Prieto.
--¡Qué va! Vera,
el güero Echegaray no era de mucha labia o arenga. Tan solo se paró en los estribos de su yegua
y apunto con su espada al enemigo y con voz potente nos arengo: “¡Tercero
Ligero! ¡Ahí están esos cabrones! ¡Vamos!
¡A ellos!”
--¡Puta madre!
--exclama Romero--. Ese “a ellos”
fue todo lo que necesitábamos. Ahí
estaba el invasor, el que nos quería robar nuestra patria, los hijos de puta
que habían matado mujeres y niños en Monterrey con su metralla. Entramos como cuchillo por mantequilla con
nuestras bayonetas por delante. Les
quitamos las baterías y la volteamos otra vez contra ellos. Los páramos en seco y les arrebatamos varias
banderas y los hicimos correr como conejos.
Si, don Guillermo, éramos solo 200 pero derrotamos ahí mismo, en campo
raso, como a mil gringos. Y la línea
mexicana una vez más estaba incólume.
--Por lo que toca a Garland y a Macintosh, su
asalto contra el molino y la casa mata había fracasado en medio de baños de
sangre –continua Prieto--. Por un
momento toda la línea yanqui casi se desmorona pues don Juan Álvarez movió su
gente y aparentemente iba a cargar sobre el flanco de Macintosh. Pero la gente de Álvarez no le entro con
ganas. Nada más amagaron y eso fue
suficiente para que Macintosh, que ya le habían matado mucha gente, se retirara
de la casamata.
--Pos ya ni la chinga ese don Juan Álvarez –apunto
Zaragoza--. El resto del ejército estaba
echando el alma por delante y el cabrón no se portó a la altura.
--En el molino el general León tenia al Querétaro,
el Libertad, el Unión, y el Mina, todos batallones de guardias nacionales
–explica Prieto--. Su subordinado, el
general Rangel, contaba con el San Blas, el segundo Ligero, el primero de la
línea (el Supremos Poderes) y el doceavo de infantería. El caso es que en cierto momento la metralla
mata a varios jefes claves para la defensa.
El general León, comandante en el molino, cae herido. Se trata de sostener en pie pero está chorreando
sangre. Se lo llevan moribundo a la
retaguardia y León alcanza a gritar “¡No te quiebres Oaxaca!”. O por lo menos eso se me conto después. Dudo que lo hayan oído con la gritería y las
balaceras. Toma el mando el general Matías
Peña y Barragán. Luego también cae
herido de muerte el general Balderas al mando del batallón de Mina. Garland mientras tanto ha recibido refuerzos
y manda al regimiento de Voltigeurs (francotiradores) y al onceavo y noveno
regimientos de infantería contra el molino.
Los yanquis penetran en el molino a pesar de la matazón que les hacen
las baterías mexicanas. Dos veces cambia
de manos el molino. Dos veces lo toman
los gringos. Dos veces lo recuperan los
mexicanos. El general Peña y Barragán se
portó heroico encabezando los contraataques mexicanos. Se pelea por cada cuarto, entre charcos de
sangre y mojoneras de sesos e intestinos.
Ni ellos ni nosotros pedimos o damos cuartel. La lucha es a muerte. La casa mata seguía en nuestras manos pero un
obús yanqui causo que estallara su arsenal y eso le mato mucha gente a don
Francisco Pérez.
--Fue entonces que llego Santa Anna, ¿verdad?
–pregunta Zaragoza.
--En efecto, el general presidente finalmente hizo
acto de presencia en el campo de batalla –detalla Prieto--. En esos momentos Peña y Barragán había vuelto
a tomar el Molino y los gringos se aprestaban a otra embestida. La casa mata se sostenía en pie pero estaba
en llamas. En justicia Santa Anna le
mando órdenes directas a Álvarez que cargara con su caballería pero el sureño
no lo obedeció. Ambos lados estaban ya
exhaustos. Si Álvarez hubiera cargado
hubiera sellado una victoria mexicana.
--El hubiera no cuenta, don Guillermo –contesta
Zaragoza.
--Correcto, sargento –dijo Prieto--. Santa Anna decidió abandonar el campo y
reforzar las garitas de Belén y San Cosme con lo que quedaba del ejército. No sé si fue la más sabia de las
decisiones. Pero no creo que tendría
muchas alternativas.
--En efecto, nos dieron orden de marchar rumbo a la
capital –explica Romero--. Pero el
coronel Xicotencatl le rogo a Echegaray que les dejara aunque sea una compañía
del tercero ligero para reforzar al San Blas que quedaba solito al pie del
cerro.
--Lo más que pudo hacer Echegaray fue darle una
docena bajo mi mando –dice Zaragoza--. Así
fue que esa noche mi compadre y yo y 10 más del tercero acabamos haciendo
vivaque con el San Blas al pie del cerro y entre los ahuehuetes.
--Era el nueve de septiembre de 1847 –concluye
Prieto—y ahora vendría la batalla por el cerro.
--Pues sí, don Guillermo –dice con amargura
Zaragoza--. Pero eso quiere decir que
para defender al cerro solo estaba el San Blas con una docena del tercero, los
50 chamacos en el cerro, más la poca gente de leva que don Nicolás y Cano habían
podido juntar. Era imposible que
aguantáramos.
Es de
madrugada. Prieto despierta. Se oye el suave roncar de los dos
soldados. Prieto se incorpora y se pone
un jorongo encima para protegerse del frio.
Llega bajo los arcos. La lluvia
es constante. Prieto encuentra su levita hecha lio sobre una silla y busca en
una bolsa tabaco y papel. Sus dedos
tocan el fistol del licenciado Rugiero.
Prieto
sostiene el fistol y el cielo se despeja un momento y un rayo de luz lunar
alumbra el objeto. El tiempo se desvanece. Prieto siente la tierra desaparecer a sus
pies.
Tal vez
Prieto se desmayó. Cuando despierta se
encuentra en un lóbrego sótano. En
medio de este una fogata casi apagada esparce una luz tenue. Alrededor de Prieto hay varias docenas de
hombres durmiendo sobre burdos petates.
Estos hombres están vestidos con unos uniformes que son más harapos que
ropas propiamente. Prieto reconoce el
uniforme. Es el del San Patricio.
--¡Feldwebel
Schultz! –gime un jovencito pelirrojo.
Un
hombrón de mediana edad se incorpora de una esquina y se postra pesadamente
junto al jovencito.
--¿Qué os
pasa Callaghan, my boy? –pregunta el teutón.
--¿Ya
amaneció?
--En una
hora más creo yo.
El joven
pelirrojo gime y no aguanta las lágrimas.
--Ach, tú
necesitas un trago de whisky. Pero
obviamente estos cabrones no nos van a dar tal.
--No es
correcto que nos traten así –protesta el jovencito--. Vive Dios que tengo un hambre del carajo.
--Sean,
estos hijos de la gran puta nos consideran traidores, tú lo sabes bien.
--¿Crees
que hoy nos ajusticiaran?
--Sera
cuando se le hinchen los huevos a Scott de hacerlo. Maldita sea la puta que pario a ese schwein.
El
jovencito vuelve a llorar sin consuelo.
--Ten
–dice el teutón extendiéndole un cigarro de hoja y prendiendo un cerillo--. Los mexicanos que sirven a los yanquis de
criados nos han hecho llegar del tabaco ese que fuman aquí. Huele a mil rayos pero espanta el hambre.
El
jovencito toma una bocanada del cigarro.
--Esto no
es tabaco, Heinz.
--Nein. Definitivamente no lo es. Pero está muy bueno. Calma los nervios.
En
efecto, después de varias bocanadas el jovencito se ha sosegado y eventualmente
se queda dormido en posición fetal sobre el petate.
--Duerme
bien, hijo –dice el teutón mientras fuma plácidamente a su lado--. No mereces morir tan joven. Pero la vida es cruel e injusta. No tuve el corazón de decírtelo, Callaghan,
my boy, pero Riley me aviso que hoy nos van a ajusticiar. Sera en el momento en que los yanquis tomen
el castillo. Sera entonces que nos
ahorcaran.
Prieto
sabe instintivamente que es tan solo una sombra, un espectro, y que los del San
Patricio no lo pueden ver. Con esa
certeza atraviesa la gruesa puerta sellada que es la única entrada al sótano y
emerge en una iglesia. Varios soldados yanquis
están dormitando en esta. Prieto emerge de
la iglesia y camina entre el vivaque de las tropas yanqui. Llega a donde están los centinelas y estos no
lo detienen. Luego con la ligereza que
solo poseen las sombras Prieto atraviesa una campiña surcada de canales. Frente a él se alza la mole del cerro del
chapulín. Prieto oye un gallo
cantar. El alba se aproxima. Prieto sabe instintivamente la fecha. Es el 13 de septiembre de 1847. Prieto llega adonde comienzan los ahuehuetes
que cubren la falda del cerro. Prieto
suspira. ¡Cuántas veces, de niño, había
jugado entre esos árboles milenarios que fueron plantados por el rey poeta
Netzahualcoyotl! Pero ahora el bosque de
sus recuerdos de infancia ha cambiado. A
su alrededor están los vivaques de un ejército.
Y este es mexicano.
--Este es
el batallón de San Blas –murmura Prieto quedamente aunque aparentemente no hay
quien lo pueda ver.
Prieto camina entre el vivaque de los del San
Blas. El campamento comienza a
despertarse. Prieto nota la diferencia
en el armamento de los nayaritas comparada con las armas que vio en el
campamento yanqui.
--Esas putas morenas lichas no matan a más de 150
metros –maldice Prieto viendo los fusiles que portan los centinelas del San
Blas--. Además, dudo que la mitad de
esta gente haya siquiera disparado antes su mosquete. Tal vez ni parque tengan los infelices.
--Quien quiera que sea usted, sea anima o mortal,
no tiene derecho a hablar mal del San Blas –dice una voz a espaldas de Prieto.
El poeta voltea.
Ante él está un hombre de buenas carnes con un pulcro uniforme y que
porta un par de pistolones en la faja.
--Mi coronel Xicotencatl –responde Prieto
reconociendo al comandante del San Blas y haciendo una inclinación a manera de
saludo pues se sabe vestido de civil--.
¿Pero cómo?
--¿Que como es que os he visto?
Tal vez porque mi hora viene y de tal entendimiento
soy provisto.
Sois insubstancial y en las sombras os confundes.
Siento mi muerte y miedo ya no me infundes.
Ea, pues, abreviad pues la vida se me escurre
y decidme que deseáis.
No os temo, repito, temo al tiempo que transcurre
y os daré lo que buscáis.
Sois insubstancial y en las sombras os confundes.
Siento mi muerte y miedo ya no me infundes.
Ea, pues, abreviad pues la vida se me escurre
y decidme que deseáis.
No os temo, repito, temo al tiempo que transcurre
y os daré lo que buscáis.
--Tan solo vengo a dar fe de los hechos don
Santiago.
--Seguidme entonces –indica Xicotencatl con voz
acerada.
Xicotencatl y la sombra de Prieto caminan entre los
vivaques. Varios de los soldados se
paran y saludan cruzando el brazo sobre el pecho al ver a su comandante. Xicotencatl reconoce a varios y los saluda
por su nombre. El respeto y la lealtad
que le muestran sus hombres son evidentes.
--No sé qué seáis, sombra, si ángel o demonio.
Pero bienvenido sois si podéis dar testimonio.
Hete aquí al San Blas, sombra, y en sus pobrezas no
hay vergüenza.
Ni le temen a este día que tan glorioso
comienza.
¿Oís el canto de los gallos, del tzenzontle, y el
murmuro del viento entre los ahuehuetes?
¿Oís el jurar de los arrieros, la charla de las
soldaderas, y el trote de los jinetes?
Ah, qué bueno que los gringos se portan
civilizados.
Todavía no comienza el baile ni hay despanzurrados.
Tiempo hay para un café de olla y una tortilla
recién hecha a mano. Podre morir feliz y
recordar por la eternidad el haber sido mexicano.
Hete aquí al San Blas, os repito, ánima.
Son 300 por los que dudo alguien derramara lágrima.
¿Queréis dar testimonio?
Escuchad bien, o ángel o demonio:
Id y decidle a los mexicanos que aquí caimos, en defensa de la nación.
Y que si ellos toleran a más tiranos no queremos de ellos veneración.
Si, ángel o demonio,
recordad y dad este testimonio.
recordad y dad este testimonio.
Aquí caímos y entre los ahuehuetes nos
pudrimos.
Sabed que solo los libres patria tienen
y que los esclavos a un amo mantienen.
y que los esclavos a un amo mantienen.
Y si con las raíces de
estos ahuehuetes nos confundimos,
sea, de ello nosotros nos alegramos
pues a estos nobles arboles nos integramos.
¿Qué miedo a la muerte tiene quien nace y crece
hombre y luego nace y crece ahuehuete?
Id pues, sombra o demonio, anda, vete,
y llevad este testimonio que ya mero empieza el
sainete.
--Despierte, don Guillermo –dice Zaragoza
sacudiendo ligeramente al poeta.
Prieto vuelve en sí. Siente cierta desilusión por abandonar el
trance.
--¿Cuánta gente tenía Xicotencatl?
--Cálculo que unos 300 don Guillermo.
--¡Santo Dios!
Clarito lo oí decir “id y decirle a los mexicanos”. ¡Y el número era 300!
--¿Y que con ello, don Guillermo? Casi todos murieron al pie del cerro.
--No compadre –corrige Romero--. Al anochecer del día 12 se pelo mucha gente. Solo amanecimos 300.
--¿Y qué chingaos tiene que ver si solo eran 300 al
pie del cerro?
--Ay, muchachos, ustedes no han de saber nada de la
Grecia antigua ni de Esparta, ¿verdad?
--Pos no, don Guillermo –admitió Zaragoza--. No es requisito ser muy instruido en el ejército
mexicano.
--Yo creo que hasta ayuda ser pendejo para hacer la
carrera de las armas, compadre, mire a nuestros generales –añade Romero--. Parece que para ser general era requisito ser
pendejo.
Zaragoza le sirvió un plato con chilaquiles y café
de olla. Prieto noto que traía puesta la
prótesis de Santa Anna.
--¿Qué tal la pata?
--Dormí con la prótesis. Quiero que se haga callo. Aunque al despertarme note algo de sangrado.
--Va a tomar tiempo –responde Prieto--. Yo me acuerdo que el mismo Santa Anna nunca
estuvo a gusto con sus prótesis. Siempre
le dolía a pesar de que le hacían traer las más lujosas desde Europa.
--¿Y cómo fue que Santa Anna perdió la pata?
–pregunto Romero.
--Fue en el 38 –recuenta Prieto--. Un pastelero francés había sido robado por
unos pretorianos durante uno de tantos golpes de estado. Puso queja en la embajada y la deuda inicial,
que eran como cien pesos, creció hasta miles de pesos. De ahí que Francia mando una flota a sitiar Veracruz
y desembarcaron una fuerza expedicionaria, me imagino que a comprar tiliches en
el puerto. Bien, Santa Anna, que se
encontraba en su hacienda de Xalapa y recién había regresado de Tejas se enteró. Decidió que podría así lavar su reputación y
se puso al frente de la guarnición de Veracruz.
Para esto los franceses ya estaban regresando a sus buques después de
comprar sus recuerditos. El parte de
Santa Anna dice que logro hacer que huyeran los franceses después de hacer 40
cargas a bayoneta calada.
--¡40! –se rio Zaragoza.
--Heroicas cargas, debo corregir –continuo
Prieto--. El caso es que en una de esas
uno de los buques franceses le soltó un obús a los mexicanos con tal fortuna
que le mato el caballo y le voló la pierna a Santa Anna.
--Carajos, con tantito más y lo hubieran matado –añadió
Romero--. Yo creo que hay que alzarle un monumento al artillero francés ese.
--Estaría de acuerdo en alzarle un monumento si nos
hubiera hecho bien el trabajito –dijo Prieto--.
Pero bien, regresemos a Chapultepec.
Era el 13 de septiembre. Ustedes están
entre las filas del San Blas.
--En efecto, somos 20 efectivos del tercero ligero
y su servidor tiene el honor de mandarlos –explica Zaragoza.
--¿Y qué paso?
--Pues los gringos empezaron a bombardear nuestras
líneas pero nosotros estábamos dispersos al pie del cerro –explica Zaragoza.
--Nos guarecíamos entre las peñas pero aun así la
metralla nos llovía –recuerda Romero.
--Nos empezaron a matar gente y ni modo, no
podíamos sino aguantar la metralla serenos como dicen los poetas.
--Ni madres de serenidad –responde Prieto--. Cuando te llueve metralla te vas a mear o
cagar. No es deshonra.
--Los gringos se acercaron en filas cerradas –recuerda
Zaragoza--. Nuestros jefes nos ordenaron
reformar la línea y los esperamos.
--Nuestras morenas lichas no los matarían a menos
que estuvieran a unos cien pasos –continua Romero--. Afortunadamente no le iba a faltar parque al
San Blas.
--Momento, muchachos, ¿Qué línea iban a formar si
solo son unos 300? --dice Prieto--. Acaso iban a cubrir unos 200 metros al pie
del cerro.
--Pues si y los yanquis lo sabían.
--Eran un chingo los cabrones.
--Claro, era toda la división de Pillow –explica Prieto--. Los iban a hacer a un lado sin sudar siquiera
o bien los iban a rodear.
--Pues si, don Guillermo, tal hubiera ocurrido si
arriba del cerro no hubiera empezado a tronar nuestra artillería –explica Romero.
--Hasta retemblaba la tierra con los obuses que le llovían
a los gringos –recuerda Zaragoza--. Y
aun así avanzaban esos cabrones y fue entonces que les vaciamos las morena
licha.
--Los páramos en seco, don Guillermo.
--Se retiraron huyendo como conejos. Sus oficiales les daban de fuetazos para
reorganizarlos.
--En efecto, en lo alto del cerro el coronel Cano
mandaba la artillería y la servían los cadetes y la tropa que todavía le
quedaba a mi general don Nicolás Bravo.
--Se dejaron venir otra vez y se veían enardecidos
los cabrones. Eran unos cabrones
grandotes y colorados.
--Pillow mando un regimiento de marines a romper la
línea del San Blas –detalla Prieto.
--Pos no tengo idea que carajos eran esos amigos –admite
Zaragoza-- pero les volvimos a recetar lo mismo. Nomás no iban a pasar. Les matamos mucha gente y se retiraron igual
con la cola entre las patas.
--Fue entonces que nos comenzaron a venadear –explica
Romero--. Ellos tenían rifles de largo
alcance con mira telescópica y comenzaron a matar a nuestros jefes.
--Cayo el soldado que portaba la enseña del San
Blas de un plomazo de un francotirador –recuerda Zaragoza-- y don Santiago
Xicotencatl la levanto y empezó a recorrer nuestras líneas mostrándonosla y hablándonos
bonito, aunque, le diré, apenas se le oía entre el ruidazo de la batalla.
--Vive Dios que al ver eso todos nos decidimos a
hacernos matar ahí –dijo Romero--. Ningún
gringo iba a cruzar nuestra raya mientras estuviéramos vivo.
--¡Válgame Dios, muchachos! Con razón quieren que esto no se pierda en la
memoria –dice Prieto--. ¡Infeliz el
pueblo que no recuerda esta epopeya!
--Pues no tardo un gringo en venadear a don
Santiago y le asesto un plomazo.
--Cayo, pero se levantó, aunque chorreaba sangre, y
seguía ondeando la bandera esa.
--La tormenta de acero que nos hacía llover la artillería
gringa se intensifico –explica Romero--.
La metralla llovía como granizo y la mayoría del batallón ya había caído.
--Le asestaron otro plomazo a don Santiago
–recuerda Zaragoza—y finalmente cayo. El
único oficial que quedaba ordeno que se llevara a don Santiago a retaguardia
envuelto en el estandarte del batallón.
--Por eso los gringos no capturaron la bandera del
San Blas. Fue el sudario de don
Santiago.
--Fue entonces que se dejaron venir otra vez los
gringos –recuerda Zaragoza--. Ya
estábamos muy mermados y fue inevitable que nos vencieran.
--El compadre y yo éramos lo único que quedaba del
piquete del tercero ligero –explica Romero--.
Junto con 20 sobrevivientes del San Blas nos pelamos rumbo al castillo
en el cerro.
--Don Nicolás nos asignó a apoyar a los chamacos
–explica Zaragoza—pues éramos tropa veterana.
--Ahí arriba lo que teníamos eran unos cañones
viejos que habían dejado los españoles.
--Hasta tenían la insignia de un rey en ellos –-se rio
Zaragoza.
--Pero los chamacos los estaban manejando de lo
lindo manteniendo un fuego constante y castigando a la infantería gringa.
--Pero se iban acercando y parecían conejos
saltando entre los ahuehuetes para evadir nuestro fuego.
--Teníamos que mover los cañones para inclinarlos
hacia la ladera del cerro y eso no era fácil.
No pudimos hacerlo con muchos y eso les facilito a los gringos escalar
el cerro.
--El hecho es que no teníamos infantería allá
arriba para que los venadearan con fuego de fusil. No habría manera de rechazar a los gringos
una vez que pusieran pie en el parapeto.
--Fue entonces que no se si porque un chamaco
pendejo la cago al cargar el cañón o un obús gringo le pego a la pieza pero el
caso es que la pieza estallo. Y así fue
como caímos heridos –continua Romero--. Yo perdí la vista y el compadre perdió
la pata.
--Pero, ¿y los chamacos? ¿Se batieron valientes como se cuenta? Sé que Cano se hizo matar arengando a los
defensores.
--Nosotros no vimos caer el castillo, don Guillermo:
yo porque estaba ciego y mi compadre porque había desfallecido por la pérdida
de sangre. Si alcance a oír la gritería típica
de cuando se combate cuerpo a cuerpo.
Era evidente que los gringos habían entrado al castillo.
--Yo no sé si los chamacos huyeron o no. Lo dudo, don Guillermo. Ese día los mexicanos mostraron huevos tanto
al pie del cerro como en lo alto del castillo.
--Se lo suplico, don Guillermo, si pone vuecencia estos hechos al papel
no deje que se olvide lo escrito.
--Tal hare, muchachos. Cuenten
con ello.
--Bien, don Guillermo, mañana, con la fresca, partiremos.
--Ya bastante lo ladillamos.
--¿Se regresan a Monterrey? ¿Cómo?
--Somos infantería –ríe Romero--.
Caminaremos.
--Además ahora tengo la pata de Santa Anna.
--Vive Dios, muchachos, tened –dice Prieto vaciando su bolsillo--. Es todo lo que tengo lo necesitareis. Es más, llévense el fistol.
--No, don Guillermo, el fistol mejor no.
--Luego luego se nota que tiene hechizo.
--Mejor quédese con él, don Guillermo, para que le embruje las musas.
--Vale, muchachos. Se cuidan
mucho.
Y a la mañana siguiente, con la fresca, Prieto vio a los dos lisiados
salir de su casa y caminar rumbo al norte.
--¡A ellos tercero ligero! –ordeno Zaragoza.
VIII. La Muerte de los Irlandeses
13 de septiembre
Unos 40 hombres se encuentran parados en unas
carretas, todos bajo un cadalso con una soga al cuello. Se trata de los prisioneros del San Patricio. En lontananza se ve el cerro del chapulín y
la batalla que está tomando lugar.
El sargento Murphy es irlandés y odia a rabiar a
los San Patricios y los insulta con gran saña.
--¡Escuchen bien malditos traidores! En el momento en que arríen el pabellón mexicano
y alcen el de Estados Unidos daré la orden para que las carretas avancen y
ustedes bailen por última vez.
Pero la batalla arrecia y los prisioneros hasta
lanzan vivas a México cuando ven a los del San Blas detener a los marines. Inevitablemente el clímax de la batalla se
aproxima. Las líneas azules se ven
rebasar al San Blas y subir el cerro.
--¡Sargento Murphy! –exclama Callaghan.
--¿Qué diablos quieres desgraciado?
--¿Vos sois también de County Cork, verdad?
--Sí, pero mi madre no pario traidores.
--Vale. Pero
seguramente sois magnánimo con un paisano irlandés que está a punto de morir. Erin go bragh, you know.
Murphy vacila por un instante.
--¿Qué diablos queréis?
--Quiero fumarme un carrujo de esos que fuman los
mexicanos.
Tengo uno en la bolsa. ¿Podréis ponérmelo
en la boca?
Tal hace Murphy.
--Bien, ¿ahora podéis darme lumbre, mi querido sargento
Murphy?
--No tengo pedernal.
--Oh, eso no es problema, estimado sargento Murphy –dice Callaghan
sonriendo--. Tome vuecencia algunos de los pelos
rojos que tenéis en el culo y servirán de flama para prenderme el carrujo.
Murphy le asesta una cachetada a Callaghan que
causa que pierda el carrujo. Pero la
risa del resto de los condenados no la puede parar.
Nota: este hecho es historico.
Nota: este hecho es historico.
Minutos después se ve arriar la bandera mexicana
sobre el castillo y Murphy da la orden de que avancen las carretas.
Corría el mes de
septiembre de 1847. La ciudad de México
había caído ante la bota yanqui. Estos se
habían robado a medio México. No faltó quien
le preguntara a don Guillermo Prieto que había que hacer. Esto contesto el poeta y su mensaje
transciende al tiempo y se aplica en nuestros días.
“Venís ante mí
llorando por la victoria del extranjero.
En efecto, hacen vivaque en nuestras plazas y su bandera ondea arrogante
sobre nuestros palacios. Se mofan de
nuestras costumbres, del color de nuestra piel, de las tumbas de nuestros
viejos, de nuestro hablar, y, peor, de nuestra hombría. Nos tratan con desdén y se sienten los dueños
de México.
Decís que somos
perdidos y que debemos aceptar su voluntad.
Incluso los admiráis, no lo neguéis, y creéis que ellos os gobernaran
mejor que los tiranos, los muy nuestros tiranos, que nos traicionaron. Pensáis que así tendréis tranquilidad. Tomad ese camino si lo deseáis. Seréis como que el perro que suplica a su amo
migajas. Y este las da, si, no muy
generosas ni muy frecuentes, pues lo desprecia.
Yo os digo que no
debéis claudicar. ¡Especialmente si ya perdimos la patria! Sabed que sois
libres pues no os queda ya nada que perder. ¡Nada! ¡Ni siquiera queda el miedo
a la muerte! Ah, ¡qué cosa tan hermosa y curiosa es la nada! Justifica
cualquier nil desperandum al que os abrazares y permite concentrarnos en lo que
hay que hacer, sin menoscabo del pasado.
Volvamos otra vez a
forjar la patria, de la nada, si, de la nada. ¿Con que? ¡Pues miraos vuestras manos! Tenemos todo para hacerlo. Vuestra sangre es
buen mortero y vuestra piel no es más que barro, tal y como se lee en el libro
de los judíos. Sangre y barro y mucho
amor a México es lo que se necesita para reconstruirlo.
Si, México ha
caído. ¿Y qué? Acordaos que igual cayó el nazareno cuando cargaba
su cruz y aun así se volvió a levantar. ¿Por
qué no podemos hacer nosotros igual? Acordaos
que México se escribe con equis y ya lleva su cruz en su nombre. ¡Ea,
levantaos! Poneos en pie, como podáis,
con lo que podáis, alzad esa cruz que llevamos en el nombre y seguid adelante.
Os preguntáis como
seguir adelante. Pues oponedle
resistencia al extranjero y a sus siervos.
Estos últimos son los esclavos contentos y los traidores que nunca
faltan. Resistid con cada gota de sangre
y sudor que derraméis. No esperéis ni
deis misericordia. Estorbadle sus designios con las barricadas que podáis
alzar. No importa si el estorbo es modesto.
Lo que importa es que no pueda pasearse tranquilamente sin encontrar
obstáculos a su tránsito y designios.
El extranjero sabrá
entonces que no nos ha vencido, que no nos ha doblado, que todavía quedan
mexicanos, y que por ello nunca podrá decirse enteramente dueño de México. Y es que el extranjero temerá pues bien sabe
que cualquier braza prendida puede convertirse en un incendio. Sabed que tanto el valor como el miedo se
contagian. Y no se necesita más que de
unos cuantos mexicanos para convertir a México en una hoguera.
Y no, no importa si
el tirano extranjero o los traidores nos ajustician. Para eso es la cruz que lleva en su nombre
México. Que sirva para marcar nuestra
tumba. Honra hay en morir como mexicano y ninguna en vivir como esclavo de un
amo extranjero.” – Guillermo Prieto septiembre de 1847
FIN
Mario Quijano Pavón
Mario Quijano Pavón
No hay comentarios.:
Publicar un comentario