El tercero de la foto por Juan
Forn (página12, Buenos Aires, Argentina, 16/10/2015)
Todos conocemos la imagen: se ha
vuelto ícono e incluso estatua, sólo que en la estatua se eliminó a uno de sus
tres protagonistas. No es una crítica ni una denuncia: también nosotros
eliminamos mentalmente de la foto a aquel flaquito pelirrojo que parecía estar
de prestado en la escena. El año era 1968: la masacre de MyLai en Vietnam, el
Mayo francés, los asesinatos de Martin Luther King y Bobby Kennedy en Estados
Unidos, los tanques rusos acabando con la Primavera de Praga, la matanza de
Tlatelolco y, apenas unos días después, empiezan las Olimpíadas, precisamente
en México, con la sangre de los estudiantes muertos todavía fresca.
En la final
de los 200 metros llanos, el podio es ocupado por dos atletas negros
norteamericanos y un australiano, bastante más bajito y esmirriado que ellos.
Los dos negros suben a recibir sus medallas descalzos y con un guante negro
cada uno, y cuando suena el himno americano bajan sus cabezas y alzan el puño
enguantado, haciendo el saludo de los Panteras Negras (iban también descalzos,
en alusión a sus hermanos de raza de los algodonales de Luisiana, que no tenían
derecho a usar calzado). La foto dio la vuelta al mundo: en el reino de la
confraternidad ecuménica a través del deporte, hacía su fulminante ingreso la
protesta política. Casi medio siglo después me escribe un lector, uno de esos
lectores exigentes que es una bendición tener, y me pide que cuente la historia
de la foto y del blanquito que aparece en ella de prestado: el australiano
Peter Norman. Yo tenía ocho años en 1968, y había sido educado en los valores
del Barón de Coubertin: me acuerdo todavía de la consternación que despertó
aquel episodio pero, como el resto del mundo, lo ignoraba todo sobre Peter
Norman.
Los velocistas negros Tommie
“Jet” Smith y John Carlos sabían, desde principios de 1968, que tenían chances
seguras de ganar medalla: sus tiempos eran cada vez más mejores, no tenían
rivales a la vista, el oro estaba entre los dos. También eran miembros de un
grupo de atletas que habían creado el OPCR (Programa Olímpico por los Derechos
Civiles) que apoyaba la lucha contra la segregación racial. Ante el desdén del
Comité Olímpico por sus pedidos decidieron que, al subir al podio, portarían un
distintivo de la organización como protesta. Smith había nacido en Texas, el
séptimo de once hermanos, era hijo de un peón de los algodonales. Carlos era de
Harlem, hijo de un zapatero remendón. Ambos tenían en claro por quién corrían.
En las rondas preliminares arrasaron con sus rivales y en la final también
picaron ambos en punta, Carlos a la cabeza y Smith mordiéndole los talones
hasta que en el sprint de los últimos cincuenta metros superó a su colega y ya
estaba alzando los brazos cuando vio por el rabillo del ojo al australianito
Norman, que había hecho toda la carrera en sexto lugar, achicando a trancazos
la distancia hasta instalarse como una cuña entre ambos.
Para entender cabalmente la
escena hay que decir que Norman medía casi veinte centímetros menos que los dos
afroamericanos: cada tranco de ellos era tranco y medio para él. Sin embargo
algo le había pasado desde su llegada a México: no paraba de mejorar sus
tiempos. Hasta entonces no alcanzaban a hacer sombra a los de Smith y Carlos,
pero ahora estaba ocurriendo lo imposible. Norman hizo los 200 metros en 20.07,
una marca que nadie había logrado hasta entonces. Obligó a “Jet” Smith a dejar
la vida en esos últimos metros y convertirse así en el primer atleta en el
mundo en bajar la barrera de los veinte segundos (clavó la aguja en 19.86).
Carlos quedó en tercer lugar, con sus 20.10.
En el vestuario antes de subir al
podio, Smith y Carlos encararon a Norman y le avisaron lo que iban a hacer. El
australiano venía de una familia de “salvos” (así llamaban en su país a los
voluntarios del Ejército de Salvación). Cuando Smith y Carlos le preguntaron si
creía en los derechos civiles y en la igualdad ante Dios, contestó: “Creo que
todo hombre tiene derecho a beber la misma agua. Creo en lo que creen ustedes”.
Y a continuación señaló el distintivo del OPCR y preguntó si tenían uno para
él. Otro atleta norteamericano le dio el suyo. Smith y Carlos se preguntaban de
dónde había salido ese blanquito que pensaba más en lo que estaban por hacer
que en su medalla de plata. En el revuelo descubrieron que se les había perdido
un par de guantes. “Que cada uno use uno”, sugirió con practicidad Norman.
Desde el podio no pudieron apreciar del todo lo que pasaba en las tribunas: el
estadio entero en silencio cuando, con los primeros compases del himno, Smith y
Carlos alzaron su puño enguantado.
Ambos fueron desafectados y
expulsados de la Villa Olímpica en cuanto bajaron del podio (al atleta que le
dio el distintivo a Norman también lo suspendieron). Apenas volvieron a casa
empezaron los problemas. Uno de ellos terminó lavando autos en Texas, el otro
cargando bolsas en el puerto de Nueva York. Les escribían insultos en la puerta
de sus casas, cada noche sonaba el teléfono con amenazas anónimas. Debieron
pasar más de diez años hasta que pudieron volver al mundo del atletismo, ya
como entrenadores, y después como portavoces de la igualdad en el deporte.
Para Norman fue peor. En
Australia, las minorías raciales sufrían una forma más silenciosa pero igual de
cruel de discriminación (en el censo nacional de 1968 se contaron las ovejas
pero no los aborígenes). Expresar apoyo a la equidad racial fue condenarse al
ostracismo. No sólo se le hizo difícil seguir corriendo; tampoco conseguía
quién le diera trabajo. Repetidas veces lo invitaron a pedir perdón por el
episodio de México, pero él se negó, y siguió entrenando por las suyas y
logrando tiempos superiores a sus rivales. En los cuatro años siguientes batió
trece veces la marca de calificación en los 200 metros para ir a las Olimpíadas
de Munich en 1972, pero no lo convocaron al equipo nacional y, por primera vez
en la historia de los Juegos, Australia no tuvo sprinter en las finales de 100
y 200 metros. Norman intentó dedicarse al fútbol australiano profesional pero
una lesión en el tendón de Aquiles lo puso al borde de perder la pierna por gangrena.
Se hizo adicto a los calmantes que le recetaban, luego alcohólico, luego se
recuperó y empezó a militar en el sindicalismo y trabajar en una carnicería.
Usaba su medalla olímpica para trabar la puerta de su departamento.
Cuando se anunció que Australia
organizaría los Juegos en el 2000, se ilusionó con que lo incluyeran en los
festejos. Los organizadores de Sydney invitaron a todos los medallistas
olímpicos australianos a desfilar el día de la inauguración, pero a Norman no
sólo lo excluyeron del desfile: ni siquiera le mandaron entradas para ir al
estadio. Era el mejor velocista de la historia australiana pero no existía.
Incluso en la estatua que se había erigido en el campus de San José,
California, conmemorando aquel podio de México 68, el segundo lugar estaba
vacío.
Murió sin que nadie le pidiera
perdón, el 9 de octubre de 2006. Los ya sexagenarios Smith y Carlos viajaron
hasta Melbourne y llevaron el féretro en el funeral. La banda que acompañaba el
cortejo tocaba “Carrozas de fuego”. El sobrino de Norman, Matt, había hecho un
documental sobre su tío: no consiguió financiación en su país, pero logró
terminarla igual. Después de colarla en el circuito de festivales y cosechar
media docena de premios, el Comité Olímpico declaró el 9 de octubre Día Mundial
del Atletismo. La marca de 20.07 sigue sin ser superada en Australia hasta el
día de hoy. Ningún otro record en el atletismo mundial ha durado tanto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario