jueves, 3 de julio de 2014

AL PIE DE LA TUMBA #aestahoramedanganasde #NODUERMOPOR #INGAPE

AL PIE DE LA TUMBA
 
I.             Lo que vide en la tumba
 
Los años pasaran. No me hago ilusiones. Los mexicanos pronto se olvidaran como a la patria la violaron y la asesinaron.  Y los asesinos y los que aplaudían mientras era sacrificada siguen impunes y disfrutando de sus riquezas.  En nada les molesta tener esas manos ensangrentadas.  No obstante, un día regrese a la tumba donde se enterró a la patria. Soy de los pocos que agarramos unas canas, un hueso, un pellejo, o una anécdota gloriosa y con ellos hicimos unos relicarios para recordarla.  La mayoría de los huesos de la infeliz se pudren abajo, enterrados en un humilde petate. Y me sente en una piedra al pie del túmulo –no hubo dinero para ni siquiera un monumento—que marca la tumba. La cruz, noto, ya está inclinada y no tardara en caerse. Ni siquiera hago el esfuerzo para enderezarla. No tengo ya los bríos de antes. Luego, a la manera como se relata en la rola de Jacinto Cenobio, prendo un recuerdo.
 
 ¿En qué le fallamos a la patria? La pregunta me ha corroído por mucho tiempo. ¿Cambiamos? ¿Se nos educó para despreciarla?   
 
Aceptemos sin conceder que cambiamos. Hay raíces históricas y hasta darwinianas para ello. Me explico. La altura media de los franceses antes de las guerras napoleónicas andaba cerca de 1.80 metros. Después de toda la gloria, matanzas, brillantez, hechos vergonzosos, etc., que fue el reinado de Napoleón I la altura media de los franceses andaba por 1.70. Es una diferencia que los que tienen afición a la estadística pueden demostrar que es real…con x porcentaje de confianza incluso. 
 
 Así pues, los franceses cambiaron. Era natural. Los “grandotes” eran los lideres naturales. Los hicieron jefes, sargentos, oficiales. Eran los que iban por delante. Eran los primeros en morir. Para 1916 los poilus que defendieron Verdun eran hombres diminutos, muy tercos y correosos sí, pero no los “grandotes” de la vieux garde. Y tristemente, el único “grandote” que les quedaba, Petain, el defensor de Verdun, se volvió traidor en su senectud.
 
 ¿Y que de los mexicanos? Pues bien, tome usted a los chinacos de Riva Palacio. Son obviamente campesinos, vaqueros, arrieros. Vivian arriba del caballo como los hunos. Solo se bajaban a cagar o mear y tal vez para coger. Y no, no eran “grandotes”. Los mexicanos nunca lo hemos sido, carajo. Es más, los ponies que montaban también eran diminutos (los caballotes trakener que don Porfirio luego trajo para equipar la caballería federal no servían en el bolsón de Mapimi según se probó luego). Y con esos ponies diminutos esos hombres audaces subían y bajaban “las abruptas serranías” de México sin darle tregua alguna a los zuavos. 
 
 Y en 1910 vean el pueblo que se le alzo “en bandas milenarias” (según afirma don Porfirio en su carta de renuncia) al buitre viejo (Flores Magón dixit). Era predominantemente campirano. No comían alimentos procesados. No había puta coca cola. Era común y corriente tener armas y portarlas. Y eran duros, durísimos, estoicos, y, como describe Calderón de la Barca a los hombres de los tercios del rey de Castilla: “…solo no sufren que les hablen en alto…” Y conscientes de esto los modales de la época eran rebuscados y muy formalitos.  Y es que de lo contrario por cualquier pretext se alborotaba la gallera y se armaba un rosario de Amozoc. 
 
Por supuesto, igual que con las guerras napoleónicas, los más entrones, los más cabrones, eran los que se paraban frente a la gente y les decían “¡síganme cabrones!” y cargaban contra la línea yanqui en la Angostura o contra los pelones en la Bufa. Era natural que los que más huevos tenían eran los que más pronto morían. Por una selección natural darwiniana los mexicanos se fueron poco a poco convirtiendo en una raza de cobardes.
 
 Pero hay algo más que caracterizaba a estos chinacos terror de los zuavos o a esos sombrerudos de la bola: eran profundamente patriotas...hoy incluso los llamaríamos patrioteros con algo de desprecio, pues el patriotismo, nos dicen, no encaja con la "modernidad".  Sea, tal punto de vista le valdría madre a un centauro y, si estuviera de buenas, no llenaría de plomo al que lo expresara (tal vez).  Entiendanlos.  Para ellos la amenaza del norte, el extraño enemigo, las flotas extranjeras que se presentaban frente a Veracruz, pos no, no eran abstracciones, una puta estrofa del himno que nadie comprende hoy. Ellos conocían al extraño enemigo. Los habían visto en la mira de sus rifles. No olvidaban que algún familiar había muerto en La Angostura, en el Loreto, o en cualquier otro breñal donde un mexicano deja sus huesos por la patria. Ellos sabían que con cualquier pretexto esos cabrones se iban a dejar venir.  Otra vez.  Y otra vez…
 
 Así pues, me temo, si hemos cambiado. Somos enanos, cobardes y mediocres, despreciamos el patriotismo, estamos bofos por alimentarnos con comida chatarra, descendemos de gigantes a los que avergonzaríamos.  Y ya no tenemos el celo patriota que hacía a nuestros antepasados “morirse en la raya” como lo hizo casi todo el Batallón de San Blas al pie del cerro del chapulin.  Sí, estamos rete jodidos.  ¡Con razón ni metimos las manos cuando violaron y asesinaron a la patria!
 
Igual, el extraño enemigo es hoy el “socio comercial”, el “inversionista”, los morros que se vienen a emborrachar en el Spring Break, las películas chidas donde el muchacho se queda al final con la güerota tetuda, su comida chatarra, etc. Y nos olvidamos que toda su cultura idolatra la ignorancia y la estupidez. Para los yanquis el ideal no es nutrir al ciudadano (lo cual implica conocer derechos y obligaciones) sino al consumidor, al cual le crean necesidades pendejas para que viva endeudado. 
 
 Y no culpo la ignorancia de los norteamericanos, sobre todo sobre la historia. Ellos no tienen más que 300 años acaso de historia (la mayoría una acumulación de genocidios y robos). ¿Qué chingaos van a recordar? Nosotros tenemos 5000 años de historia, de cultura, de arquitectura, de estudiar los cielos, de matemáticas, de civilización, si la cuenta larga es de creerse. ¿Usted conoce de estos menesteres?  ¿Le interesan?  Es vergonzoso que no conozcamos ese acervo cultural, que incluso despreciemos “lo indio”, y aspiremos a cambio a ser tan imbéciles e ignorantes como los gringos. Tal vez mi segunda conjetura, que se nos educó para ignorar y hasta despreciar a la patria, tenga algo de cierto: si aspiramos a ser gringos (o por lo menos imitar su estulticia) y no a ser mexicanos obvios es que despreciamos a México, a “lo indio”, y hasta el color de nuestra piel.
 
 Y con tal pantalla de humo de las buenaventuras de la asociación, tanto comercial como de la ignorancia, se nos olvidan los otros gringos: el rapaz hijo de puta que le vende armas a los narcos, los hijos de la chingada que imponen gobiernos apátridas para robarnos el petróleo, los hijos de la gran puta que talan montes y luego los escarban y dejan un hoyote contaminado con cianuro para extraer el oro mexicano (¡sin pagar un pinche peso de impuestos!), los comemierda bancos yanquis y españoles que lavan el dinero del narco, etc., etc. Tristemente, no solo somos unos enanos cobardes indignos de nuestros antepasados, también somos unos desmemoriados y, peor, nos hemos olvidado de la malignidad del enemigo que acecha a la patria.
 
Pero, ¿de qué sirve pensar en esto? Estoy al pie de una puta tumba olvidada donde se pudre la patria. La batalla ya tomo lugar y ya se perdió o se ganó (“when the battle is won or lost” –MacBeth). El capítulo ya se escribió. La tinta esta seca ya, igual que los huesos. ¿Ya para qué chingaos analizo las razones? ¡Ya no tenemos patria puta madre! Y si, una lágrima se me escurre ahí sentado al pie de esa tumba olvidada. Y la derramo de pura rabia, pues estoy consciente de mi mediocridad y de que soy un enano comparado a los mexicanos de antes.
 
II.            Los recuerdos
 
 Mas sin embargo unas consejas añejas, anécdotas si usted quiere, insisten en ser recordada. Nacieron en momentos similares, cuando los patriotas no sienten menoscabo en llorar de rabia y desesperación e igual se cuestionaban si valía la pena seguir. Me aferro a estas consejas o anécdotas como Boecio lo hacía con la filosofía, pensando que ansina el trance era más fácil de aguantar.
 
Les contare la primera anécdota.
 
A raíz de la mutilación de México por los yanquis en 1847 hubo quien le preguntara a don Guillermo Prieto que había que hacer.  Esto contesto el poeta y su mensaje transciende al tiempo y se aplica en nuestros días.
 
“Venís ante mí llorando por la victoria del extranjero.  En efecto, hacen vivaque en nuestras plazas y su bandera ondea arrogante sobre nuestros palacios.  Se mofan de nuestras costumbres, del color de nuestra piel, de las tumbas de nuestros viejos, de nuestro hablar, y, peor, de nuestra hombría.  Nos tratan con desdén y se sienten los dueños de México. 
 
Decís que somos perdidos y que debemos aceptar su voluntad.  Incluso los admiráis, no lo neguéis, y creéis que ellos os gobernaran mejor que los tiranos, los muy nuestros tiranos, que nos traicionaron.  Pensáis que así tendréis tranquilidad.  Tomad ese camino si lo deseáis.  Seréis como que el perro que suplica a su amo migajas.  Y este las da, si, no muy generosas ni muy frecuentes, pues lo desprecia. 
 
Yo os digo que no debéis claudicar. ¡Especialmente si ya perdimos la patria! Sabed que sois libres pues no os queda ya nada que perder. ¡Nada! ¡Ni siquiera queda el miedo a la muerte! Ah, ¡qué cosa tan hermosa y curiosa es la nada! Justifica cualquier nil desperandum al que os abrazares y permite concentrarnos en lo que hay que hacer, sin menoscabo del pasado.
 
Volvamos otra vez a forjar la patria, de la nada, si, de la nada. ¿Con que?  ¡Pues miraos vuestras manos!  Tenemos todo para hacerlo. Vuestra sangre es buen mortero y vuestra piel no es más que barro, tal y como se lee en el libro de los judíos.  Sangre y barro y mucho amor a México es lo que se necesita para reconstruirlo.
 
Si, México ha caído.  ¿Y qué?  Acordaos que igual cayó el nazareno cuando cargaba su cruz y aun así se volvió a levantar.  ¿Por qué no podemos hacer nosotros igual?  Acordaos que México se escribe con equis y ya lleva su cruz en su nombre. ¡Ea, levantaos!  Poneos en pie, como podáis, con lo que podáis, alzad esa cruz que llevamos en el nombre y seguid adelante. 
 
Os preguntáis como seguir adelante.  Pues oponedle resistencia al extranjero y a sus siervos.  Estos últimos son los esclavos contentos y los traidores que nunca faltan.  Resistid con cada gota de sangre y sudor que derraméis.  No esperéis ni deis misericordia. Estorbadle sus designios con las barricadas que podáis alzar. No importa si el estorbo es modesto.  Lo que importa es que no pueda pasearse tranquilamente sin encontrar obstáculos a su tránsito y designios.  Sabrá entonces que no nos ha vencido, que no nos ha doblado, que todavía quedan mexicanos, y que por ello nunca podrá decirse enteramente dueño de México. 
 
Y no, no importa si furibundo el tirano extranjero nos ajusticia en el Gólgota.  Para eso es la cruz que lleva en su nombre México.  No temáis a la muerte.  Temed más a la deshonra.  Acordaos que los valientes no dilatan al morir.  Honra hay en morir como mexicano y ninguna en vivir como esclavo de un amo extranjero.  Y tened la seguridad que tras el sacrificio vendrá la gloria…de liberar a México de la tiranía extranjera.”
 
 Prieto y los hombres de la reforma se levantaron, si, y escribieron “las horas doradas de la republica” (Prieto dixit) y le cantaron su adiós a la formidable princesita belga que Max había hecho su emperatriz y hasta guardaban su memoria “sin odio ni rencor”:
 
Adiós Mamá Carlota (autor: General Vicente Riva Palacio)
 
Alegre el marinero
con voz pesada canta
y el ancla ya levanta
con extraño rumor.
La nave va en los mares,
botando cual pelota;
adiós mamá Carlota,
adiós mi tierno amor.
De la remota playa
te mira con tristeza
la estúpida nobleza
del mocho y el traidor.
En lo hondo de su pecho
ya sienten su derrota;
adiós mamá Carlota,
adiós mi tierno amor.
Acábanse en palacio
tertulias, juegos, bailes;
agìtense los frailes 
en fuerza de dolor.
La chusma de las cruces
gritando se alborota;
adiós mamá Carlota,
adiós mi tierno amor.
 
Murmuran sordamente
los tristes chambelanes
lloran los capellanes
y las damas de honor.
El triste chucho Hermosa
canta con lira rota;
adiós mamá Carlota,
adiós mi tierno amor
 
y en tanto los Chinacos
que ya cantan victoria
guardando tu memoria
sin miedo ni rencor,
dise mentiras el viento
tu embarcación azota;
adiós mamá Carlota, 
adiós mi tierno amor 
 
Conocían muy bien entonces, esos mexicanos de acero, al “extraño enemigo” y a sus aliados, las víboras emboscadas: la puta de Babilonia y los militares pretorianos, que buscaban entregar a México a los extranjeros.
 
Más no la tuvieron fácil esos hombres de la reforma. Y de ahí citare la segunda anécdota que revolotea en mi mente. Imagínense un pinche invierno con un frio de la chingada en el bolsón de Mapimi. Vean a la carroza que camina lastimosamente entre esas desolaciones. Apenas una escolta, muy menguada, del batallón Supremos Poderes (y con unas heroicas soldaderas que siguen el peregrinar) todavía acompañaba al zapoteco que viajaba dentro de la carroza. Varias veces se habían visto a lo lejos las polvaredas de la caballería francesa o de los muchos traidores “imperiales” (mexicanos que peleaban al lado del invasor). Muy a huevo han escapado.  E igual de ominosas habían sido las varias ofertas que el zapoteco había recibido del austriaco para que claudicara, para que ya no corriera sangre, etc. No, no le quito a Max que escribía bonito (o bien que tal cosa hacían sus secretarios).  Dulces eran las ofertas que le hacía al zapoteco.  No dudo entonces que el zapoteco haya dudado más de una vez y meditado claudicar y aceptar los honores que le ofrecía Max.
 
 Fue entonces que el zapoteco se dirigió a sus acompañantes (Prieto incluido) y les sentencio:
 
“Señores, no dudo que en cualquier momento la republica caiga.  Ustedes han visto como ha sido por una serie de milagros que nos escapamos de la trampa que el traidor Vidaurri nos puso en Monterrey.  Y varias veces la caballería francesa nos ha sorprendido y con muchos trabajos los hemos rechazado.  Del Supremos Poderes no quedan sino unos cien soldados y eso si contamos a jefes y oficiales.  El vendaval arrecia y la vela, expuesta como esta, en cualquier momento se extinguirá. 
 
Igual saben ustedes, pues no les he ocultado nada, que el austriaco me ha hecho ofertas en verdad generosas.  ¿Por qué seguir errando entre estas desolaciones del norte, arriesgando ser traicionados o ajusticiados al pie del camino, si podríamos disfrutar de los múltiples honores y sueldos que el austriaco ofrece?  ¡Tan fácil que sería alzar la bandera blanca y entregar las armas la próxima vez que se observe la polvareda de una columna francesa!
 
Dudo sin embargo que los militares que nos escoltan aceptarían tal opción.  Se han hecho matar ante nuestros ojos defendiendo este gobierno.  Han caminado miles de kilómetros distrayendo el hambre con la yerba que fuman y hace meses que no reciben pago.  Y, a pesar de que casi no tienen parque y las más de las veces tienen que enfrentar al enemigo con un machete, no se quiebran cuando rechazan las columnas que nos siguen.   ¡Y aun así estos hombres siguen fieles y aun gritan viva México al morir!  Señores, discúlpenme, pero no seré yo quien les pida a tales hombres que entreguen sus armas.
 
¿Además, habéis visto a las mujeres que los acompañan, sus soldaderas?  Son formidables.  Yo pienso que sus hombres no claudican porque les tienen más miedo a los reproches de sus mujeres que a las bayonetas de los zuavos.  Y no dudo que si sus hombres se rindieran su desprecio seria de temer.  No sé.  No soy mujer.  Parir al hijo de un cobarde o de un patriota ha de ser igual de doloroso.  Pero si les dieran a escoger a ellas estoy seguro que no le darían pecho al recién nacido si este es hijo de un cobarde.
 
Por otra parte, me rehusó a aceptar las ofertas del austriaco porque soy rete terco.  ¿Qué queréis?  Soy indio y ya viden que tenemos fama de tercos y de no entender razón.  Si no fuera presidente esa condición, mi terquera, sería suficiente para mantenerme en la lid.  ¡No me place que estos desgraciados me vean derrotado!  Pero en mi condición de presidente debo de considerar otras razones que me impulsan a continuar en la lucha.
 
Considerad que si no les legaremos a nuestros hijos una nación soberana por lo menos debemos de legarles un ejemplo de resistencia.  Si la república cae pues esa es la voluntad del buen Dios.  Ni modo, así estaría escrito.  Pero nuestra voluntad, la de los hombres aquí en la tierra, no la de Dios en las alturas, debe ser heredarles a nuestros hijos esta causa, estos recuerdos, esta lucha, y este ejemplo. Tal vez ellos, con más bríos y con más frialdad en el cálculo que lo que nosotros hemos mostrado podrán volver a tomar las armas en el futuro y restaurar la libertad e independencia de México.
 
No señores, repito, yo no me le rendiré al austriaco.  Entregarse sumisamente y aceptar las ofertas del austriaco seria destruir toda esperanza futura de que México vuelva a ser libre.  Así pues, rechazare con las cortesías que proceden las ofertas del austriaco y sigamos adelante.  Dios puede dictar nuestro destino pero no doblar nuestra voluntad.”
 
III.           El portento del zopilote
 
Me incorporo pensando en las bellas palabras de Prieto, Riva Palacio, y del zapoteco.  Pero he sido derrotado tantas veces que las palabras ya no me convencen.  Nuestra lucha no se compara.  De la independencia a la revolución los patriotas se enfrentaron a la iglesia, a los españoles, a los gringos, a los conservadores, y a los franceses.  Pero lo hicieron uno a la vez.  ¡Nosotros, carajos, nos enfrentamos con todos a la vez!  ¡Bola de putos montoneros!  Victoria es que todavía haya quien se atreva a oponerse.  Y me temo que ya no me cuento entre ellos.  Decidido estoy a no preocuparme más por una muerta por la que nadie dio un carajo, aun en vida.  ¿Para qué me hago pendejo?  Soy un solo enano y aun si estuvieran aquí junto a esta tumba los otros 110 millones de enanos no cambiarían nada.  Esos huesos ya están secos.  Muertos.  No hay amor o huevos que les vuelvan a dar vida.  ¡A la chingada, pus que!  Ni para Boecio sirvo.  Decido largarme y no volver jamás.  Tiro el “recuerdo” a la tierra y lo aplasto con mi bota.
 
¡Si!  Viviré libre, sin preocuparme por un pueblo que se enorgullece de ser esclavos contentos, que no tiene ya huevos u ovarios, que no merece más desvelos ni riesgos, que perdió a su patria por cobardes y huevones y pendejos.  Eso sí, me sentiré patriota cuando le eche porras a una oncena de mediocres en calzoncillos.  Es más, pregonare que “el cambio está en mi” (y no en que cambien los políticos).  Que no quede duda de que alabare a los patroncitos chulos de EEUU como los adalides de la civilización de occidente.  Y aceptare que la “mano invisible” del mercado todo lo arregla.  Es más, estoy seguro que llegare a ser un “capitán de industria” (como Slim) si comienzo lavando carros con una cubeta y una esponja.  Sí, eso hare, y también iré a misa y veré la rosa de Guadalupe, ¿por qué no?  Y seré un furibundo defensor “de los valores de la familia” aunque le tenga que pagar el aborto (clandestino) a la hija o el hijo me salga con que es gay y lo corra de la casa pues ansina lo manda Diosito.  Por supuesto que presumiré ser “de clase media” aunque este desempleado o ganando un sueldito miserable y sin prestaciones y en general me esté muriendo de hambre.  Y no, no admitiré estar prieto sino que me describiré como “apiñonado”.  Finalmente, para confirmar mi desdén hacia la patria muerta, dejare de leer.  Bien lo aconsejaba el burro parado de Fox: “leer hace daño”.  Si, ¡quiero ser el primus inter pares de los mediocres!  ¡Vivan las apariencias!  ¡Viva la mentira!
 
Pero no puedo evitar darle un último vistazo a la tumba.  Volteo a verla.  (Es un error.)  Un pajarraco negro y rete feo, ciertamente un zopilote y no un águila, se ha aposentado sobre la cruz inclinada y se rasca los corucos que trae entre las plumas.  No, no se come ninguna víbora aunque si hay una nopalera a unos metros y un lago de mierda se ha formado cerca donde se rompió un drenaje.  Maldigo quedamente.  Tengo sangre de indio en las venas: sé cuándo los viejos dioses del Anahuac dan portentos y de pendejo ignoro estos.  A la mejor esos cabrones quieren que erija una ciudad sobre esa tumba (por lo menos no es en medio del lago de mierda).  Y si me piden que les ofrezca el corazón de un PRIista con mucho gusto lo haría aunque solo tengo un picahielo a la mano y no un cuchillo de obsidiana.  Además, las palabras del cabrón de Prieto retumban en mi mente y me acusan y me avergüenzan.  Por si las moscas, me dirijo otra vez a la tumba. 
 
El pajarraco muy a huevo levanta el vuelo pues trae el buche lleno después de haber comido a un descabezado que tiraron cerca los narcos.  Eso sí, el zopilote se cago y dejo un mojón, resultado de digerir al cristiano, junto a la cruz y para mi mala suerte lo piso.  Mis maldiciones azulan el aire.  Pero, consciente de que ejecuto un acto ordenado por los dioses de Anahuac, procedo con solemnidad  a enderezar la cruz que marca la tumba de la patria.  Que me perdonen los dioses, pero desconozco qué diablos rezaban los mexicanos antes de la llegada de los de Castilla, así que solo puedo murmurarle un pater noster a la difuntita.  ¿Qué quieren? Enderezar es cruz y honrar a la difuntita es el único ejemplo “de resistencia” que este enano puede dejar a la posteridad. Ojala baste pues no doy para más. Tal vez vendrá después alguien, ciertamente más joven, “con más bríos y más frialdad en el cálculo que lo que nosotros hemos mostrado” (Juárez dixit) y con el amor y valor (léanse huevos u ovarios) necesarios para darle vida otra vez a esos huesos podridos.  Por lo que a mi toca de vez en cuando le daré sus vueltas a la difuntita, que sepa que no todos se han olvidado de ella.
 
FIN
 
Mario Quijano Pavón


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