Advertencia: si esta historia refleja en algo la realidad en México no, no es coincidencia.
I. Un hijo
regresa de Roma
Ese día el rabino don Caifás, el jefe del Sanedrín, tomaba
el té con los otros sacerdotes en la terraza del gran templo de Jerusalén. Apenas ahí se podía aguantar el calorón de
Palestina pues de vez en cuando venía una brisa refrescante desde el occidente,
donde estaba el mediterráneo.
--Y bien, Caifás, ¿ya regreso vuestro hijo Jacob? –
pregunto don Samuel Levi, segundo sacerdote del templo.
--Gracias a Dios su barco atraco hace unos días en Cesárea. Se encuentra ya en mi casa.
--Os felicito Caifás –añadió don Ismael, otro de los
sacerdotes--. Todo el que estudia en
Roma será favorecido de los cesares y aprende mucho de cómo ellos hacen
negocios.
Don Caifás suspiro.
Hubiera querido que su hijo Jacob hubiera estudiado el Tora como sus
otros hijos que eran devotos judíos y futuros sacerdotes del templo y conocían
bien la Ley. Pero el joven Jacob era
rebelde y se quejaba de estar atorado en un lugar olvidado del imperio. Ansiaba Jacob conocer el mundo y las
costumbres de los gentiles. Don Caifás
no vacilo en cumplirle sus gustos a su primogénito.
Unas semanas después del regreso de Jacob este le pidió a su padre que le permitiera hacer unas sugerencias sobre el manejo del templo. Don Caifás estaba algo perplejo. ¿Había que cambiar algo en la forma en que se manejaba el templo? ¿No existía acaso desde la refundación de Jerusalén cuando Dios permitió que los judíos regresaran de su cautiverio babilónico? Pero bien, pensó, don Caifás, si el muchacho quería contribuir una sugerencia no había razón por que no oírlo. Después de todo, los romanos tenían fama de saber gobernar. Seguramente quien estudia en Roma ha aprendido cosas útiles.
--Adelante hijo.
--Padre, con todo respeto –dijo Jacob--. He estado observando el suministro de los
animales que se ofrecen para el sacrificio.
--Sabed, hijo mío, --contesto don Caifás alzando una
mano—que la manera en que se sacrifican estos animalitos es bajo leyes muy
estrictas. No os aconsejo que sugiráis
cambios a estas.
--Ciertamente que no hare tal cosa, padre. Más bien estoy centrándome en el suministro
de estos animalitos. Mirad, don Lucas y
sus hijos son los que operan la cría de estos animalitos.
--En efecto, don Lucas y sus hijos trabajan para el
templo. Su padre y su abuelo y tal vez
su bisabuelo tuvieron el mismo trabajo.
Y algún día lo harán sus hijos.
--Y luego el templo vende los animalitos a los fieles
que los ofrecen a Jehová, ¿verdad?
--No uséis el nombre de Dios, os lo suplico, hijo mío. Respetad.
Pero si, así es. El templo se los
vende a los fieles. Con los que
obtenemos pagamos a don Lucas y sus hijos y el alimento de los animalitos, etc.
--Padre, el templo no debe hacer tal cosa. Eso es blasfemia.
Don Caifás alzo los brazos al cielo.
--¡Oy vey! [Ver
Nota al final] ¿Sois acaso un experto en la Ley?
--No padre, yo…
--La última vez que un mozalbete se atrevió a
cuestionar la Ley fue hace muchos años.
Fue el hijo ese de José y María que ahora anda de alborotador. Pero si, os diré, que el muy taimado conocía
la ley por delante y por detrás. Dejo a
los doctores todos confusos y sin respuesta.
Decidme, Jacob, ¿sois vos así de erudito en la Ley?
--Padre, una vez más os pido me perdonéis la osadía. Es que yo he visto como se hacen las cosas en
otros templos, en otras partes del mundo.
--Deberéis aprender humildad y leer la Ley antes de
decir tonterías.
--Padre, insisto, poco conozco, si, de la Ley. Pero, ¿no es acaso el propósito de este
templo el adorar a Dios?
--Me daréis canas verdes, Jacob. Ahora venís con preguntas a las que
seguramente ya conocéis la respuesta.
Ese truco es viejo. Lo suelen
hacer los griegos. No dudo que hayáis
tenido maestros griegos allá en Roma.
Suelen comprarlos como esclavos para que civilicen a los romanos. Pero, si, obviamente que tal es su propósito.
En eso se presentó don Samuel Levi.
--¡Jacob! ¡Que
gusto volveros a ver! ¡Y ya sois todo un
hombre!
--Me temo don Samuel que mi hijo regreso bien bruto de
Roma.
--Vamos, --se rio don Samuel-- ¿sabéis que es lo peor
de envejecer? ¡Que nos convertimos en
nuestros padres! Decidme Caifás, ¿acaso
vuestro padre no os creía medio necio y bruto también?
--De imbécil no me bajaba mi padre, Samuel. Pero Jacob aquí cree que las ideas de los
Gentiles se deben aplicar en la administración de este templo. ¡Oy vey!
Mi propio hijo está sugiriendo blasfemias.
--¡Por favor Caifás! –se rio otra vez don Samuel--.
Vamos, dejadlo hablar. A mí me interesa
saber que está proponiendo. Algo bueno ha
de haber aprendido quien estudia en la capital del mundo.
--Bien, --dijo sacudiendo la testa don Caifás—continuad
hijo mío. Y si os hacéis merecedor de
ser apedreado por blasfemo será justo castigo a mi soberbia, pues la verdad es
que esta la habéis heredado de mí, no me cabe duda.
--¿Dónde en la Ley se habla que el templo debe
proporcionar los animalitos para el sacrificio? –pregunto Jacob--.
Los dos rabinos se acariciaron las barbas.
--A fe mía que no hay tal mención en la ley –admitió
don Samuel.
--En Roma, en el templo de Júpiter, el senado decreto
que los bueyes que ofrecen para el sacrificio sean comprados por los fieles en
el mercado. Así el precio de los
animalitos los determina la ley del mercado.
Esto ha generado que muchos inversionistas ofrezcan animalitos y se
incremente la oferta y la calidad del producto y se abaraten costos.
--Aquí hemos acordado vender los animalitos casi al
costo, hijo mío –explico don Caifás viendo a su hijo con cierta
tristeza--. No buscamos lucrar con la adoración
de Dios. Pero si tenemos que cubrir los
costos de criar los animalitos.
--Esperad un momento, Jacob, --interrumpió don
Samuel--. ¿Decís que muchos han entrado
a ese negocio de proveedores del templo?
--SI, don Samuel.
Y tales proveedores hay en el templo de Mitra y otras deidades de Roma.
--¿Me creéis ingenuo Jacob? --se rio don Samuel--. Decidme, ¿quiénes son los que obtienen los
contratos? ¿Las familias de la
aristocracia romana?
--A los senadores les está prohibido involucrarse en
los negocios, don Samuel.
--¡Ja ja!
Repito, Jacob, ¿creéis acaso que nací ayer? Bien conozco a Roma. Los puestos de sumo sacerdote se reparten
entre la familia del Cesar. Y no, no
tienen que otorgarse ellos mismo la concesión de proveedores. Se la dan a un liberto o a un “cliente” de
ellos. Los magnates no se rebajan a
andar regateando un contrato.
--Aun así ---insistió Jacob—no podéis negar que al
crear oportunidades de negocio se reactiva la economía. Y si se permite que los mercados dicten el
precio de los bueyes que se ofrecen a Júpiter entonces el consumidor es el que
gana.
Don Ismael sacudió la cabeza.
--¿Y realmente hay libertad de mercado, Jacob? ¿O acaso los senadores dueños de las
proveedurías no se juntan en privado para dictar el precio que “el mercado
dicta”? Digo, ¿quién osaría
denunciarlos? ¿Qué tribunal oiría el
caso? ¿Existe tal?
--Tal sería ilegal, insisto, don Samuel, pero os
corrijo con todo respeto –contesto Jacob--.
Los romanos son muy respetuosos de la ley. Sus autoridades no son venales y corruptas
como las de nosotros los judíos.
--¿Veis que mi hijo regreso más bruto? –suspiro don Caifás.
--En suma, Jacob, ¿vos proponéis que demos concesiones
de proveedores de animales de sacrificio?
--Modernizaría el templo. Estamos en un mundo romanizado. No podemos seguir aferrados a ideas caducas.
Ambos ancianos se acariciaban las barbas. Don Caifás le hizo una seña a su hijo que se
retirara.
--Por lo menos, Caifás, debemos presentar la propuesta
al pleno del Sanedrín, ¿no creéis?
--¿Para qué todos se mofen mi vergüenza?
--No, Caifás.
Vos tenéis una grave responsabilidad que no os envidio. El templo es la esencia de Israel.
--No os entiendo, Samuel.
--Vos sois un patriota y yo también.
--No lo dudaría jamás, Samuel.
--Pero nos gobierna Roma. El mismo Herodes no es más que un siervo de
ella. Si en el templo podemos halagar a
los romanos, aun con pequeños cambios como los que propone vuestro hijo, ¿acaso
no ayudaría eso a preservar a este y con ello a Israel?
--No estoy seguro si valdrá la pena la blasfemia o que
esta funcionara, Samuel.
--No es blasfemia, Caifás. Llamadlo pragmatismo. Es una virtud que creo aprecian mucho los
romanos.
II. La
Propuesta
La propuesta de Jacob ben Caifás se presentó ante el
pleno de Sanedrín. Lo hizo el mismo Caifás
aunque se notaba que su cara enrojecía de vergüenza.
--Justo es que sea vuestro hijo el que detalle esto más
a fondo, Caifás –apunto Amichai, uno de los sacerdotes--. Es evidente que no sois muy entusiasta.
--No, no lo soy, --admitió Caifás bajando los ojos.
--Hermanos, rabinos, --interrumpió don Samuel--, es
muy típico de los viejos (y veo que no hay un solo pelo negro entre vos) el
condenar a los jóvenes por el estado del mundo, siendo que nosotros, cuando
jóvenes, somos los que causamos la mayoría de sus males. Debemos por lo menos oír a Jacob ben Caifás.
--¡Pero lo que propone Jacob ben Caifas es blasfemia!
–juro otro anciano--. ¡Con razón se le
cae la cara de vergüenza a don Caifás!
--Los tiempos cambian, hermano –contesto don
Samuel--. Repito, no condenemos a los
jóvenes si nos traen ideas nuevas.
Vivimos en un mundo romanizado después de todo. Alguna virtud han de tener esos amigos. ¡Yo digo que se presente Jacob!
Y así ocurrió.
Y Jacob presento su tesis y la defendió, si, con mucho celo y usando las
herramientas que sus maestros (que sí, la mayoría eran esclavos griegos que los
romanos compraban para ser civilizados) en Roma le habían enseñado. Muchas fueron las ventajas que el joven
enumero. Y dio ejemplos de cómo el
mercado se autorregulaba y de cómo las múltiples oportunidades de negocio que
surgirían serian en beneficio de la comunidad.
--Algo no me queda todavía claro –interrumpió don
Abraham, un anciano que hasta ahora no había dicho una palabra.
--Estoy a vuestra disposición para aclarar vuestras
dudas –contesto Jacob.
--¿Qué será de don Lucas y sus hijos? Su familia ha estado en el servicio del
templo por generaciones. Siempre nos han
servido fielmente.
--Obvio que don Lucas podría pujar para ser
considerado como proveedor.
--¿Con que capital?
Digo, ¿acaso los establos y criaderos seguirán siendo del templo?
--Ese modelo es, me temo, arcaico –dijo Jacob--. Se deben vender las instalaciones a los
inversionistas que las quieran comprar.
--¿Y con qué dinero don Lucas las compraría? --le espeto don Abraham--. No se ha hecho rico sirviéndonos. Vive bien, si, pero no en la riqueza.
--Probablemente vendrían inversionistas foráneos que
estarían dispuestos a comprar las instalaciones –contesto Jacob--. Ya necesitan una inyección de capital para
mejorarlas y ampliarlas.
--Ignoráis mi pregunta, Jacob –dijo don
Abraham--. Os lo vuelvo a preguntar:
¿con que dinero compraría don Lucas los establos y criaderos?
--Estoy seguro que no faltaran inversionistas que
estén dispuestos a emplear a don Lucas y a su familia. Estoy seguro que estos ampliarían las
instalaciones o tal vez hasta construirían nuevas.
--¡Pamplinas! –espeto don Abraham.
--Con todo respeto, don Abraham, --insistió Jacob-- conozco
a varias familias principales en Roma que estarían dispuestas a invertir y ser
proveedores del templo. De que Roma
unifico al mundo bajo su férula ya no hay límites para el movimiento de los
dineros. Estas familias tienen viñedos
en Libia y fábricas de peltre en Britania.
¡Imaginad entonces los beneficios que le traerán a Israel sus
inversiones! ¡Tan solo la creación de más
empleos y el incremento de la producción de animalitos serían suficientes
beneficios para justificar esta medida!
--¡Oy vey! –juro don Abraham--. Lucas y sus hijos ya tienen empleo. Y nunca nos han faltado palomas para el
sacrificio.
--Ciertamente toda medida que halague a Roma sería
buena para el templo, ¿no creen? –sugirió don Amichai.
--Si, Roma, siempre Roma –dijo Caifás con amargura.
Jacob ben Caifás fue conminado a retirarse y los
ancianos se quedaron deliberando. Era
evidente que había división entre ellos.
Y peor, igual número se oponía e igual número estaba a favor de la
medida. El voto de Caifás seria
decisivo.
--¿Cuál es vuestra decisión don Caifás? –le pregunto
uno de los ancianos.
Caifás no dijo nada por unos momentos.
--Creo que Amichai lo dijo todo –admitió Caifás--. ¿Acaso no hemos condenado a los zelotes y
otros grupos nacionalistas que desean levantarse contra Roma? ¿Y no insistimos en disciplinar a la nube de
mesías de arrabal que andan alborotando al pueblo haciendo que este dude de la
Ley? ¡No queremos que Roma piense por un
instante que hay agitación de ninguna especie en Israel! El Cesar no dudaría en mandar sus legiones por
el menor pretexto y, os aseguro, eso sería el fin del templo. Así pues, ¿podemos acaso darnos baños de
pureza y decir que somos muy celosos de la Ley si hemos sido y seguramente
seguiremos siendo “pragmáticos”, virtud que según me aconsejan admiran mucho
los romanos. ¡Sea entonces! Si unos romanos se quieren enriquecer
vendiendo animales para el sacrificio pues tal se hará. A Dios, hermanos, si se le puede ofender,
pero a Roma, jamás, ¿verdad?
--Con todo respeto, don Caifás, no soy nadie para
decir si Dios se ofende si el animalito que se le ofrece lo engordo un romano o
no –dijo Amichai.
--Tampoco yo lo soy –admitió Caifás.
--Creo, sin embargo, que no nos debemos de andar con
medias tazas –continuo Amichai--. Si es
la decisión de este sanedrín que se otorguen las concesiones, justo también lo
es que se integre a Jacob ben Caifás como miembro de este conclave.
--¡Jacob no conoce la ley! ¡Conoce de negocios! –protesto Caifas.
--Si, y también conoce a los romanos –apunto
Amichai--. ¿Quién mejor que él, teniendo
un puesto oficial en el sanedrín, para coordinar las reformas que se harán y
atraer a los inversionistas foráneos? Bien,
hermanos, ¿qué opináis?
Caifás alzo la mano.
--Tenéis razón, hermano Amichai. No hay que andarse con medias tazas. Que se complete mi vergüenza. Voto a favor que mi hijo, Jacob, que no tiene
las virtudes necesarias para servir a Dios, se integre a este sacerdocio, por
sobre hombres más sabios y devotos, pues si, conoce de negocios y a los romanos. Y más aún, para coronar esta vergüenza, yo en
persona enterare a don Lucas de las medidas tan duras pero necesarias que hemos
tomado aquí. Si yo soy responsable de
haber engendrado a Jacob justo es que asuma yo responsabilidad entera por la
injusticia que se cometerá.
III. La Taberna
Unos meses después, en una taberna afuera de Jerusalén,
Jacob, ahora ya investido con las insignias de rabino miembro del sanedrín departía
alegremente con varios jóvenes de las familias más ilustres de Israel.
--¿Agripa?
¡Claro que lo conozco! --reía
Jacob--. Es un ingeniero extraordinario,
que se ha emparentado con el Cesar. Lo conocí
a través de su hijo pues fuimos condiscípulos y estudiábamos bajo Euménides un
esclavo griego muy erudito que venía de Ática.
--¿Sabe de ingeniería el tal Agripa? –pregunto Isaac
ben Daniel, hijo de un acaudalado comerciante.
--Todos los romanos se las dan de grandes
constructores, Isaac. Pero eso es
precisamente lo que os he estado diciendo.
Israel necesita inversionistas. Estos
romanos con gusto podrían construir aquí caminos, acueductos, puertos. Y sabéis, pues necesitaran proveedores
locales, etc. Seguramente vuestra casa
comercial merecería participar en los contratos que resulten, Isaac.
--¿Y Herodes les daría los permisos? –pregunto otro de
los jóvenes, David ben Daniel, hijo de un prominente abogado cercano a la corte
del rey Herodes.
--Bueno, Roma no necesita tales –se rio Jacob--. Pero asumamos que hay que mantener las
apariencias…
--¡Si! ¡Asumamos eso! –dijo David ben Daniel alzando
su tarro de vino.
--En tal caso, David, vos sabéis muy bien que siempre
se necesitaran “gestores” para negociar esos permisos, que se yo, asegurar que
se le haga justicia al rey otorgándole parte de los contratos, que se yo. Y por supuesto, tales gestores tendrán que
cobrar por sus servicios. ¿Entendéis lo
que os estoy diciendo mi buen amigo?
--¡Con gran claridad! –contesto David sonriendo.
--Pero, eso, caballeros, no es nada. Sabed que he tenido el gran honor de conocer
al mismo Tiberio.
--¿El hijo adoptivo del Cesar Augusto?
--¡Si! Y Tiberio
será el futuro Cesar, os lo puedo asegurar.
--¿Cómo es ese fulano?
--No es una persona muy agradable, lo admito. Pero os aseguro que entiende de
negocios. Es más, Tiberio mismo me menciono
un proyecto que está considerando por el rumbo de Petra que…¡Diantres! ¡Tal parece que aquí admiten hasta a los
menesterosos!
Jacob hizo un gesto de disgusto (que sus compañeros
también emularon) al ver como entraba un grupo de gente vestida con trajes
modestos. Los encabezaba un fulano alto,
muy moreno, con mirar hipnótico. Los
recién llegados no hicieron caso de las palabras de disgusto de Jacob y se
sentaron en una mesa enfrente a estos.
--Señores, os suplico… --empezó a decir el tabernero que
evidentemente los iba a conminar a salir del lugar.
El fulano alto y moreno lo detuvo con un ademan.
--Mis compañeros y yo hemos estado en el camino un
tiempo. Os agradeceré si nos servís un
tarro de vino y traéis algo de pan y aceite.
¿Haréis tal, verdad?
El tabernero no pudo continuar. Al pasar frente a la mesa de Jacob hizo un
ademan de disculparse. Jacob le dirigió
una mirada fría.
--Ignóralos Jacob –sugirió Isaac--. El vino está muy bueno y los negocios no
esperan.
--Si, Jacob, --se sumo David--. Decidme más sobre ese negocio de Tiberio.
--Os daré pies y cabeza de tal negocio, que promete
ser muy redituable. Eso es lo que admiro
de los romanos. Para ellos todo es
negocio. El negocio de Roma son los
negocios. Roma no tiene amigos, tiene
socios de negocios. Y con tal de hacer
negocio se puede sacrificar todo.
--¡Brindo por los negocios! –dijo David alzando su
tarro.
--¡Ea! –exclamo Isaac (que ya había bebido en exceso)
alzando su tarro en dirección a los recién llegados--. ¿Vos no brindareis por los negocios que Roma
nos traerá? ¿O acaso sois zelotes?
--¿Compraran los romanos mi pescado? –pregunto un
fulano toscote y unicejal que estaba sentado junto al Moreno.
--¡Ciertamente! –dijo Jacob--. Tan solo tenéis que proporcionar un volumen
constante y seguro de vuestros pescados.
Supongo que tenéis toda una flota y cuadrillas de empleados. Yo prefiero el uso de los esclavos, sin
embargo.
--¿Y el precio del pescado? –pregunto el
moreno--. ¿Quién lo fijara? ¿Los romanos?
Se hizo un silencio incómodo. Finalmente, Jacob se dignó
explicar.
--Bueno, el precio lo fijara el mercado, aunque dudo
que vos entenderéis de esos menesteres financieros que solo maneja la gente de
calidad. Por lo general, si, los
inversionistas romanos suelen dictar tal.
Es natural que así sea. Ellos
tienen la manera de transportar, secar o preservar, y comercializar el producto
final.
El tabernero llego con unos tarros de vino y algo de
pan y aceite para los recién llegados.
--Yo no tengo una flota, señores, acaso una barca que
trabajo con otros compañeros. Yo suelo
vendérselo directamente a las mujeres de mi pueblo cuando regreso al final del día
–explico el toscote--. Me pagan lo que
pueden. Lo que cae nos lo repartimos
igualmente entre todos y comemos de lo que pescamos. Roma nos ha empobrecido mucho últimamente con
tanto impuesto que nos cobran.
Los jóvenes aristócratas veían al hombre con algo de
desdén y sonrisas burlonas.
--Y por cierto, ¿qué tiene de malo ser zelote?
–pregunto el toscote frunciendo la única ceja.
--¡Oy vey! –juro David--. ¿Cómo que que tiene de malo ser zelote? ¿Acaso os atrevisteis a preguntar tal cosa?
--¡Si! –dijo el toscote parándose. En el cinto portaba un gladius romano
oxidado, cosa que les quito la sonrisa a los jóvenes aristócratas--. ¡Se me hinchan los huevos el preguntarles tal
cosa! ¿No os gusta si hago tal?
--Señores, --interrumpió el moreno poniéndole una mano
en el brazo al toscote y alzando su tarro--.
Estamos libando en paz, ¿verdad?
El toscote se sentó pero veía fijamente (bajo la única
ceja) a los jóvenes aristócratas.
--Pues si –admitió Isaac que estaba muy pálido y cuya
borrachera se le había esfumado.
--Es interesante oír vuestras propuestas, señores
–continuo el moreno--. Poco mascullo el latín. En la carpintería a veces nos caen
contratitos que nos otorga la guarnición local romana y he tratado con
ellos. Nos entendemos con señas. Son gente sencilla esos legionarios y
obviamente duros pues tal es su oficio.
Pero como todo mundo aprecian un buen trabajo aunque por lo general son
bien cuenta chiles. Ciertamente mi padre
no se estaba enriqueciendo con esos contratos.
--Es que no vos no pensáis en grande –explico
David--. En la corte el rey suele
otorgar contratos muy jugosos. Se de
varios artesanos que se han enriquecido con estos.
--Igual pasaría con los contratos que otorguen los
romanos –explico Jacob.
--¿Y de dónde vendrá todo ese dinero? –pregunto el
moreno.
--¡Pues de los impuestos, por supuesto! –admitió
Jacob-- ¿De dónde más?
--Es decir, ¿de los dineros del pueblo? –continuo el
moreno
--Si, --dijo Jacob con insolencia--. El rey tiene el derecho a utilizarlo y el
pueblo tiene la obligación de pagar.
¿No lo cree usted así?
El tabernero regreso y lleno los tarros de los
aristócratas primero. Luego se dirigió a
la mesa de los recién llegados. Para su
sorpresa encontró que los tarros de estos estaban llenos a pesar de que habían
estado libando sin parar y hasta habían tres piezas de pan donde antes –tal
juraría después el tabernero—solo había llevado uno.
--Os agradeceré si nos traéis más aceite por favor, --pidió
el moreno--. ¿En que estaba? ¿Ah sí, sobre los dineros que usa el rey y
los contratos tan jugosos que vos, señores, tan generosamente nos habéis
explicado se otorgan en la corte. Bien,
no le niego que el rey tenga el derecho de usar tales dineros. Después de todo se supone que Herodes fue
puesto ahí por Dios mismo, ¿verdad? Pero,
si esos dineros los pone el pueblo, deben de ser usados en beneficio para el
pueblo, ¿no? En fin, es cosa del
gobernante el usar esos dineros en bien del pueblo, tal creo yo, e igual es
cosas de Dios el escoger buenos gobernantes, que usen esos dineros, repito, en
beneficio del pueblo. ¿No lo cree usted así?
--No me habléis de las obligaciones de Dios –advirtió
Jacob--. Sabed que yo soy miembro del
sanedrín.
--Su señoría, rabino, excelencia, creedme cuando os
digo que es un honor dirigirme a vos –contesto el moreno con humildad--. Yo solo soy un miembro del pueblo de Israel y
me atrevo a hablar de lo que este espera de sus gobernantes –contesto el
moreno.
--¿Y qué es lo que espera, ese pueblo de Israel?
–pregunto Jacob con sorna.
--En realidad son aspiraciones muy modestas –explico
el moreno.
--Continuad –dijo con cierto imperio Jacob.
--Conozco, decía a ese pueblo de Israel. Tengo el privilegio de caminar entre
ellos. No, no tengo que me roben y además
no puedo pagar escoltas como vos, señores.
El pueblo con un pedazo de pan para comer se contenta. Y si no lo roban mucho con los impuestos…
--Los impuestos los impone el rey –advirtió Jacob.
--Si, por supuesto –admitió el moreno—y tal vez hasta
Roma. Después de todo, las monedas traen
la efigie del Cesar. Justo es que el
Cesar decida si su moneda se usa para pagar impuestos o no. Pero decía, tal vez no use la palabra
correcta, dejad si les explico en lengua que vos entenderéis. Si el gobierno exprime tanto al pueblo con
impuestos onerosos este no podrá consumir los bienes que necesita. El
comercio se paraliza. Viene una
contracción de la economía. Y en general
se empobrece más la población. Y al
final no solo se empobrece sino peor, le quitáis toda esperanza de mejora al
pueblo. Y esto último, señores, tal vez
sea lo peor que le puede hacer un gobernante a su pueblo. El compañero de la túnica amarilla ha sido
recolector de impuestos. ¿Estoy o no en
lo cierto don Mateo?
--Decís la verdad, jefe –contesto don Mateo--. Cada que suben los impuestos la recolección a
la larga es menor. Lo he visto una y mil
veces. Luego lo regañan a uno por no
juntar lo esperado. Pero es que la plebe
no puede ya dar más.
--Es precisamente por eso que la inversión extranjera
es tan necesaria –explico Jacob--. Los
inversionistas traerán dinero fresco que reactivara la economía.
--Tal es correcto, en teoría –contesto el
moreno--. Pero, ¿se beneficiara el
pueblo con ello? ¿O las ganancias se
repartirán solamente entre la elite
--¡Sois un ignorante! –exclamo Jacob.
--¡Ciertamente! –contesto el moreno--. Pero no soy un necio. Es por ello que les pregunto a vos, eruditos
caballeros, que son personas de calidad que entendéis de los menesteres
financieros, para que me ilustréis en estos asuntos tan esotéricos y que son tan
difíciles de entender para personas del pueblo como su servidor.
--¡Basta Jacob! –contesto David--. No tiene caso discutir con estos
desarrapados. Probablemente son
zelotes. Vámonos a mi villa y
continuamos libando. Ahí no se permite
la entrada a gente tan baja.
Jacob aventó una bolsa con desdén en la mesa. Los jóvenes aristócratas se dirigieron a la
puerta llamando con gritos altaneros a sus sirvientes y escoltas.
Al pasar frente a la mesa de los recién llegados Jacob
se detuvo un momento. Junto a él estaban
ya dos guardias del templo portando armaduras y espadas. Esto le dio valor a Jacob para encarar a los recién
llegados.
--Mire, amigo, no se quien sea usted. Pero le aconsejo que se ponga a trabajar y no
se meta en lo que no le incumbe. Ah, y
respete, si no quiere que le enseñen a respetar.
--Os agradezco vuestra gentileza, rabino, --contesto
el moreno con humildad--. Mañana mismo,
le juro, su señoria, me avocare a buscar un trabajo, uno digno, que me pague
bien y me permita invertir en las oportunidades de negocio que Roma nos ofrece
Ya que los aristócratas se habían ido el toscote pegó
un puñetazo en la mesa.
--¡Que gentileza ni que los mil diablos! ¡Cómo me caga cuando ofrecéis la otra mejilla!
--¿Y qué queríais?
¿Que hubiera un muertito? Son
influyentes esos amigos. No tardarían
los legionarios en meternos a las galeras, si bien nos va. Vamos, Pedro, ¿queréis más vino?
El toscote sacudió la cabeza y sonrió.
--No me falta.
El tarro lo bebo y lo bebo y nunca se seca –contesto el toscote.
--Tampoco falta el pan –apunto Mateo--. Tan solo hemos necesitado más aceite. ¿Por qué no suple eso también, jefe?
--No me apetece hacerlo. Prefiero darle a ganar algo al tabernero que
también tiene familia que mantener y se portó generoso al dejar que nos
quedáramos.
--¿En verdad, Jefe?
--sonrió el toscote--. Para mí
que parecía que nos iba a sacar a patadas.
--Es de sabios cambiar de parecer ¿no? –se rio el
moreno.
--Por lo que a mi toca, si no viera con mis propios
ojos como el vino y el pan nunca se acaban no lo creería –apunto otro de los
hombres.
--Vos siempre dudáis, Tomas –se rio el moreno--. Ese escepticismo os galardona.
--Pero, jefe, ¿y que de aquello de que Dios proveerá?
–pregunto Tomas.
--Pues ya tenemos tres días de camino –explico el
moreno--. De vez en cuando un pequeño
lujo no importa. Digo, de pan si vive el
hombre, por lo general.
--¡Y vino! –contesto el toscote alzando su tarro.
IV. La
Explanada del Templo
Varias semanas han transcurrido. Nos encontramos en Jerusalén. La resolana es inmisericorde. En la explanada del templo se ven varias
carpas y una multitud de fieles.
--¿Y eso?
--pregunto el toscote--. Vine
aquí hace unos años y no recordaba todas esas carpas. ¿Qué son?
¿Peregrinos? ¡Interrumpen el
libre tránsito!
El moreno veía con asombro el panorama. Su color era cenizo. Una vena se veía palpitar en su frente.
--Tranquilo, jefe, deje que investigue qué diablos es
todo esto –aconsejo Tomas--. Venga
conmigo don Mateo.
El moreno suspiro.
Era evidente que hacia un esfuerzo para calmarse. Pronto regreso Tomas.
--Son mercaderes, jefe –explico Tomas--. Venden los animalitos para el
sacrificio. Pero eso no es todo. También venden sedas de oriente, perfumes de
Egipto, joyas de la India, esclavas de Lidia, que se yo.
--Vide locales de casas comerciales griegas, romanas y
hasta hay uno venido desde Hispania.
¡Diantres! No hay siquiera un
solo comerciante judío entre ellos. Son
puros extranjeros.
--Algunas de esas esclavas griegas valían la pena, os
lo aseguro –añadió Tomas--. Creo que deberíamos juntar todos nuestro dinero para comprar una.
--Están…lucrando…con la fe del pueblo de Israel –dijo
en voz muy baja el moreno ignorando la sugerencia de Tomas.
--Dicen que es idea del rabino Jacob, --explico
Tomas--. Ese es el que coordina
todo. Es hijo de Caifás, el sumo
sacerdote. Sabe, jefe, creo que es el
mismo fulano que lo amenazo a usted en la taberna, ¿se acuerda?
--Carajos, jefe, me hubiera dejado usted hacerlo
alimentar los gusanos –dijo el toscote.
--¡Basta! –ordeno el moreno alzando una mano. Acto seguido se dirigió adonde estaba un
capataz. Este portaba un látigo y lo
usaba generosamente con unos esclavos que bajaban jaulas con animales de unas
carretas.
--Decidme por favor vuestro nombre –dijo el Moreno.
--¿Quién diablos sois vos para preguntarme? –contesto
el capataz.
--Miradme bien –dijo el moreno--. ¿Me conocéis?
El hombre lo encaro.
--He oído de vos, rabino. Mi nombre es Quilón.
--¿No sois el hijo de Lucas, el que proveía animalitos
para el sacrificio?
--Si, lo soy –admitió Quilón--. Mi padre murió hace unos meses, de tristeza.
--Cuanto lo siento –dijo el moreno.
--Así pasa.
--Bien, Quilón, dadme vuestro látigo por favor.
--Momento. Es
mi instrumento de trabajo. Esos malditos
esclavos son tan tercos y malandros como las mulas.
El moreno contemplo a los esclavos trabajando.
--¡Oy vey! Si
parecen puros poltrones y están muy flacos –admitió el moreno--. Se os van a morir pronto.
--El patrón dice que no importa si se mueren, que
siempre puede conseguir más –explico Quilón.
--Pero decidme, Quilón, ¿Por qué estáis aquí y
haciéndole al capataz?
--¿Qué quiere usted?
El hambre.
--Entiendo.
Dadme por favor vuestro látigo.
--¿Y quién es usted para pedírmelo? ¿Acaso me juzga usted? –contesto Quilón con
amargura.
--No me atrevería a hacer tal cosa.
--Si, os conozco, dije. He oído de vos. ¿Acaso conocéis lo que es el hambre? Dicen que multiplicáis el pan sin
problemas. ¿Y dónde estabais cuando mi
padre se murió de amargura? Dicen que
vos resucitáis muertos y podéis vencer la muerte. ¿Por qué no hicisteis tal con mi padre? Y ahora venís a echarme en cara lo que
hago. ¿Acaso las moscas no se paran en
vuestra mierda?
El moreno agacho la cabeza y no dijo nada.
--Bien, --dijo Quilón--. Tened este maldito látigo si tanto insistís. ¿Sabéis usarlo acaso?
--Trabajo con mis manos. Soy carpintero. Me las arreglare.
--¿Y para qué diablos lo queréis? ¿Vais a azotar a los esclavos?
El moreno sopeso el látigo.
--Ciertamente que no.
Dejadme usarlo y lo veréis.
Aunque sabed, algo conozco de las mulas y de los hombres. ¿Me aceptáis un consejo? Si lo hacéis no os gustara lo que os diré.
Quilón escupió.
--Sea.
--Por lo que toca a las mulas, olvidaros de tratar de
quitarles lo tercas. Así las hizo Dios
–explico el Moreno.
--Sea. Pero,
decidme, ¿acaso Dios, que es todopoderoso, no puede crear una mula que no sea
terca?
El moreno sonrió.
--Buena pregunta.
Digna de un griego. No sé. Lo tendré que pensar.
Quilón se rio.
--Mi abuela era griega, de Tiro, por eso me gusta
hacer preguntas. Pero, ¿y que de los
hombres?
--Ah, sí, bien, os hablare de los hombres. Si, esos esclavos son en efecto
poltrones. Parte es porque desfallecen
de hambre y parte es porque todavía les queda una chispa de desafío. Si usáis el látigo sin misericordia con ellos
apagareis esa chispa. Por supuesto, no
tardan luego en morirse pero si vuestro patrón cree que los puede reemplazar
con facilidad no creo que sea eso un problema.
--No me habéis dicho nada que sea nuevo. Cualquier capataz que maneja esclavo lo sabe.
--¿Y alguien os lo había enunciado así antes?
--No. Es algo
que comprendemos sin pensar en ello.
--Pues ahora lo sabéis abiertamente. Es decir, ahora os toca tomar la decisión de
continuar vuestra labor aun si sabéis que implica el matar el alma de un
hombre.
--¿Y acaso creéis que por saber tal cosa dejaría de
hacer lo que hago? ¡Carajos! ¿Sabéis vos lo que es alimentar a una
familia? ¡Vos os paseáis por Judea como
si nada!
--Os dije que no os gustaría lo que os iba a
decir. Si, ahora decidirás vos lo que es
justo y lo que no lo es pues tenéis toda la información necesaria. La verdad os hace libre.
--¡Que ya os he dicho que no sois nadie para juzgarme! Y tengo buenas razones para hacer lo que
hago.
--Yo no soy el que os juzgara de ahora en
adelante. Seréis vos. Y vos sois el juez más severo que puede
haber, os lo aseguro, pues sois en el fondo un hombre justo. Los hombres malos se pueden dar el lujo de cometer
injusticias sin que sus conciencias los hagan sufrir.
--¿Y qué diablos esperáis que haga con esos esclavos
poltrones? ¿Qué los trate con caricias?
--No tengo la menor idea. Yo nunca he sido capataz. Todo lo que hacéis, si, es perfectamente
legal. Si no lo hacéis vos seguramente
lo hará otra persona que también tendrá familia que alimentar. Tal es como es el mundo. Si por mí fuera construiría un reino sin esa
injusticia pero, me temo, no podría existir tal reino en este mundo. Los que lo pueden cambiar serían los
hombres. Pero, me temo, esa sería una
labor digna de hombres mejores que vuestro servidor.
Quilón sacudió la cabeza y escupió.
--Decís que sabéis usar el látigo, sea. Me
gustaría ver lo que hacéis con este.
--Venid conmigo entonces, Quilón, os divertiréis.
V. El Tumulto
Una hora después el tumulto estaba más o menos bajo
control. Los guardias del templo habían
arrestado al moreno y a sus seguidores.
Estos habían causado toda clase de destrozos y agredido a los
mercaderes. Había varios descalabrados y
otros con brazos rotos. Un mercader de
Bizancio no parecía recuperar el sentido.
También había habido bajas entre los guardias. El jefe de la banda de desalmados se hacía
acompañar de un pescador energúmeno que había blandido un garrote sin piedad
entre la guardia. A pesar de su
armadura, varios sufrían de costillas rotas.
Varias carpas de los mercaderes se habían colapsado. En medio del tumulto la plebe había aprovechado
para saquear la mercancía.
--¡Os hare maldecir el día en que habéis nacido!
–gritaba Jacob ante los arrestados. El
moreno no parecía poder evitar una sonrisa.
--Jefe, tengo sed –dijo el energúmeno--. Haga algo de vino, no sea malito. Dar de garrotazos le da a uno sed.
--¿Jacob, qué está sucediendo aquí? –pregunto Caifás
presentándose acompañado de un romano que portaba una elegante toga. El romano iba acompañado de un sargento y
tres legionarios. Los guardias del
templo habían formado un cerco para mantener a la plebe a distancia.
--Padre, --explico Jacob-- estos infelices son zelotes
y atacaron a los mercaderes. La guardia
los sometió pero causaron toda clase de destrozos. ¡Que van a pensar los inversionistas!
--¿Vos decís que estos hombres son zelotes? –pregunto
el romano. Los legionarios sacaron sus
espatas y miraban a la plebe con recelo.
--Padre, me temo que el templo tendrá que cubrir las pérdidas
de estos mercaderes –apunto Jacob--. Esa
cláusula esta en todos los contratos.
Era la única manera de asegurarles certeza jurídica a los
inversionistas.
--Me importa un carajo todo eso –rugió Caifás. Luego se voltio a encarar al romano--. Os aseguro, excelencia, que esto es un hecho
aislado. Los zelotes son una ridícula
minoría que no es capaz de perturbar la paz de esta provincia.
--¡Estos desgraciados tienen de zelotes lo que yo
tengo de senador de Roma! –exclamo un fulano acercándose al cerco de los
guardias del templo.
Caifás hizo una señal para que permitieran al hombre
acercarse.
--¿Quién sois vos que habla con tal insolencia?
–pregunto el romano.
--Mi nombre es Quilón, hijo de Lucas. Don Caifás me conoce.
--Si, os recuerdo, Quilón. Creo que habla la verdad, don Poncio –dijo Caifás. Luego se acercó al moreno--. ¿Y vos?
¿Quién sois?
--Visite el templo cuando era tan solo un niño
–contesto el moreno--. Vos teníais el
pelo negro entonces y bien me acuerdo que me elogiasteis y hasta me
defendisteis justificando mi arrogancia.
Francamente fui muy patán para atreverme a creer que podía discutir con
los doctores sobre la Ley.
--Ah, sí, sois el hijo de José, el carpintero
–contesto Caifás--. He oído de vos. Andáis predicando blasfemia.
El romano sacudió la cabeza.
--No sé por qué vosotros los judíos os tomáis la
religión tan en serio. Por cualquier
cosa armáis un tumulto. ¡Creo que no
podéis ni cagar en el Sabbath! Tanto
celo no es bueno para los negocios y el comercio.
--Don Poncio tiene toda la razón, --dijo Jacob--. Hay que modernizarnos. La religión no es tan importante.
Don Caifás estaba morado de coraje.
--¡Jacob! ¿Qué
clase de sacerdote del templo sois vos?
¡Maldita sea! ¡Nuestro deber es
preservar el templo y asegurar el bienestar del pueblo de Israel! ¡Es un deber que nos impuso Dios! ¡Decidme la verdad! ¿Sois hijo del velador verdad? ¡Ningún hijo mío puede hablar así! ¡Oy vey!
--No me cabe duda –se rio el romano--. Vos sois un pueblo muy pintoresco. De todas maneras este tumulto no debe
repetirse. Hay que hacer un ejemplo de
estos fulanos, sean zelotes o no.
--El templo, repito, asumirá su responsabilidad
resarciendo las pérdidas de los inversionistas, su excelencia –se apresuró a
asegurar Jacob.
--Bien, sargento, llevaros a estos terroristas zelotes
–ordeno el romano--. Aseguraros que se
haga un ejemplo de ellos.
--¡Pero estos fulanos no son zelotes! –juro Quilón.
--A este imbécil también, sargento –dijo el romano
apuntando a Quilón.
--Don Caifás –dijo el moreno--. ¿Entiende vuecencia la razón de nuestra
indignación?
Caifás lo vio con recelo.
--La comprendo pero no la justifico –contesto Caifás--. Y no, no os daré lo que deseáis, el haceros
un mártir o que se yo. Don Poncio, ¿me haréis
vos la gentileza de permitirme hablar con vos a solas, antes de que vuestros hombres
de lleven a estos patanes?
--Por supuesto, don Caifás –contesto el romano-. Sargento, espérese un momento.
El moreno veía a don Caifás y al romano hablar a
solas.
--¿Por qué os hicisteis presente, Quilón? Bien os podíais haber quedado callado y no
estarías bajo arresto.
--¡Por idiota!
¡Maldita sea! ¡Que me habéis
jodido la vida! ¡Con un carajo! Haced algo, diantres, y callad mi
conciencia. ¡Sera mi perdición!
--¿Yo? –se rio el moreno--. Creo que recuerdo veros también dar unas
buenas patadas a los vendedores de perfume egipcio. Es más, varios jarrones cayeron sobre vos y oléis
muy bien. Seguramente los otros galeotes
os harán propuestas indecorosas.
--¿Creéis entonces que acabaremos en las galeras?
--Depende.
--¿Depende? ¿De
qué? ¡Dejad de hablar en parábolas con
un carajo! ¡Decidme la verdad
llanamente, diantres, si en verdad queréis que sea libre! ¡No soy un hombre estudiado!
--Depende de si todavía le queda algo de decencia y
patriotismo y mucha labia a don Caifás ahí.
El romano ese es susceptible de zalamerías. Confiad.
--Jefe, --interrumpió don Mateo-- andan diciendo que
el fulano griego que venía de Bizancio acaba de morir.
El moreno sacudió la cabeza.
--Maldita sea, Pedro, siempre se os pasa la mano. No os preocupéis. Ahorita se levanta y anda el fulano ese. No recordara nada aunque tal vez si le quede
un dolor de cabeza de los mil diablos.
El romano se dirigió al moreno y sus hombres.
--Tenéis suerte que estoy de buenas y que don Caifás intercedió
por vos. No sé por qué diablos hizo tal
cosa pero esta vez aceptare su suplica.
Escuchadme bien, bola de desgraciados, ¡idos de aquí! Os prohíbo que volváis a entrar a esta
ciudad. ¡Sargento! Escoltad a estos tunantes a la puerta de la
ciudad y dadles una patada en el culo a manera de despedida para que aprendan a
respetar a Roma.
VI. Epilogo
Y así fue como esos alborotadores y malvivientes
fueron sacados de la ciudad. Si, le costó
al templo un ojo de la cara reembolsar a los mercaderes sus pérdidas. Los leguleyos no tardaron en aparecer, cual
tiburones, y, en nombre de sus clientes, los comerciantes, presentaron toda clase de demandas
contra el templo ante el romano Poncio Pilatos, gobernador de Judea.
Jacob quedo desacreditado pues los mercaderes
decidieron boicotear el templo y no quisieron volver. No había garantías para los inversionistas,
dijeron. S in embargo, Jacob ben Caifás seguiría siendo miembro
influyente del sanedrín (el junior había adquirido muchos seguidores) y tendría
ocasión de vengarse juzgando al moreno y crucificándolo. Esa historia se ha contado ya muchas veces y
no os aburriré con ella.
De Caifás os contare lo siguiente. Don Caifás siguió perdiendo jirones de
dignidad y honor con tal de no causar ofensa a Roma. Murió unos meses después de cierto juicio
celebre. Se decía que no murió en
paz. Su conciencia lo atormentaba pues
era, en el fondo, un hombre probo que sabía que estaba cometiendo grandes
injusticias y que su excusa, proteger al templo, no era suficiente
justificación. Roma lo cubrió de honores justo antes de su
muerte. Pero, ¿de qué le sirven tales
honores a un hombre si al obtenerlos pierde el alma?
Por lo que toca al templo, este fue destruido por los
romanos unos años después cuando ocurrió la tan esperada sublevación de los zelotes o
nacionalistas judíos. La destrucción la
llevo a cabo la décima legión bajo el mando de Tito, el que heredaría el
imperio de su padre, Vespasiano. Del
templo todavía queda en pie un muro, tan solo un muro.
Finalmente, lector, os diré esto. Estas historias se escriben y se reescriben
una y otra vez a través de los siglos. De
ahí tanto error que se incurre. Por
ejemplo, en el juicio mentado ese Pedro negó tres veces los hechos. Pero lo que pasó no fue que negó a su jefe
sino que más bien negó ser el autor de los tres muertitos que hubo en el Getsemaní. Esto no lo mencionan las crónicas. Si, hubo bronca durante el arresto. Y no, Pedro no tuvo la culpa de esos tres
muertitos. La tuvo Quilón y no hubo
cuatro muertitos pues Judas resulto ser ligero de pies. Y no, no sé qué suerte corrió el tal Quilón
pero si Dios es justo seguramente le perdono sus pecados cuando murió.
Así pues, lector, os pido vuestra tolerancia y me
atrevo a decir que si los autores de estas historias buscan causar ofensa o
bien tienen motivos egoístas o que se yo es algo que solo el buen Dios puede
juzgar. Pero tal argumento, por
supuesto, no os impedirá emitir juicio sobre este escrito y sobre su servidor.
FIN
Nota: La expresión “Oy Vey” es yiddish, una forma de
alemán e indica asombro, desesperanza, enojo, etc. Esta expresión solo nació a raíz de la
diáspora de los judíos a raíz de la destrucción del templo. No existía en la Judea del primero siglo de
la era cristiana. Su servidor no tiene
ni la más triste idea de que sería el equivalente en arameo así que recurrí a
esta expresión francamente anacrónica y solo le pido al gentil lector que
excuse, por lo menos esta vez, mi ignorancia que me forzó a usar esta muleta.
Mario Quijano Pavón
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