En
dos ocasiones Santa Anna guio al ejército mexicano al norte, de San Luis Potosí
a Saltillo. En la primera ocasión, el ejército se siguió hasta Tejas, con los
resultados que ya conocemos. En la segunda ocasión el ejército mexicano derrotó
a Zachary Taylor en La Angostura. Ambas marchas fueron en pleno invierno, con
nieve, granizo, y hielo, y con gente de leva, mayoritariamente de tierra
caliente.
En
ambas ocasiones el ejército marchó con un “tren” de mujeres que seguían a los
juanes. Estas iban mal vestidas, muchas sin calzado, tan solo con un rebozo
para enfrentar el invierno, y murieron al por mayor tanto por las hambres como
por el frío que se experimentó en ambas ocasiones.
Se
habla de “retiradas napoleónicas” en medio de un invierno cruel y pasando
hambres. El ejército mexicano si hacia esas marchas pero no, no eran para huir
del enemigo, era para buscarlo. Y su ruta era marcada por la zopilotada que se
engordaba con los cadáveres que iban quedando en el camino.
Los
zacapoaxtlas, el sexto batallón de la guardia nacional, se presentaron ante
Zaragoza la madrugada del cinco de mayo pidiendo se les diera un lugar en la
línea de batalla. Don Ignacio desconfiaba de ellos pues antes habían andado con
Miramón. Los pusieron en un cerro pelón, al frente de las líneas mexicanas,
como carne de cañón. Su misión era hacerse matar y sangrar al enemigo.
Como
siempre, los zacapoaxtlas iban seguidos por sus mujeres. Estas se rehusaban a
irse pero por lo expuesto del lugar que asignaron al batallón los juanes las
obligaron a retirarse. Al despedirse de ellas los zacapoaxtlas les pidieron:
“si nos ven correr escupan en nuestras caras”. Ese día los zacapoaxtlas
detuvieron en seco al 99 de la infanterie de la ligne, cuerpo de elite del ejército
francés, incluso le arrebataron su bandera que tenía en letras de oro la
leyenda “Austerlitz”. Los zacapoaxtlas, hombres que no le temían ni a la muerte
ni a los franceses, hicieron su hazaña por temor a que sus mujeres les
escupieran en la cara.
Muchas veces la Adelita tomo el rifle y
defendió a México aun en circunstancias desesperadas. Durante el sitio de
Puebla en 1863 la lucha fue casa por casa, a veces habitación por habitación.
Zaragoza ya había muerto. González Ortega era el nuevo comandante del cuerpo de
ejército de oriente. Entre las tropas que defendían Puebla se encontraban los
mineros de Guanajuato seguidores de Doblado.
Los
franceses habían traído mineros de Lille y estos habían empezado a cavar
túneles bajo las líneas mexicanas. La intención era poner una mina debajo de
los baluartes mexicanos y volarlos por los aires. Los mineros de Doblado se
avocaron a cavar sus propios túneles e interceptarlos. Muchas veces los
franceses o los mexicanos irrumpían en los túneles del contrincante y se
peleaba cuerpo a cuerpo, a cuchillazos y sin dar o pedir tregua, en la
oscuridad mefítica.
Los
franceses lograron estallar una mina bajo el fuerte San Javier, diezmando a los
defensores. Los gabachos escogieron bien el momento: estaba tomando lugar un
relevo. Un contingente de “Adelitas” estaba ahí llevando el rancho y evacuando
heridos al momento de la explosión. Al ocurrir esta, los zuavos se abalanzaron
sobre las ruinas, esperando ya no encontrar resistencia. Pero, de entre las
ruinas los defensores, incluyendo estas mujeres, les presentaron batalla y los
rechazaron. San Javier no caería sino hasta unos días después, cuando escaseaba
el parque –que no los huevos—y González Ortega decidió que ya habían corrido
suficientes arroyos de sangre defendiendo esas ruinas.
La
“Adelita” de nuestra memoria colectiva era madre, esposa, y hasta tropa de último
recurso de los ejércitos mexicanos. Su aspecto era variado pero se pueden hacer
unas generalizaciones a partir de las imágenes del Casasola. Las sureñas
llevaban el inevitable rebozo, eran en su mayoría indígenas, portaban un
sombrerote, y calzarían huaraches. Las norteñas a veces portaban buenos
sombreros tejanos y calzaban botas federicas, y entre ellas habrían tanto
indígenas de pura sangre como mestizas y criollas. Se les ve blandiendo los
rifles 30-30 o las mitigueson. En el Casasola se atestigua también como algunas
llegaron a ser coronelas y generalas y tenían el mando directo de las tropas.
La
“Adelita” era una vitualla ambulante. Ella llevaría en carrilleras el parque a
la línea de batalla. En su itacate se encontraban tanto alimentos como vendajes
improvisados y una botella de sotol para ayudar a los heridos a no sufrir tanto
al morir. La “Adelita” era capaz de hacer una marcha de veinte kilómetros,
preparar el campamento, curar a los heridos, regañar a los cobardes, cocinar
para el Juan, darle pecho al chamaco que cargó –junto con el parque y las
vituallas—por esos veinte kilómetros, y tomar las armas si el enemigo irrumpía
en la retaguardia.
Era
en verdad prudente tenerles miedo a las “Adelitas” pues sí, “no tenían miedo”.
El Juan soltero no podía nomás acercarse a cualquiera de ellas. Si ella tenía
su Juan podía correr la sangre. Pero al morir su Juan, cosa frecuente, la
“Adelita” lo lloraría y luego luego buscaba otro. Como las mujeres de Esparta,
las “Adelitas” preferían darle su amor solo a los más valientes. Las “Adelitas”
sabían quienes entre la tropa “eran hombres” y despreciaban a los cobardes.
Píenselo, ¿quién chingaos va a marchar a pie 20 kilómetros para darle de comer
a un coyon?
Al día
siguiente del asesinato del señor Madero llevaron a enterrar su cadáver en una
fosa humilde. Unos cuantos conocidos y gente del pueblo se reunieron al pie de
la fosa. Mientras tanto, en la cámara de diputados, un pelón, de lentes,
borrachín, impuesto por la embajada norteamericana era ungido como presidente
con todas las de la ley, con el aval de “las instituciones”.
Cuando el cuerpo sangriento del señor
Madero, envuelto en un humilde petate (la democracia asesinada) era bajado a la
fosa una voz de mujer se escuchó: “bueno, ¿qué ya no hay hombres, carajo? ¿Qué
no ven que esto es un asesinato? ¡Huerta es un asesino! ¿Van a dejar esto
impune?”
De inmediato dos gendarmes se aproximaron.
La gente hizo un claro alrededor de la mujer. Esta, llorando de rabia, siguió arengándolos
hasta que los gendarmes la retiraron del lugar a empujones. La voz de Juana
Gallo, que así se le recuerda, resonó en todo México. En toda la república
bandas milenarias se aprestaron a luchar contra el usurpador.
Durante los años convulsionados de la
revolución, la “Adelita” dejo sus huesos de Agua Prieta a Torreón a la Bufa en
Zacatecas a Celaya y a las selvas del sureste. Pelones, villistas, colorados,
zapatistas, felicistas, etc., todos traían un “tren” de “Adelitas”. Y más de
una “Adelita” empezó con un Juan federal, pasó por un dorado de Villa, y acabó
con un yaqui obregonista. Y en todos los casos siguió a su Juan fielmente no
por razones políticas sino porque era “muy hombre” o lo hubiera dejado luego
luego.
La
derecha nos crítica y se mofa de nuestras “Adelitas”. Dice que soñamos en un
pasado que solo conocimos a través de las películas de la Doña María Félix y de
Pedro Armendáriz. También sacan a pasear a Octavio Paz, el mismo que pregonaba
que éramos un pueblo agachón y sumiso. El mensaje es el mismo: sean bien
portaditos, no exijan nada, y pónganle su veladora y récenle al santito o a las
santas instituciones y dejen que los sigamos jodiendo. Ese pasado heroico es
solo para recordarse en películas ya viejas y cursis.
Pero
el pueblo de las fotografías del Casasola no es ciertamente agachón y sumiso.
¿De dónde sacó Paz esa mariguanadas de que los mexicanos son puros coyones?
Todos, incluyendo a las Adelitas, pasando por Fierro, Villa, Zapata, Obregón,
Calles, vamos, hasta Pascual Orozco y sus colorados, ¡tienen el mirar de lobos
esteparios! Puta madre, nadie haría cachorros del imperio a esos hombre y
mujeres de mirar lupino.
Y
todos los pueblos tienen mujeres heroicas y belicosas en su memoria colectiva.
Los británicos recuerdan a su reina Boudica. Los griegos recuerdan a la altiva
y valiente emperatriz Teodora. Los egipcios tienen a la hábil Hatshepsut. Y los
sirios no olvidan a Zenobia, que hizo temblar a Roma. ¿De qué chingaos se
espantan los fachos?
Los
alemanes, pueblo que ciertamente sabe hacer la guerra, nombran a sus sargentos
“feldwebel”. Este término se traduce como “esposa de campo”. Ciertamente, han
de haber algunos sargentos alemanes que sean “raritos” pero no se debe
interpretar el término en ese sentido.
El
feldwebel, o esposa de campo, tiene que ver por el bienestar de la tropa, cuyas
vidas, según la mentalidad teutona, están para usarse en proteger al estado.
Así pues, el feldwebel se encarga de asegurarse de que el infante no tenga
ampollas en la planta de los pies, que no esté enfermo, que no le falte
vestimenta o parque o alimento. En suma, los alemanes hacen de sus feldwebel
“Adelitas”.
Si los ejércitos alemanes conquistaron
medio mundo fue por el cuidado que le daban a sus soldados esas esposas de
campo. Y si nuestros juanes lograron enfrentarse al enemigo en todas las
guerras extranjeras e hicieron la revolución fue definitivamente por sus
“Adelitas”.
¿Es una nostalgia desorientada el admirar a
estos sombrerudos y “Adelitas” y recordar su valor? Dieron muestra de huevos –o
ovarios-- defendiendo la patria a muerte en Veracruz en 1914 y en el Carrizal
(donde fue derrotada la vanguardia de la expedición punitiva de Pershing).
¿Morir por México es vergonzante de acuerdo a la derecha?
Ellos –los revolucionarios-- nos dieron una
constitución que originalmente era entre las mas avanzadas en el planeta en
cuestión de derechos sociales (ahorita ya la capó la derecha). Su movimiento y
sus ideas culminaron en la expropiación del 38 y de ahí tomo lugar el despeje
económico del país en las décadas que siguieron (hasta que llegaron los
pendejos neoliberales).
Pero
tal vez el más importante legado de estos sombrerudos fue mandar al carajo al
México de los catrines, el de los afrancesados, gachupines, y gringo wanna be,
los que se hinchaban de dinero haciendo negocios al amparo del gobierno de don
Porfirio. Esos catrines enajenados se avergonzaban de lo mexicano.
Y
si, tan fiera fue la sangre de los sombrerudos y “Adelitas” y tanto
fertilizaron con esta el suelo patrio que retoñaron las raíces de la
mexicanidad. Carajos, encarnan la mexicanidad, razón por la cual algunos chicanos
se aferran a la imagen de Pancho Villa para mantener algo de dignidad.
Este
fenómeno, el renacimiento de la mexicanidad, fue el que intuyeron los
muralistas –Diego, Frida, Sequeiros, etc. —durante el florecimiento cultural
que siguió a la revolución. Y si, nuestra memoria colectiva incluye a las
“Adelitas’, las que solo le daban sus amores a los valientes, le escupían en la
cara de los coyones, y tomaban los rifles cuando los hombres habían muerto o
huido.
De
ahí entonces que la derecha, los agringados de hoy, intuyen –no tienen memoria
histórica estos imbéciles—que ya se andan despertando los fantasmas de nuestros
abuelos o bisabuelos, los hombres y mujeres de miradas de acero. Pregúntenle a
los poetas, a los locos, y a los borrachos: les dirán que ya se oyen los cascos
de la Siete Leguas con el centauro a cuestas.
De
nada han servido tantos años de embrutecer al pueblo con la televisión. El
pueblo no es bien portadito. Los maderistas en la toma de Ciudad Juárez no
portaban moñitos blancos, portaban moños tricolores, como los renegados. No
fueron “señoritos” los que tomaron la Bufa o entraron a Columbus. Y el pueblo
ya empieza a recordar. Se oyen otra vez los cantos añejos…”en lo alto de una
abrupta serranía”…como una mantra de nigromante que arenga a los fantasmas y
desempolva memorias de heroísmo.
Con
razón regañan y fustigan los fachos. Cuando el pueblo canta el pelón se
espanta. ¡Están despertando muertos! Y tienen toda la razón en estar cagados de
miedo. Si resulta que tan solo les llegamos a los talones a esos aquellos
sombrerudos y “Adelitas”, eso ya sería suficiente para mandar al carajo al
putito de los pinos y sus gringo wannabes.
No,
tal vez no somos aquel pueblo de Fierro, Villa, y Obregón, los tiempos han
cambiado, si. Pero es nuestro deber recobrar nuestra memoria histórica. Que nos
enorgullezca el valor y audacia de esos sombrerudos y “Adelitas”. Nuestra
historia es lo que nos hace mexicanos. Avergonzarse de ellos sería avergonzarse
de nuestra sangre.
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