Ayer se conmemoro otro aniversario del 20 de noviembre de 1910, una fiesta que los mexicanos ya no celebran y aparentemente tampoco entienden. Este es un homenaje a los mexicanos de acero de aquellos tiempos. Mientras los recordemos ellos no moriran.
La Batalla de El Carrizal tomo lugar a unas
leguas de Villa Ahumada, Chihuahua. Los
hechos que aquí se relatan, se basan en acontecimientos históricos. Los mexicanos, si, les partieron la madre a
una columna gringa de la expedición punitiva que los superaba en número. Este relato es parte de la novela, inconclusa
(como la revolución misma), llamada “El Último Tren”.
El Carrizal – abril de 1916
En su cuartel de Colonia Dublan, el general norteamericano Pershing
contemplaba el mapa de Chihuahua.
--Los mexicanos han dado parte que no nos
permitirán seguir más al sur –le indico su subalterno George Patton.
--O sea, ¿acaso creen que nos van a poder
detener, Georgie?
--No sé qué idea tengan, mi general. Están muy ardidos por nuestra presencia. Corretearon a Tompkins de Parral.
--Tompkins es un imbécil –dijo Pershing
sirviéndose un trago de whisky--. ¿A quién
se le ocurre entrar en Parral con tan solo una pequeña escolta?
--A duras penas salvo la vida, mi
general. Pero, dígame, ¿cuáles son sus órdenes?
Pershing puso su dedo sobre Villa
Ahumada.
--Let’s check the
Mexicans’ resolve. Ordene que el ejército se mueva sobre este pueblo.
--¿Villa Ahumada?
--Right.
--En tal caso, mi general, sugiero que
pongamos al comandante Boyd y a sus Buffalo Soldiers al frente, como
vanguardia.
--Buena idea –sonrió Pershing--. Esos negros pueden servirnos de carne de
cañon y Boyd tiene fama de cabrón por las matanzas de rebeldes que hizo en
Filipinas. Pero, ¿qué fuerzas hay en ese
punto?
--Los pilotos han visto una guarnición
–explico Patton--. Probablemente no más
de 500 hombres al mando de un tal Gómez.
--¿Solo 500?
--O tal vez menos. Quizá solo son 300. Sin embargo, aconsejo irse con tiento.
--¿Por qué?
--Parece que son ex villistas en su mayoría,
de la antigua Brigada Zaragoza. Se le
rindieron a Obregón después de Agua Prieta.
Al oír la alusión a Francisco Villa
Pershing se puso morado de coraje y se acabó su vaso de whisky de un solo
trago.
--So what?
¡Me importa un carajo si fueran la guardia imperial de Napoleón! Ese maldito de Villa se ha estado burlando de
nosotros. ¡La prensa en Estados Unidos
me ha estado atacando día y noche llamándome incompetente!
--Aun así, mi general…
--¡No diga más, Georgie! Dígale a Boyd que monte a su gente. Tendrá mil negros con él, gente veterana y
cabrona, los suficientes para hacer a un lado a 300 mexicanos
desarrapados. Y si, que se lleven parque
extra y unas piezas de montaña. ¡Ningún
mexicano mugroso me va a decir dónde ir o no ir, damn it!
II. "Un tal Gómez"
El general Félix U. Gómez era bajito,
moreno, de bigotito, parecía un gallito.
Su segundo, el teniente coronel Genovevo Rivas Guillen era en cambio un
gallote gordo y papadon. Los dos, sin
embargo tenían fama de ser de huevos. Habían
visto acción en Celaya y en Agua Prieta combatiendo a la división del norte.
Gómez y Rivas Guillen se encontraban en la
oficina telegráfica de Villa Ahumada.
Ambos hombres fumaban nerviosos mientras el telegrafista tecleaba.
--Aquí está mi general –dijo el
telegrafista pasándole una nota a Gómez.
Gómez la leyó y sacudió la cabeza y le paso
la nota a Rivas Guillen.
--¿Obregón ordena que no permitamos a los
gringos avanzar más? –cuestiono Rivas Guillen--. ¿O sea, vamos a crear un incidente?
--No, no es un incidente, Genovevo, lo que
se busca. Es una batalla.
--Pero, esto significa guerra con Estados
Unidos.
--¿Qué quieres? --dijo Gómez con resignación--. Como dijo Byron, a nosotros no nos
corresponde preguntar el por qué de una orden sino el ejecutarla y morir. ¿Cuánta gente tenemos?
--Como 400 en total, descontando a los enfermos.
Gómez le hizo una señal a Rivas Guillen
para que salieran de la oficina y no los oyera el telegrafista, un antiguo
soldado de la división del norte.
--¿Son puros villistas verdad?
--Excepto por una compañía de Yaquis.
--¿Confías en los villistas?
--Pos no, pero no tenemos de otra.
Gómez medito por un momento. Rivas Guillen tenía razón. No tenían de otra. Además, Obregón les había dado la orden
directa de defender Villa Ahumada.
--Sabes, Genovevo, hay tres ejércitos, me
dicen, en que una orden no se cuestiona.
--¿Pos cuáles mi general?
--Quesque el alemán, el japonés y el mexicano.
--¿O sea, nos quedamos y nos hacemos matar
si vienen los gringos?
--Esa es la orden de Obregon.
Rivas Guillen no dijo nada por un momento y
luego sonrio.
--¡Sea mi general!
--¿Y qué del parquet?
--Para un par de horas de combate, mi general. No más.
--Puta madre –juro Gómez quedamente.
--Mi general, créame, yo creo que el hecho
que nuestra gente son en su mayoría ex villistas es una ventaja.
--¿En verdad? No creo que se harían matar por Carranza.
--No, por Carranza no. Pero si les tienen una tirria tremenda a los
gringos. Y estos buscan a Pancho. Por ese cabrón ellos son capaces de irse
hasta Washington.
III. Brígida
Esa mañana no tenía yo ni idea de lo que
iba a pasar. Yo solo era un soldado
raso. En la división del norte Villa me
había hecho teniente. Mi tío había
llegado a capitán pero ahora solo era sargento.
Ambos estábamos ahora a las órdenes de los carrancistas. Brígida me llevo el rancho al piquete donde
hacia guardia a la entrada de Villa Ahumada.
--Aquí te traje el desayuno, Pavón.
La abrace y la bese.
--Gracias mi amor.
--Escúchame, Pavón, he estado pensando.
Algo había aprendido de las mujeres. Y sabía que cada que se ponían a pensar ardía
Troya.
--Desembucha.
--Pos mira.
Tengo familia por el rumbo de Durango.
No los he visto en años. Quién
sabe si vivan, ya ves cómo ha sido de cruel la bola.
--Continua –dije mientras me servía yo una
tortilla y frijoles.
--Pos, ¿y si pides tu baja del ejército y
los vamos a ver? Seguro que nos harían
un lugar. Plantamos una milpa, que se
yo, hacemos una vida.
--No entiendo. ¿Estas descontenta con esta vida?
Confieso que no había pensado en nuestro
futuro. Tan solo tenía 20 años y estaba
rete pendejo.
Brígida sonrió.
--Pos no tanto por mí. Pero hay que pensar en tu hijo.
--¿Cómo que mi hijo?
--Pos estoy tardada, Pavón.
--Pero… ¡no entiendo!
--¡Si serás pendejo! Pareces gallo, cabrón. Tenía que suceder tarde o temprano.
Casi deje caer el taco.
--Válgame Dios, ¡un hijo!
--O hija, que se yo. Pero la bruja me dice que es hombrecito.
IV. El
Yaqui
El resto de la mañana pasó como en un
sueño. Mi tío vino a relevar nuestro
piquete. En eso estábamos cuando vimos
aproximarse a un jinete a matacaballo.
De inmediato lo encañonamos con nuestros mausers.
--Es Lobo, uno de los jefes de los yaquis
–anuncio mi tío.
--¡Abrid paso! ¡Debo ver al general! –ordeno el
indígena. Yo nunca entendí que chingaos
grados ostentaban esos cabrones pues usaban nombres en su lengua pero creo que
este cabrón era algo así como un capitán.
Su poco español, luego supe, era del siglo XVII pues allá perdidos en sus
montañas seguían hablando la lengua cual se la habian instruido los curas en tiempos de la conquista. De inmediato le cedimos el paso.
--¿Qué nuevas capitán Lobo? –pregunto Gómez
al ver entrar al yaqui a su oficina.
--Mi general, sabed que los norteamericanos
se aproximan.
--¿Cuántos son?
--Vide unos mil. Y los he identificado. Son los Buffalos. Traen carretas con munición y vide
ametralladoras y piezas de artillería de montaña.
--Ah, son los negritos. Pershing los manda por delante cual carne de canon.
--Así es, mi general –contesto el yaqui--. Tienen mala fama entre mi gente. Combatieron a los apaches, nuestros primos. No toman prisioneros. Pero nosotros tampoco.
Gómez hizo llamar a Rivas Guillen.
--El capitán Lobo ha visto a los gringos,
Genovevo. Son como mil y traen
ametralladoras y piezas de montaña.
--¿Qué ordena, mi general?
Gómez se dirigió al mapa desplegado en una
pared. Era una vieja carta geográfica
que había obtenido de la estación de los ferrocarriles. No estaba tan detallada como la que tenía
Pershing.
--¿Hay algún punto donde les podríamos
marcar el alto antes de que lleguen al pueblo?
--Si lo hay, mi general –apunto
Lobo--. Aquí, más o menos, a unas tres
leguas al norte. Es una ranchería
llamada el Carrizal. Hay un arroyo seco
y un puente semi derruido que lo cruza.
Gómez se quedó pensando un momento.
--Bien, caballeros, estas son mis órdenes. Genovevo, despliegue a la tropa al norte del
arroyo. Y usted, capitán Lobo, ponga a
su compañía resguardando el puente. No
permita que la gente se desbande, ¿entiende?
Si se quiebran y quieren huir a Villa Ahumada usted les marca el alto y
los hace volver al combate.
--¿Puedo usar la fuerza, mi general?
–pregunto el yaqui.
--Dispáreles si es necesario.
--Vamos a tener el arroyo a nuestras
espaldas, mi general.
--Lo sé, pero no es tiempo de aguas. De todas maneras quiero que entiendan estos
cabrones que no tienen opción sino hacerse matar al norte del arroyo.
--¿Qué de la ranchería? –pregunto Rivas
Guillen.
--Son tan solo un par de jacales de mala
muerte –explico Lobo--. Están al sur del
Puente.
--Entonces sugiero que ahí pongamos nuestro
parque de reserva –dijo Rivas Guillen--.
--¿Parque de reserva? --pregunto Gómez con escepticismo.
--Bueno, lo que tengamos, que no es mucho,
mi general.
--Sea, háganlo así, señores.
IV Revive
la Brigada Zaragoza
--¡No la chingues, muchacho! –Juro mi tío
con enojo--. Si pides tu baja del ejército
te fusilan de inmediato.
--No entiendo.
--¡Seria deserción ante el enemigo cabrón! Me acaban de decir que los gringos vienen y
les tenemos que marcar el alto. Olvídalo,
Manuel, ¡aquí va a correr sangre, puta madre!
No tuve más remedio que obedecer. El clarín de órdenes sonó. Nos repartieron munición y nos formaron en
columna. Alcance a ver a Brígida a la
salida del pueblo. Su mirada era
impasible, estoica. No había más que
decir y no me hubieran permitido salir de la formación para hablar con ella. Tuve una sensación extraña y me estremecí.
Gómez montaba su yegua blanca y a su lado
iba mi tío portando la bandera. Detrás
del general iba el corneta de órdenes y su segundo, Rivas Guillen. Marchamos como unas tres leguas y nos
ordenaron desplegarnos a ambos lados del camino.
Habíamos cruzado un puente semi derruido y
note que ahí estaban los yaquis. Tenían
desplegada una ametralladora y sonaban su tamborilete. Ese era mal augurio. Los yaquis nos veían torvamente. Caí en cuenta por que estaban ahí y se lo
dije al soldado a mi lado, un tal Ugarte que había militado conmigo en la
división del norte.
--¿Vistes a esos pinches Yaquis?
--Si, ¿Qué con ellos?
--Están ahí por si nos quebramos.
--No la chingues.
--¡Silencio cabrones! --ordeno mi tío. Traía su pistola 45 en la mano. La bandera se la había entregado a Morales, un
sargento viejón que había sido dorado.
Gómez nos ordeno juntarnos en semi circulo a su alrededor.
--Muchachos, los yanquis se aproximan. Nuestras órdenes son detenerlos. No deben de dar un paso más al sur. No, no les voy a hablar de extraños enemigos
y su puta planta mancillando el suelo de México. Ustedes no son chamacos pendejos. Saben lo que es morir retorciéndose de dolor
con la panza abierta en canal porque así han visto a miles de sus compañeros hacerlo. Así que no les hablare de pendejadas
patrioticas. Solo les quiero decir que
no, no vamos a permitir que estos cabrones sigan más para dentro. No porque así lo ordene Obregón o Carranza,
que tal orden hay, sí. ¡Sino porque se
nos hinchan que no sigan más pa adentro estos gringos putos hijos de la
chingada! ¿Los van a dejar pasar?
Como un solo hombre todos contestamos un
sonoro ¡No! Hubo toda clase de mentadas
a los gringos y vivas a Gómez y a México.
Pero el crescendo creció cuando se oyó un rugido espontaneo: “¡Viva
Villa pinches gringos!” Si, era la
división del norte, su vieja Brigada Zaragoza, la que se había desplegado ahí
en el Carrizal, de espaldas a ese arroyo seco, a partirse la madre con los
gringos. Gómez sonrió al oír eso, el muy
cabron.
Puta madre, que me sentía enardecido. No, no iba a dejar pasar a estos
cabrones. En esos momentos estaba yo
dispuesto a hacerme matar con tal que no siguieran más al sur esos pinches
gringos. Me importaba una chingada morir
con tal de llevarme a un gringo conmigo al infierno.
A lo lejos se veía ya una polvareda. Era la columna yanqui.
V. El
Carrizal
Gómez observaba a la columna yanqui
aproximándose a través de sus binoculares.
--Ten Genovevo, míralos –dijo Gómez
pasándole los binoculares a Rivas Guillen.
--Pos sí, mi general, son los negritos.
--Escucha, Genovevo, conozco a estos
cabrones. Les gusta inventar
incidentes. No quiero darles
pretexto. Que la gente se quede en
posición de firmes sin cortar cartucho, ¿entiendes? Si hay plomazos será porque los gringos
dispararon primero.
--¿Y luego, mi general?
--Pos será lo que Dios quiera. Escucha, ponte entre la gente. No montes.
Te quiero vivo por si algo me pasa, ¿entiendes? La gente debe de ver y sentir que todavía hay
mando. Si no, se quiebran.
Uno de los negros actuaba de
vanguardia. En cuanto nos vio
desplegados volteo su yegua y se dirigió a mata caballo a su columna. No le disparamos. Habíamos recibido la orden de estar en
posición de firmes. Había un calor de la
chingada. Pero los jefes no iban a
permitirnos tomar trago. Lo
necesitaríamos después, bien lo sabíamos, pues éramos todos veteranos de mil
combates.
La columna yanqui se aproximó a unos 300
metros. Oimos a sus jefes gritar toda
clase de órdenes. Los gringos se
desplegaron en línea también. Claramente
se veía que nos superaban en número.
Desplegaron sus ametralladoras y emplazaron sus piezas de montaña. Nosotros seguíamos en posición de
firmes. Ellos ya habían cortado cartucho.
Boyd se aproximó acompañado de dos de sus
subalternos y un trooper portando el banderín de los Buffalos. Típico del ejército gringo, los oficiales
eran blancos mientras que la tropa estaba compuesta enteramente por gente de
color.
--General Felix U. Gomez, al mando del
tercer regimiento de infantería del ejército constitucionalista –dijo Gómez
presentándose formalmente.
Boyd, un barbaján, escupió al suelo y solo
dijo: –Charles Boyd, US Army.
--Señor Boyd –indico Gómez pues el gringo
no había tenido la cortesía de dar su rango--, mis órdenes son que usted no
puede seguir más al sur.
--¿Y quién diablos creen que son ustedes
para decirle al ejército de Estados Unidos adonde puede ir o no?
Gómez estaba muy pálido pero mantuvo su
entereza.
--Lo siento señor Boyd. No puede pasar. Regrésese por favor por donde vino y aquí no
ha pasado nada.
--Vamos a pasar lo quiera usted o no.
--En tal caso, inténtelo si cree poder
hacerlo.
--Fuck you! –grito el gringo y él y su
gente dieron media vuelta y se reintegraron a sus filas.
La conversación la logramos escuchar
claramente entre nuestras filas. Mis
compañeros estaban pálidos y sudorosos.
--Quietos, muchachos –ordenaba mi tío
recorriendo nuestras filas--. Estense
firmes. ¡Somos la división del norte
carajos!
Vide de reojo a Rivas Guillen que hizo como
aproximarse a Gómez. Este le hizo un
ademan para que regresara a las
filas. De pronto una descarga de
fusilería trono. Los gringos nos habían
disparado. Oí las balas zumbar a mí
alrededor. Varios compañeros cayeron muertos
y heridos. Gómez cayó muerto al
instante, con una bala yanqui en la frente.
--¡Abran fuego! –oímos gritar a nuestros
jefes. De inmediato nos pusimos pecho a
tierra y empezamos a contestar el fuego de los yanquis.
Era evidente que nuestras filas no se iban
a quebrar. Si antes estabamos encabronados ahora lo estabamos aun mas despues de ver como habian venadeado a mansalva a nuestro general. Se oían mentadas a los
gringos y más vivas a Villa y a México y hubo hasta quien le dio un viva a la
virgen de Guadalupe.
Rivas Guillen recorría nuestras filas
agazapado observando los movimientos del enemigo y dando órdenes con una sangre
fría admirable. Las balas zumbaban a su
alrededor como un enjambre de avispas pero el gordo parecía
indestructible. Eso nos calmó y
empezamos a disparar haciendo que cada bala contara pues sabíamos que no
teníamos mucho parque. Vide al trooper
que portaba el banderín de los Buffalos caer de bruces muerto. Boyd gritaba órdenes encabronado y hasta les
daba de patadas a sus negros si no estaban disparandonos. De pronto se oyó el tronar de la artillería
yanqui. Los cañones estaban bastante
cerca y sus obuses casi no describían parábola.
Los sentía pasar arriba de mí como si fueran un tren desbocado. Los artilleros empezaron a afinar los tiempos
y la metralla empezó a llovernos y hacer estragos entre nuestras filas. Pero aun así nuestro fuego seguía siendo
nutrido. Rivas Guillen ordeno que nos
trajeran más parque.
--¡Pavón! –ordeno Rivas Guillen llamando a
mi tío--. Toma gente y ordénales atacar
por el extremo derecho. ¡Pero no avancen
hasta que les de la orden!
--¡Sordenes!
Igual movimiento lo ordeno Rivas Guillen a
otro jefe a la izquierda.
--¡Ahí vienen los gringos! –grito un
jefe. .
En efecto, un grupo de los Buffalos habían remontado y desenvainado sus
sables. Boyd los mandaba a darnos la
puntilla. Sus clarines sonaron y se
dirigieron sobre nosotros a mata caballo.
La carga de los Buffalos no llego a más de 20 pasos de nuestras líneas. Al frente iba un oficial blanco. Fue el primero que venadeamos. Los Buffalos llevaban tanto vuelo que pasaron por encima del cadáver haciéndolo papilla. Pero les hicimos tremenda matazón y los detuvimos en seco. Valen madre, pensé, una carga de dorados si nos hubiera partido la jeta. Es más, nos hicieron un favor pues nos parapetamos detrás de sus caballos y sus muertos.
El fragor de la batalla era tal que apenas
se podían oír los gritos de nuestros jefes dando órdenes. Rivas Guillen le dio instrucciones al clarín
de órdenes para que las columnas mexicanas en los flancos contraatacaran. El gordo sabía lo que hacía. Era cosa de aprovechar el desconcierto gringo
cuando vieron su carga de caballería diezmada.
Las dos columnas mexicanas de los extremos los cargaron. En el centro seguimos aguantando y
disparando.
La artillería gringa había detenido su
fuego cuando los Buffalos nos embistieron.
Pero reanudaron su fuego a lo largo de nuestras líneas y reaccionaron
tarde para castigar nuestras columnas que avanzaban en los flancos. A nadie se le hubiera ocurrido que ibamos a atacarlos estando en desventaja numerica. Pero Rivas Guillen se estaba jugando todo con esas cargas.
Oí un horrible estruendo a nuestra retaguardia. Aparentemente un obús yanqui había explotado en la ranchería donde teníamos nuestro parque. Pronto nuestro parque se acabaria y Rivas Guillen iba a tener que hacerle al general Anaya en Churubusco.
Oí un horrible estruendo a nuestra retaguardia. Aparentemente un obús yanqui había explotado en la ranchería donde teníamos nuestro parque. Pronto nuestro parque se acabaria y Rivas Guillen iba a tener que hacerle al general Anaya en Churubusco.
Oimos una tremenda gritería en los flancos
de los Buffalos. Nuestras dos columnas
habían logrado cerrar con ellos y se combatía cuerpo a cuerpo. La división del norte era imparable cuando
estaba enchilada.
--¡Síganme cabrones! --grito Rivas Guillen parándose al frente de
nuestras filas alzando su espada de oficial.
Como un solo hombre los que todavía podíamos cargamos sobre los
gringos. Y que bueno pues ya casi no nos
quedaba parquet.
VI. Las
Soldaderas
Yo y otros compañeros escoltábamos a varias
docenas de negros que se habían rendido.
Los Buffalos se habían quebrado luego luego ante el embate de nuestros
soldados. Les partimos la madre aunque
nos superaban en número. Como 500 habían
salido huyendo y el resto habían muerto o eran nuestros prisioneros. Me dio la impresión que los negros no se
habían querido hacer matar por esos oficiales hijos de la gran puta que los
comandaban a fuetazos. Boyd había sido
muerto de un bayonetazo que le abrió el buche y derramo sus intestinos. Aunque también tenía unos balazos en la
espalda y tal vez los negros mismos lo habían venadeado. Tuvimos que resguardar a los morenos de los
yaquis que querían comérselos vivos. En
una carreta llevábamos el cadáver, envuelto en la bandera mexicana, de mi
general Gómez.
--Manuel –dijo mi tío –dame tu rifle.
--¿Por qué?
--Es una orden –dijo haciéndome salir de la
escolta de los prisioneros--. Sígueme.
Mi tío me paso una cantimplora. Estaba llena de sotol. Me dio la orden de tomar varios tragos. Tal hice sin chistar. Tenía una sed del carajo.
Cruzamos el puente sobre el arroyo
seco. Por alguna razón una sensación de
muerte me invadió. Los yaquis seguían
ahí, con su puto tamborilete que parecía inspirado por el mismo diablo. Camine tras mi tío desarmado.
Adelante vide los jacales o lo que quedaba
de ellos. Ardían. Había una carreta hecha pedazos y también
varios caballos despanzurrados. La
sangre había formado charcos y se oía ya el zumbar de las moscas.
--Las soldaderas no obedecieron la orden de
quedarse en Villa Ahumada –explico mi tío--.
Ya ves que son muy cabronas. Se
vinieron tras de la columna. Cuando vino
la orden de llevarnos más parque pos cargaron la carreta esa e iban a llevárnoslo.
Pero la artillería gringa les llovió. Fue rápido, muchacho.
--¡Tío! –mi corazón dio un vuelco.
Adelante había varios bultos que misericordiosamente
habían sido cubiertos con mantas. Eran
las soldaderas hechas pedazos por la artillería yanqui. Me forcé a ver el espectáculo dantesco
temiendo reconocer uno de esos bultos. Y
si, uno era familiar. Reconocí los pies
que sobresalían bajo la manta que cubría el resto del cuerpo. Eran tan pequeños, como de una niña. Era Brígida.
Grite al ver esto. Rabiaba de
coraje y dolor. Mi tío me impidió
abalanzarme sobre el cuerpo.
--¡No!
¡No la descubras, Manuel! ¡Por
Dios santo, no la veas!
Me arrodille junto a ella mientras mi tío
sostenía sus manos firmemente en mis hombros.
Toque los pies ensangrentados.
Los bese. Luego deje que mi tío
me llevara de ahí.
Entendí por qué mi tío me había
desarmado. Seguro me hubiera dado ahí
mismo un plomazo o hubiera matado a unos yanquis y Rivas Guillen me hubiera
mandado fusilar. Muchas veces resentí lo
que hizo mi tío. Hubiera sido mejor
morir.
Los años pasaron. Creo que enloquecí por un tiempo. Me envicie con el alcohol. Vague por el mundo. Asesine.
Robe. Cometí mil y una
injusticias. Y un día, en medio de mi
embriaguez, Brígida me empezó a hablar y esto me dio algo de paz. Y la veía yo en todas partes, con su sonrisa burlona
y su cigarro de hoja diciéndome mil y una chingaderas. Ella siempre seria joven. Y yo, yo more sobre la tierra y envejecí.
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