jueves, 12 de septiembre de 2013

Churubusco #FuerzaCNTE #gastospendejos

Nota: esto fue escrito en el 2010.  Lo subo aqui otra vez porque es septiembre, el mes de la patria.  El epilogo creo que fue profetico.  Hoy son los maestros los que defienden los ultimos girones que nos quedan de la patria. ¡NO los dejen sin parque!

I. Chicamauga

Curiosamente, mi camino a Churubusco empieza en Chicamauga, un lugar al norte de Atlanta que creo que quiere decir, en Cherokee, “rio de la muerte”. Ahí hubo una batalla muy sangrienta de la guerra civil gringa. Un amigo norteamericano me invito a recorrer el lugar, llamémoslo Joe. El fulano es parte de una unidad de los llamados “reenactors”. Estos fulanos se visten como yanquis o confederados y representan la batalla evolucionando, disparándose balas (de salva), etc., etc.

--¿Tienen de esos rifles que llaman Brown Bess? –le pregunto.

--Bueno, no tenemos tales –explica Joe--, pero yo tengo una versión moderna que llamamos “blackpowder”. ¿Lo quieres probar?

La razón por la que pregunto es porque en México la Brown Bess llego en un cargamento que Iturbide mando comprar a Inglaterra. Para cuando llegaron estos Iturbide ya iba rumbo al exilio. El ejercito mexicano, sin embargo, se armo con ellos y los juanes lo renombraron “morena lichas”, no tengo idea porque. Tal vez lo de “morena” viene de “Brown” o café. Y Bess es Elizabeth, de ahí tal vez se salto a “Licha”.

Fue con esas morena lichas que los mexicanos marcharon a Tejas. Y con ellos se enfrentaron a los franceses en 1838, cuando Santa Anna perdió una pata “rechazando heroicamente a los gabachos que habían desembarcado y comido en La Parroquia y se rehusaban a pagar la cuenta”, según cuenta el parte de guerra del quince uñas. Con estos rifles jodidos los mexicanos se enfrentaron a los gringos en el 47. Y para acabar de joder, ¡todavía el cuerpo de ejército de oriente, bajo el inmortal Zaragoza, los usaba en 1862!

El caso es que llegue a tener un “black powder rifle” en mis manos. Pesaría tal ves unos seis a siete kilos. Me imagino que cargar con algo similar de la ciudad de México hasta Tejas seria de la chingada.

--¿Y ora?

--Ponlo entre tus pies con el cañón hacia arriba.

Hice tal después de que Joe se cercioro que no estuviera cargado. Las armas las carga el diablo.

--Ten este cartucho y arráncale la punta con los dientes.

Era una envoltura de cartón. Lo abrí como me indico Joe. Para mi sorpresa, la boca se me lleno de pólvora.

--Ahora vacía la pólvora en el rifle.

Tal hice, más o menos, mucho cayó al suelo.

--Imagínate si estuvieras bajo fuego –explico Joe--. Los otros te están tirando. Gente está cayendo a tu alrededor. Te gritan órdenes que no entiendes por el ruido.

--Válgame Dios. Las manos me temblarían.

--Ahora vacía la bala en si en la boca del rifle.

Tal hice.

--¿Tiraste el envoltorio del cartucho?

--Si, lo deje caer, ahí está.

--Se supone que lo hubieras retenido en la boca mientras cargabas. Ahora mételo en la boca del rifle y usa el “rammer” para que la carga quede en su lugar.

El “rammer” es una varilla de acero. Tal hago. Han pasado ya como tres minutos desde que empece.

--Ahora si estás listo. No pierdas el pedernal.

Después de mas peripecias dispare a una botella que había a unos cien pasos. Tenía el mosquete –que propiamente eso es—tremenda patada. La botella ni se inmuto. Habían pasado unos seis minutos.

--¡Puta madre! –dije en veracruzano.

--Vuelve a cargar. Un soldado veterano podría hacer unos cinco disparos cada dos minutos.

Para el tercer disparo tenía ya la cara y la ropa ennegrecida y el hombro adolorido. La puta botella seguía en pie. Peor, tenía una sed de la chingada.

--Es por la pólvora –explico Joe--. Tiene salitre.

II. Padierna

Unas semanas después estoy en la Ciudad de México. El taxi me deja frente al convento de Churubusco. Es el museo nacional de las intervenciones. Frente a mi veo una placita arbolada. Coyoacan es precioso, no cabe duda. En medio de la plaza se alza una estatua al general Anaya. Se ve encabronado.

Observo desde la base de la estatua las paredes del convento. Están descarapeladas por los impactos de los obuses yanquis. Mido la distancia. Serian unos 150 metros de la estatua al convento.

Sacudo la cabeza. Tan jodidos estaban para 1847 las morenas lichas que 150 metros seria a lo mas que llegarían las balas de los mexicanos. Los yanquis lo sabían. Podían formar sus columnas de asalto al otro lado de la estatua sin ser molestados por las balas mexicanas.

Un día antes el general Valencia había flanqueado a los yanquis en Padierna. Estaba a punto de derrotarlos. Tan solo se necesitaba que el quince uñas ordenara al resto de su ejército que los atacara. El enemigo seria aniquilado.

Los yanquis estaban enfrascados en un toma y dale con la gente de Valencia. Esta consistía en los viejos cuerpos de presidiarios que habían venido desde el norte y no le tenían respeto a los güeros. Los yanquis tomaron el pueblo de Padierna. Como lo describe Guillermo Prieto:

--Vide a los yanquis tomar Padierna y a uno de ellos encaramarse en el astabandera del pueblo. Tumbo nuestra enseña, la desgarro, la pisoteo orgulloso; yo lo veía a través de mi llanto y aullaba como un alma en pena…

Lo que paso a continuación desconcertó al enemigo. Los mexicanos como uno solo se volcaron otra vez sobre el pueblo. Al frente estaba el batallón de Celaya al mando del coronel Chabilla. Como lo cuenta Prieto:

--Un oficial oscuro, del Celaya, pequeño de cuerpo, delgado, de movimientos rápidos y estridente risa, se caló su sombrero ancho forrado de tela, empuño su espada, dirigió unas cuantas palabras a los soldados que lo rodeaban y marchó, arrostrando cuantos obstáculos se le oponían al paso, hasta Padierna que cayó en el contraataque. Chabilla se asió al astabandera, se encaramo y derribo hecho trizas el pabellón americano y restituyo a su puesto nuestra querida bandera de Iguala, que parecía resplandecer y saludarnos como un ser dotado de corazón y grandeza.

Scott empezó a escudriñar a su flanco, donde se veían los cuerpos del supremos poderes y los húsares de la guardia presidencial del quince uñas. Sus fuerzas estaban enfrascadas con las de Valencia y expuestas. Santa Anna podría aniquilarlo en cualquier momento. Scott empezó a pensar en la retirada.

Valencia reconoció la situación. Comisiono a Guillermo Prieto y a Luis Arrieta, oficiales de su estado mayor, a que le imploraran a Santa Anna que sus tropas cargaran. Prieto y Arrieta tal hicieron, explicándole al quince uñas lo que era evidente. Vamos, las tropas del general-presidente podrían repetir la carga de Blucher que derroto a Napoleón en Waterloo. ¡Tenían la victoria en bandeja!

--¡No me diga usted, no me diga usted, ése es un ambicioso insubordinado! –les grito el cojo refiriéndose al general Valencia que tan hábilmente había maniobrado y le había puesto a México a un suspiro de la victoria--. ¡Merece que lo fusilen! ¡Borrachón!

--Señor –le dijo Prieto con muchos huevos--, su excelencia hará lo que crea conveniente, ¡pero ese ejército no merece ser sacrificado!

--¡Usted no es nadie para darme lecciones! ¡Como se atreve! ¿Exponer yo a mis tropas a la lluvia…a los desvelos…a la intemperie, ¡por un pendejo! ¿Cómo osan pedir tal cosa?

--Es que, con todo respeto, excelencia, pero esa gente está echando el alma por delante. ¡No les llueve agua, les llueve metralla!

--¡Silencio! ¡Lárguense de aquí!

Prieto y Arrieta fueron echados a patadas por los pefepos que escoltaban al general-presidente. Los primorosamente uniformados soldaditos de la guardia del quince uñas, los antepasados de los pefepos, no cargaron. No mancharon sus botas en el lodo. No se expusieron a la lluvia. Scott, incrédulo, ordeno a sus reservas moverse de donde las había puesto para intentar detener al quince uñas y las mando sobre la gente de Valencia. Estos, exhaustos y faltos de parque después de horas de combate fueron poco a poco derrotados por la superioridad del armamento yanqui.

Me echo un pitillo junto a las paredes del convento y casi lloro de coraje releyendo ese pasaje (traigo conmigo un Porrua con la obra de Prieto). Por un momento observo a los restos del ejercito sacrificado en Padierna retirarse en desorden o tal vez buscar refugio en el convento. Santa Anna, el grandísimo cabrón, no iba a dejar que Valencia le hiciera sombra. Por pura envidia sacrifico a ese ejército.

III. La Chucky y el Quince Uñas

Válgame Dios, pienso, si no fuera porque Prieto lo vio todo solo asi puedo alcanzar a comprender la clase de hombres que eran esos Chabillas o Echegaray o el coronel Xicotencatl o aun los infelices chamacos esos en la punta del cerro. ¡Qué huevos chingaos! Y todos, todos, los describe siempre Prieto como “risueños “ o de “estridente risa”.

Pero deje que sea la pluma de don Guillermo la que los describa porque yo escribo con las patas. Empecemos con don Miguel León, que comandaba la brigada de Oaxaca en el Molino del Rey:

--El general León era alto de cuerpo, muy trigueño, recio de carnes, serio al extremo. Cuando se siente herido por un metrallazo, lo disimula, “estoy bien, es un rasguño, ¡no te quiebres Oaxaca!” Pero la pérdida de sangre lo hace caer. Se trata de levantar apoyándose en su espada. Levanta la voz y vitorea a México mientras escupe sangre. Sus soldados lo levantan en una camilla y él todavía les dice: “¡No se rajen muchachos, que orita vuelvo carajos!

¿Y usted se ha preguntado porque a la calle esa Balderas le dicen ansina? Le explico. Don Lucas Balderas comandaba el batallón de Mina en Molino del Rey. Cayo atravesado por una bala a unos cuantos metros de donde fue herido el general León:

--Balderas esta al frente del Batallón de Mina. Es un excelente jinete. Sostiene su espada en alto y arenga a sus soldados hasta que cae herido en brazos de su hijo, Antonio.

El viejo no se queja. Trata de seguir arengando a sus hombres. El hijo a duras penas se mantiene ecuánime. Es oficial. Tiene que poner el ejemplo.

Tenía Balderas a un mozo de nombre Arivillaga. Y dice Prieto de este:

--Era Arivillaga un relojero antes de la guerra y era feito, fofo de carnes, alegre, servicial y honrado. Le decían “el chato”.

Note, querido lector, el típico héroe de don Guillermo que comparte una alegría a toda prueba. Me lo imagino a este Arivillaga dicharachero y alburero, de sangre liviana, como quien dice.

--Balderas cuidaba de no exponerlo a peligro alguno. ..pero al ver a su jefe herido corrió a su lado…viendo a su jefe muerto tiro a un lado vendas y medicinas, recogió la espada de un muerto, la empuño, e incontenible, frenético, sublime de coraje y bravura, se puso al frente de un grupo de valientes, y embistió al enemigo; tan grande, tan ardiente y tan irresistible, que restableció el orden de la batalla, cayendo acribillado de heridas y transformándose de relojero en héroe.

El que lee esto recordara que por semejantes hazañas el corso solía otorgar el bastón de mariscal de Francia. Y si Bessieres en la Grande Armee empezó de peluquero y acabo de mariscal creo que lo mismo se merecía Arivillaga. Pero si no hay bastón que darle, por lo menos no dejen que se olvide su nombre.

Y dejo que siga Prieto cantando esta Iliada:

--Margarito Suazo era un artesano humildísimo que se hizo querer en el Batallón de Mina por su subordinación y bondad. Y fue por eso que se le nombro abanderado. En Molino del Rey Suazo se excedió en el cumplimiento de su deber. Atropellado por gran numero y hecho una criba a bayonetazos, quedo por muerto, asido a su bandera. Sintiendo que moría, se incorporo, se despojo de su ropa, enredo su bandera a su cuerpo que chorreaba sangre, y expiró.

Si no me equivoco, a diferencia de la bandera de Juan Escutia, la cual los yanquis hijos de la chingada tienen hoy en West Point (tal vez para recordarles lo que es tener huevos a los cadetes de ahí) la bandera del Batallón de Mina no se perdió. Pienso que Suazo la empapo tanto de sangre que los invasores no la reconocieron como tal. ¡Chingon don Margarito! Tengo entendido que la bandera del Batallón de Mina esta en Chapultepec pero, repito, tal vez me equivoque. Si alguien sabe su destino final, corríjame.

La pluma de Prieto nos describe a otro de estos héroes, el coronel Cano:

--Cano era un hombre de treinta a cuarenta años, yucateco (era sobrino de don Andrés Quintana Roo), de gran cabeza….una boca llena de chiste y de risa (el típico héroe de don Guillermo)…aquel hombre que a primera vista hubiera pasado…por un tertuliano de buen humor…afectísimo a comer al aire libre y a las bromas…cuando lo requería su obligación daba a conocer sus vastos conocimientos militares…traducía elegantemente a Tacito y se deleitaba con Virgilio…abandonado, como se sabe, el general Bravo por la envidia de Santa Anna, quedo mal defendida la parte alta del cerro…el coronel Cano pidió artillería…lo supo Santa Anna y llamo a Cano para reconvenirle…este, con sumo respeto, pero con energía incontrastable, le echo en cara su conducta indigna y poco patriota en esas circunstancias…Cano murió dando ejemplo de valor sublime; alentando, sereno y grandioso, a los que quedaban defendiendo a la patria, en la parte alta del cerro.

¿Qué clase de hombres son estos, respetable lector? ¿Eran ansina Riva Palacio? ¿O Rodolfo Fierro? ¿Sera que los mexicanos de hoy no estamos a su altura porque NO los conocemos? ¿Por eso somos catalogados hoy como “agachones”?

¿Sera que ya no tenemos idea de lo que es “ser de huevos”? ¡Cuántas veces los derechistas dicen que “el usurpador tiene huevos” mientras 500 pefepos lo cuidan mientras caga! ¿Eso es valor? ¡Claro que no! ¿Y saben por qué? Porque el hijo de la chingada NO es “risueño” ni de “risa estridente” como describe Prieto a los verdaderos héroes de México. El usurpador esta cagadísimo de miedo todo el tiempo, de ahí la triste jeta que siempre trae.

Ay, pero el pueblo no conoce, no recuerda, no aprecia a esto hombres, y entonces cualquier pendejo los apantalla. La Chucky, Lujambio, las televisoras, y el resto de hideputas que mantienen a los chamacos pendejos, sin conocer la historia de México, son tan nefastos a la patria como el quince uñas, concluyo.

¿Y saben porque hacen esto estos hideputas? Porque intuyen que la planta heroica todavía vive en el pueblo mexicano. Y le temen. Por eso nos tratan de convencer de que semos agachones, pacíficos, de moñito blanco. Y si no me creen que persiste el valor solo les recuerdo al Ingeniero Cayetano que demostró iguales huevos que los de Suazo.

Y también hay ovarios bien puestos. Les recuerdo a la señora Klug diciéndole sus verdades a Perberto. Y también recuerdo a la renegada Liz, allá en Guadalajara, en la feria del libro, donde en su cara le dijo al usurpador: “Felipe Calderon eres un presidente espurio”. Y para recalcar otra compañera renegada volvió a hacer lo mismo al año siguiente, aunque admito que su nombre se me escapa.

IV. ¡Ya Vienen!

¿Qué pensaría el general Rincón, comandante del convento, al ver a los fugitivos de Padierna? Algo muy grave había sucedido. Los fugitivos apuntan a su retaguardia. El enemigo les sigue los talones. Sea. Me imagino a mi general Rincón quedamente dando sus órdenes. Ante todo hay que mantener la entereza. Aquí no ha pasado nada, señores. El convento tiene paredes gruesas. Sera un hueso duro de roer. Que los centinelas estén muy alertas. En cualquier momento vendría el enemigo persiguiendo a lo que quedaba del ejército de Valencia.

Observo otra vez la estatua de mi general Anaya. 150 metros de esta al convento. Pinches rifles viejos, no daban para mas, carajos. Todavía me duele el hombro recordando al mosquete de “black powder”. Plántese aquí juntito, estimado lector, junto a la pared del convento. Se oye galopar. ¿Ve como la gente de Valencia apresura el paso? ¿Qué decía Jomini? Que cuando la infantería siente cerca a la caballería se pone toda nerviosa y voltea a retaguardia, como lo hacen esos fugitivos. ¿Oyó ese clarín? Ah, vea, ahí por donde no está la estatua…si, estimado lector, imagínese ya no hay tal…que es el 20 de agosto de 1847. ¿Ve los uniformes? Son voltigeurs, infantería ligera yanqui, y los acompañan unos dragones. Montan yeguas preciosas traídas del valle del Shenandoah en Virginia. ¡Ya vienen! ¡Ya están aquí!

Bien, el clarín en el convento ya también suena. Se oye el tambor. Carajos, bien por mi general Rincón. Por lo menos esta vez no nos van a agarrar dormidos como en San Jacinto, chingaos. Entremos al convento, querido lector. Los rifles de los voltigeurs tienen el doble, tal vez el triple, del alcance de nuestras infelices morenas lichas. No nos vayan a venadear ahí afuera.

¡Qué chulada de construcción! Fue construido por los monjes dieguinos, una variedad de los franciscanos, en el viejo Coyoacan que era parte del señorío de Huitzilopochco. Es decir, el lugar era sagrado al dios de la guerra. Y los indígenas insistían en seguir haciendo ofrendas a Huichilobos, razón por la cual los monjes decidieron construir el convento sobre el mismo teocalli del dios. Así pues, por trescientos años aquí no hubo mortandad. Tan solo monjes echando panza muy contentos, ¡hostia! . En 1847 el gobierno ordeno desalojar a los frailes y fortalecer el punto. Del rio de sangre de los cherokees he llegado al altar sangriento de Huichilobos de los mexicanos.

Hágase a un lado, estimado lector, porque la tropa ya corre a las almenas y paredes. Hay aquí dentro están elementos de los siguientes batallones: Independencia, Bravos, Guerrero, Chilpancingo y Tlapa.

Del Independencia Guillermo Prieto dice:

--Era el Independencia un cuerpo brillante, de gente de acción, escogida, artesanos, fuertes y expertos en el manejo de las armas…

Y de los Bravos dice lo siguiente:

--Cuerpo de tabaqueros, alentado y educado por Gorostiza y en el fungía como mayor don Manuel Payno.

Pero, ¿saben quiénes son estos? Como lo aclara Prieto:

--todos estos cuerpos adquirieron distinción por la fuerza de las circunstancias, y en los otros cuerpos había gente de menor fortuna, los censuraban y los ponían en ridículo, llamándolos polkos, alusivo a un baile de moda, y decían que eran soldados de ¡ay mama!

Así pues el Independencia y los Bravos eran parte de los muchachitos bien que se habían alzado contra Gómez Farías “para defender la religión”. Bien, ahora tendrían la oportunidad de demostrar si tenían huevos o son puro pájaro nalgón.

Por lo que toca al Guerrero, Chilpancingo, y Tlapa, eran gente humilde, de tierra caliente, y muy bronca. Después de todo, sus padres y abuelos habían andado partiéndole la madre a Calleja siguiendo al gran Morelos. Fue inevitable. Hubo roces entre los señoritos y estos “pintos” de la sierra de Guerrero. Ambos cuerpos iban a combatir con enjundia, tratando de demostrar que tenían “más huevos que los otros cabrones”.

En total los defensores sumaban 1300. Se acerca la división de Twiggs. Tiene 6000.

V. Erin Go Bragh (¡Irlanda por siempre!)

Ahí junto al general Rincón observe al güero colorado a su lado. Es el coronel John Riley, el comandante de los San Patricios.

--Mi general –dice Riley--. Mi gente le servirá mejor como artilleros que como infanteria. Deje ver si puedo hacer funcionar los cañones viejos que nos mando Santa Anna.

--Hágalo, Riley –ordena Rincón.

Venga conmigo, apreciable lector, sigamos a Riley y a su gente. Se les unen los artilleros mexicanos
Coronel Francisco Peñuñuri y Luis Martínez Castro. La mitad del san patricio, si, son irlandeses, desertores del mismo ejercito yanqui. Ellos, católicos como los mexicanos, vieron las depredaciones que hacia la soldadesca yanqui en los pueblos mexicanos y recordaron que ansina se portaban los ingleses alla en Irlanda. ¿Y que eran los yanquis sino los hijos de esos ingleses? Por eso se pasaron de nuestro lado. La otra mitad es un conglomerado de europeos: alemanes, polacos, franceses, escoceses, españoles, y si, también, varios ex esclavos negros que se han escapado de la “libertad” norteamericana.

Ah, querido lector, que alegría me da ver los cañones (hoy están afuera del convento a manera de exhibición). ¿Y sabe por que? Es que los reconozco. Son unos chicos cañonsotes. Los mando traer Calleja desde España. Vera, don Félix María Calleja ya tenía meses sitiando al gran Morelos en Cuautla y los sureños nomas no se rendían. Varias veces los peninsulares asaltaron la plaza y siempre fueron rechazados a machetazos por los soldados del generalísimo. De ahí que don Félix María le suplico a Venegas que mandara traer cañones de grueso calibre para hacer pedazos a Cuautla. Pero toco que los cañones nunca le llegaron. En los llanos de Apam los guerrilleros mexicanos al mando de Osorno los interceptaron y esos cañones no llegaron a Cuautla. Quien sabe que camino siguieron después pero ¡aquí están! Puta madre, con estos cañonsotes definitivamente los yanquis van a pagar un buen precio en sangre. Gracias, don Félix María, John Riley y los san patricios se encargaran de que retiemblen en sus centros la tierra.

Twiggs y su estado mayor recorren a caballo el perímetro del convento. Observan con detenimiento…discuten por donde entrar…apuntan”that’s a point to make a breach”…tienen el armamento más moderno de la época y oficiales profesionales, egresados de West Point. Se sienten seguros. Y se aseguran de mantenerse a mas de 150 pasos de los muros. Saben que los tristes fusiles viejos de los mexicanos no los tocaran. Y si acaso una bala les llega lo hará con tan poca fuerza que rebotara.

Poco les dura el gusto. Riley y Peñuñuri y Castro y sus hombres ha revivido los cañones de Calleja. Twiggs y sus elegantes oficiales de pronto se ven envueltos en un huracán de obuses que sueltan los viejos cañones españoles que ahora sirven los mexicanos y los irlandeses y los alemanes y los polacos y unos negros que se huyeron de Tejas. Y retiembla en sus centros la tierra. Y hay muchos “God damn it!” y “Oh shit!” y espolear de las elegantes yeguas del Shenandoah y muchos oficialitos elegantes y sus yeguas quedan ahí despanzurrados. El convento estalla en algarabía.

Rincón sacude la cabeza. Hubiera preferido guardar la sorpresa. Pero era mucho pedirles a los artilleros que no dispararan. Digo, tan chulos que se veían esos cabrones con todo el oro en esos uniformes de plano fue mucha tentación. Valió la pena verlos ser despanzurrados y huir como conejos. La moral de los defensores se disparo a los cielos.

VI. La Tormenta de Jackson

Twiggs regresa a su campamento cubierto de lodo.

--Looks like the convent has teeth, general –le dice un coronel de artillería de barba cerrada.

--En efecto, Jackson, el convento tiene dientes –contesta Twiggs mientras un esclavo negro que trajo con él le ayuda a cambiarse de uniforme.

Thomas J. Jackson, el coronel de artillería, observa con detenimiento el convento a través de un catalejo. Jackson seria, durante la guerra civil yanqui, el brazo derecho de Lee y el artífice de sus victorias. Antes enseñaba ciencia militar en el Virginia Military Institute. El hijoeputa es un genio militar, los gringos le llamaran “Stonewall”. Pero, observando los gruesos muros que se alzaron sobre el teocalli de Huichilobos sabe que les va a costar un rio de sangre tomar el punto.

--General, ¿está seguro que lo quiere tomar? ¿No sería mejor sitiarlo y seguir rumbo a la ciudad?

--No, Jackson, las órdenes de Scott son terminantes. Debemos tomarlo.

Jackson emplaza toda la artillería que trae consigo la división de Twiggs. También manda traer mas cañones del parque de reserva de Scott. Empieza entonces un bombardeo salvaje sobre el convento. Pero Riley y Peñuñuri y Castro están a la altura de Jackson. Los cañones de Calleja contestan sin cesar. Ambos lados se hacen bajas tremendas. El convento asemeja un volcán. Quien lo ve siente sus pelos erizarse.

--Take it, God damn it! –ordena Twiggs y los clarines suenan la carga y la infantería yanqui se forma en columnas. Jackson protesta. El convento todavía contesta el fuego. Pero no, Scott asi lo ha ordenado.

Dentro del convento, notaras estimado lector, que los soldados traen cajas con parque desde el arsenal. Se abren estas de un culatazo y los de intendencia distribuyen los cartuchos. Y si, son los mismos que, al abrirlos con los dientes le llenan a uno la boca de pólvora y el salitre le da a uno una sed de los mil diablos. Pero eso no les importa a los hombres de los Bravos, del Independencia, del Guerrero, del Tlapa, del Chilpancingo. Ya ocupan sus posiciones en los parapetos y en la trinchera que han hecho al pie del convento.

Y ahí vienen las columnas yanquis con sus banderas ondeando. A ver, muerda el cartucho, vacié la pólvora, meta la bala, agarre el cartón y métalo en la boca del mosquete, use el fierro para apachurrarlo dentro del mosquete, revise la piedrita de la chispa, apúntele, espérese a que le de la orden el oficial….perense…que estén más cerquita porque si no ni cosquillas les hacemos a esos cabrones…¡carajos den la orden de abrir fuego que ya hasta les veo los barros a esos hideputas!…y finalmente, gracias a Dios que ya están tan cerca que les puedo mentar la madre, ¡fuego!

Y cae un carajal de yanquis. Y para acabarlos de joder los cañones de Calleja abren fuego también y barren a sus columnas. Y mientras los infantes vuelven a abrir el cartucho con los dientes…etc…y la boca se les llena de salitre y pólvora…y ojala que este puto convento tenga un pozo, carajos.

Y mientras los de intendencia traen mas cajas de parque porque, carajos, los muchachos están disparando como si fueran la vieux garde y en cuanto les traen una caja se la acaban. Y mientras ya han montones de cadáveres con el uniforme azul de los yanquis. Huichilobos ha de estar rete contento con tanta ofrenda de sangre que le están dando los mexicanos.

El primer asalto ha fracasado. Es un baño de sangre. Twiggs ve a sus hombres regresar presas de pánico. Los oficiales les dan de fuetazos y los vuelven a reformar muy a huevo. Hay un segundo asalto. El resultado es el mismo. Los mexicanos están crecidos. Desde los parapetos y desde la trinchera retan a los yanquis gritándoles “¡éntrenle cabrones!”

Twiggs consulta con Jackson.

--¿Cree usted que podría destruir el convento con artillería?

--Lo dudo. Además, están muy crecidos esos amigos. Seguro seguirán resistiendo entre los escombros.

--Vuelva a abrir fuego y sosténgalo hasta que nuestros hombres lleguen a los muros –ordena Twiggs.
--¡Pero mataremos a muchos de nuestra gente! --protesta Jackson.
--¡No me importa! ¡Es una orden coronel! --contesta Twiggs.

Los defensores vuelven a ver las columnas yanquis aproximarse.

--¡Parque! ¡Tráiganos mas parque! –se oye gritar entre la infantería.

Pero de pronto cunde el desconcierto. Los de intendencia han abierto más cajas de parque ¡y se percatan que son del calibre equivocado!

--¡Traición!

--¡Maldito cojo! ¡Nos mando del parque equivocado!

--¡No la chinguen, estábamos ganando!

Y esta vez el huracán de fuego que ha urdido Jackson no cesa hasta que los asaltantes llegan a las murallas. Un obús estalla cerca del puesto de mando mexicano. El general Rincón cae mal herido.

--¡Don Pedro! –le suplica Rincón a Anaya mientras lo llevan herido a la enfermería--. ¡Tome usted el mando!

Tal hace don Pedro María, recorriendo las filas mexicanas, arengando a los hombres. Los yanquis penetran ya en los parapetos. La lucha es cuerpo a cuerpo. De pronto estalla otro obús de Jackson, esta vez en el arsenal.

--¡Salven la pólvora! --grita Anaya dirigiéndose al lugar que ya arde. Sabe que sin la pólvora ahí callaran los cañones de Riley. Y tras del general se lanzan varios de los defensores a tratar de sacar los barriles. Pero es muy tarde. El polvorín estalla. Anaya sale de este apagando las llamas de su uniforme. Poco a poco los cañones del convento callan. Twiggs observa la hecatombe. Adivina que algo ha sucedido dentro del convento. De inmediato manda regimiento tras regimiento sobre el punto. Sus números agobian a los defensores.

Finalmente el convento cae. Twiggs se dirige al convento acompañado de su estado mayor. Se apea del caballo. Le señalan a don Pedro María Anaya, el comandante que ha sido capturado.

--Dígame, general, ¿Dónde está su parque?

--¿Parque? --don Pedro María escupe un salivazo gris. Esta tan negro como un africano por la pólvora y tiene una sed de la chingada--. Si hubiera parque, créalo güerito, usted no estaría aquí.

VII. Epilogo

Volvamos al presente, estimado lector. Caminemos por el museo. Inútil es describir la amplia colección de artefactos que hay ahí. Quien ame la historia de México se puede pasar días ahí embelesado.

Salgo de las salas de exhibición. Veo a un grupo de chamacos pastoreados por unos adultos. Me acerco a uno de ellos, un fulano treintón, moreno.

--Perdón, ¿son ustedes maestros?

--Si, trabajamos aquí y damos visitas guiadas a los chamacos.

Discutimos un buen rato. El hombre conoce bien la historia. Es una persona sencilla, dicharachera, alegre, como un héroe de Prieto. Le dejo copia de mi libro “Episodios Nacionales”.

--¿Cómo los de Benito Pérez Galdós?

--Si me fusile el nombre. No es estrictamente historia, no es literatura, es mecanografía, juar juar, escribo con las patas.

Dejo al maestro y me retiro satisfecho. No, el punto no caerá. Mientras haya esos maestros y mientras usted, estimado lector, recuerde a nuestros héroes y estudie y discuta nuestra historia, tendremos parque y no, el punto no caerá.

FIN

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