El 4 de noviembre de 1818, el Old College de la Universidad de Glasgow
convocaba a estudiantes y curiosos para un macabro espectáculo. El doctor
Andrew Ure, asistido por un profesor de Anatomía, iba a realizar una
experiencia pública. Aplicaría electricidad sobre el cuerpo del reo Matthew
Clydesdale, ahorcado el día antes por robo y homicidio, con el propósito de
llegar a revivir a los ahogados recientes. Ure quería probar que con la estimulación
del nervio frénico se podía activar el diafragma y provocar la respiración.
Pero la leyenda urbana que nació ese mismo día sostuvo que había pretendido
resucitar a los muertos; y encima, ladrones y asesinos.
Por cierto, Ure no era el primero. La electricidad era todavía un fluido
misterioso y los médicos franceses ya habían intentado hacerlo bajo el Terror,
aprovechando el abundante suministro de decapitados que garantizaba la
guillotina.
Según el relato del propio Ure, el cadáver del reo tuvo convulsiones, pateó
a uno de los asistentes y por un momento pareció ponerse a respirar. Pero en
cuanto le estimularon el nervio supraorbital soltó una serie de “horribles
muecas de rabia, horror, desesperación, angustia y hasta grotescas sonrisas”.
Para entonces, varios estudiantes novatos se habían descompuesto y se llevaron
desmayado a un caballero. Eran los tiempos del Romanticismo, que era tan necrófilo como esas
películas de zombis que hoy hacen furor, y la fama del experimento no hizo más
que propagarse.
Recordemos que el infortunado monstruo creado por el doctor Frankenstein,
que se inspiraba más en Rousseau que en los fisiólogos, había sido armado con
piezas sustraídas de las morgues y cobraba vida por medio de la electricidad,
en una famosa escena que el cine llenó de relámpagos. Hay quien asegura que
Mary Shelley se inspiró en Ure para escribir Frankenstein, que apareció ese
año. Pero Mary había comenzado a escribir la novela dos años antes. Bien pudo
ocurrir que la ciencia imitara a la literatura.
UN HOMBRE MULTIPLE
En esa época, la especialización recién estaba naciendo, de modo que a
nadie le llamaba la atención que el médico Andrew Ure diera cursos de mecánica
para los obreros, escribiera tratados de química y organización industrial, y
fundara un observatorio astronómico. También le había dedicado mucho tiempo a
elaborar, sin éxito, un tratado de geología que aspiraba a ser compatible con
el relato bíblico. Con todo, Herschel lo felicitó por su observatorio y Faraday
le hizo un elogio fúnebre bastante cauteloso, cuando celebró que sus resultados
nunca hubieran sido impugnados. En realidad, algunos de ellos sí lo habían sido
(nada menos que por Karl Marx), pero no eran investigaciones científicas sino
los informes sobre las condiciones de trabajo en la industria textil que Ure
había hecho por cuenta del gobierno.
Las tejedurías protagonizaban entonces la Revolución Industrial, y las
condiciones de trabajo eran las que cabía esperar del capitalismo salvaje.
Abundaban las denuncias de maltrato, insalubridad y explotación del trabajo
infantil. Cuando el gobierno le encargó a Ure que investigara el tema, daba por
supuesto que iba a refutarlas, porque en caso contrario se hubiera visto
obligado a actuar. Ure se pasó todo el año 1834 recorriendo las fábricas de tejidos
de algodón, lana, lino y seda, y para 1835 publicó su Filosofía de las
manufacturas, un libro lleno de cuadros estadísticos y hasta diseños de
máquinas, cuyo tema principal era el trabajo.
James Kay, el inventor de una máquina de hilar que los industriales habían
adoptado sin reconocerle la patente, había hecho otro tipo de informes. Kay
denunciaba que los niños empleados en las fábricas no recibían educación,
trabajaban diez horas diarias entre polvo, humo y gases tóxicos, sin cuidados
sanitarios. El propio Ure, a quien le pagaban por decir todo lo contrario,
mencionaba un proyecto de ley que prohibiría emplear a niños de 8 años por más
de 13 horas diarias.
MENTIRAS IMPIADOSAS
A diferencia de esos informes, que redactaba como un científico orgánico deseoso
de conformar a sus empleadores, las ideas que Ure defendía en el plano teórico
no dejaban de ser progresistas.
Las famosas manufacturas que tanto había elogiado Adam Smith se basaban en
la extrema división del trabajo: la fabricación de un alfiler se dividía en
decenas de operaciones, para que éstas llegaran a hacerse casi automáticas. Ure
entendía que este sistema ya pertenecía al pasado, y tenía que dejar lugar a la
fábrica, cuya meta ideal sería eliminar el trabajo humano y reemplazarlo por
máquinas automáticas. Ure mencionaba los autómatas de Vaucanson, el germen de
lo que nosotros llamaríamos robots, pero en ningún momento decía qué hacer con
los desocupados.
Mientras tanto recomendaba sustituir a los niños y mujeres por hombres
adultos, y entrenarlos para que renunciaran a sus malos hábitos y se
identificaran “con la invariable uniformidad del autómata”.
En el primer libro de El Capital, al tratar de las manufacturas, Marx
citaba repetidas veces al “inefable doctor” o “al amigo Ure”. Por cierto, no
por su defensa de la automatización sino por la hipocresía con que supo
embellecer las condiciones laborales de los niños en las fábricas que
inspeccionaba.
Ure no escatimaba elogios para los empresarios, que habían puesto
ascensores para los obreros, aunque reconocía que no era tanto para aliviarles
la jornada como para hacerlos rendir más. Decía que, en la fábrica, los obreros
estaban menos expuestos al cólera que en sus casas, y que si se enfermaban era
por su desmedido apetito por las frituras. En cuanto a las denuncias de
crueldad hacia los niños, juraba que nunca había visto a un niño abusado.
Para el buen doctor, las denuncias eran rumores insidiosos, que pretendían
asustar a la ciudadanía con “el fantasma de la crueldad”. Si ésta existía, la
culpa la tenían los obreros adultos, que obligaban a los niños a seguir su
ritmo y hasta los arrastraban a la huelga, que como es sabido sólo servía para
que cobrasen menos. Al fin y al cabo, rezongaba Ure y anticipándose a Taylor,
se calculaba que un trabajador adulto permanecía ocioso 45 segundos por cada
minuto de trabajo.
Para desmentir los rumores malintencionados bastaba ver a los niños, cuyos
deditos eran insuperables para anudar los hilos que las máquinas rompían a cada
rato. Estaban alegres y despiertos, y disfrutaban del placer de ejercitar sus
músculos. Se notaba que para ellos el trabajo era un deporte y les gustaba
mostrar lo que hacían. Al cabo de la jornada de nueve horas, o más, no se los
notaba cansados, y en cuanto salían, se ponían a jugar. ¿No habría que
exigirles más?
Gracias a los bondadosos patrones, los niños se ganaban su comida, ropa y
vivienda. Muchos de ellos comían mejor en la fábrica que en su hogar, donde a
menudo eran abusados por sus padres. Cuando se quedaban a dormir lo hacían en
cuartos aireados y limpios; dormían mejor que algunos aristócratas, envueltos
en el humo de sus antiguas chimeneas.
Todo esto está dicho, casi literalmente, en esa Filosofía de las
manufacturas que el amigo Ure escribió para que todo siguiera igual. Sus libros
se vendieron y nunca dejaron de mencionarse en los cursos de organización
industrial.
¿Creía Ure en lo que escribía? ¿Mentía a sabiendas? ¿Sería incapaz de ver
la realidad? Ante discursos como éstos tratamos de conservar el optimismo,
burlándonos de los ideólogos como Ure. Hasta podemos regocijarnos de que hoy no
haya muchos que sean capaces de escribir (o por lo menos de firmar) cosas
similares. Pero el hecho es que el trabajo infantil, escondido en algún
sweatshop asiático o cerca de los lugares que solemos frecuentar, es una
realidad tan dura como el regreso de la esclavitud que habíamos dado por
superada.
Llegaron los robots en los que tanto confiaba Ure y eliminaron muchos
puestos de trabajo, pero no es justo hacerlos responsables del mundo en que
vivimos. Ocurrió que el mercado y los ideólogos complacientes descubrieron bien
pronto que los sufridos seres humanos eran más baratos que las máquinas. Ni
siquiera a Ure se le había ocurrido.
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