En 1975, al conversar con estudiantes de Yale University, Lacan les dice que “quizás el análisis sea capaz de constituir un ateo viable, es decir, alguien que no se contradiga a cada rato”. Gershom Scholem, en su gran obra sobre la mística judía, cuenta una anécdota ingeniosa: cuando el Baal Shem Tov tenía una tarea difícil que cumplir, se dirigía a un determinado sitio en el bosque, encendía un fuego y se sumía en una plegaria silenciosa; y lo que tenía que hacer se realizaba. Una generación después, cuando el Maggid de Meseritz se vio frente a la misma tarea, se dirigió al mismo sitio en el bosque y dijo: “No sabemos encender el fuego, pero aún sabemos decir la plegaria”; y lo que tenía que hacer se realizó. Una generación más tarde, Rabbi Moshe Leib de Sassov tuvo que cumplir la misma tarea. El también fue al bosque y dijo: “Ya no sabemos encender el fuego, ya no conocemos los misterios de la plegaria, pero todavía conocemos el sitio preciso en el bosque donde eso pasaba, y debe ser suficiente”; y lo fue. Pero cuando pasó otra generación y Rabbi Israël de Rishin debió hacer frente a la misma tarea, se quedó en su casa, sentado en su sillón, y dijo: “Ya no sabemos encender el fuego, ya no sabemos decir las plegarias, tampoco conocemos ya el sitio en el bosque, pero todavía sabemos contar la historia”; y la historia que contó tuvo el mismo efecto que las prácticas de sus predecesores. (Gershom Scholem, Las grandes corrientes de la mística judía, Madrid, Siruela, 2012).
Dios no habrá muerto efectivamente sino cuando se haya podido dejar
que se pierda con él, por haberlo depositado en su tumba, lo que he
llamado un trozo de sí (J. Allouch, Erótica del duelo en tiempos de la
muerte seca, Buenos Aires, Ediciones Literales/El cuenco de plata,
2006). ¿Cuál en este caso? Nada menos que la historia, o bien lo que
Jean-François Lyotard (La condición postmoderna, Madrid, Cátedra, 1989)
denominó “gran Relato”.
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