lunes, 27 de mayo de 2013

La invención de un pueblo ¿Será solo de uno?, texto subido por @sladogna,psicoanalista

¿Cómo se inventó el pueblo judío? Escribir una nueva historia judía, más allá del prisma sionista, no es algo fácil.por Shlomo Sand* 
Deconstrucción de una historia mítica
Shlomo Sand, historiado, profesor de la Universidad de Tel Aviv, Israel;

¿Los judíos conforman un pueblo? Un historiador israelí aporta una respuesta nueva a 
esta pregunta antigua. Contrariamente a la idea recibida, la diáspora no fue el resultado 
de la expulsión de los hebreos de Palestina, sino de las conversiones sucesivas en África 
del Norte, en Europa  del Sur y en Medio Oriente. Esto  estremece  uno de  los
fundamentos del pensamiento sionista,  el que  pregona  que  los judíos fueron 
descendientes del reino de David y no –¡Dios no lo permita!– los herederos de guerreros
bereberes o de caballeros jázaros.


Todo israelí sabe, sin sombra de duda, que el pueblo judío existe desde que recibió la 
Torá (1) en el Sinaí, y que es su descendiente directo y exclusivo. Está convencido de 
que este pueblo, que partió de Egipto, se estableció en la “tierra prometida”, donde se 
construyó el glorioso reino de David y Salomón, dividido luego en Judea e Israel. Del 
mismo modo, nadie ignora que vivió el exilio en dos oportunidades: tras la destrucción 
del Primer Templo, en el siglo VI a. C., y la del Segundo Templo en el año 70 d. C.

Siguió luego una  errancia de alrededor de dos mil años:  sus tribulaciones lo condujeron a  Yemen, Marruecos, España, Alemania, Polonia  y hasta  lo más recóndito de  Rusia, pero siempre logró preservar los lazos de  sangre  entre  sus comunidades alejadas.

Así, su  unicidad  no se vio alterada. A fines del siglo XIX, maduraron las condiciones para  su retorno a  la  antigua  patria. Sin  el genocidio nazi, millones de judíos habrían naturalmente repoblado Eretz Israel (la tierra de Israel), algo con lo que soñaban desde hacía veinte siglos.

Virgen, Palestina esperaba que su pueblo original volviera para  hacerla reflorecer. Ya 
que ésta le pertenecía, y no a esa minoría, desprovista de historia, que había llegado allí 
por azar. Justas eran pues las guerras libradas por el pueblo errante  para  retomar  la 
posesión de su tierra; y criminal la violenta oposición de la población local.

¿De dónde  viene  esta  interpretación de  la  historia  judía? Es obra, desde  la segunda 
mitad del siglo XIX, de talentosos reconstructores del pasado, cuya imaginación fértil 
inventó, en base  a  fragmentos de  memoria religiosa, judía  y cristiana, unencadenamiento genealógico continuo para el pueblo judío. La abundante historiografía 
del judaísmo incluye, desde luego, múltiples enfoques. Pero las polémicas en su seno 
nunca cuestionaron las concepciones esencialistas elaboradas a fines del siglo XIX  y 
comienzos del XX. Historiadores autorizados

Cuando aparecían descubrimientos susceptibles de  contradecir la  imagen del pasado 
lineal, éstos casi no tenían repercusión  alguna. El imperativo nacional, como una 
mandíbula  fuertemente  cerrada, bloqueaba  toda  clase  de contradicción y desvío con 
respecto al relato dominante. Las instancias específicas de producción del conocimiento 
sobre el pasado judío –los departamentos exclusivamente consagrados a la “historia del 
pueblo judío”, totalmente separados de los departamentos de historia (llamada en Israel 
“historia  general”)–  contribuyeron ampliamente  a  esta  curiosa  hemiplejia. Incluso el 
debate, de  carácter  jurídico, sobre  “¿Quién es judío?”  no les interesó a  estos
historiadores: para ellos, es judío todo descendiente del pueblo obligado al exilio hace 
dos mil años.

Estos investigadores “autorizados” del pasado tampoco participaron de la controversia 
de  los “nuevos historiadores”,  iniciada  a  fines de  los años ’80. La  mayoría  de  los
escasos actores de este debate público provenía de otras disciplinas o bien de horizontes
extra­académicos:  sociólogos, orientalistas, lingüistas, geógrafos, especialistas en 
ciencias políticas, investigadores en literatura  y arqueólogos formularon nuevas
reflexiones sobre el pasado judío y sionista. También integraban sus filas académicos
provenientes del exterior. Los “departamentos de  historia  judía”  sólo lograron, en 
cambio, temerosas y conservadoras repercusiones, disfrazadas de  una  retórica 
apologética basada en ideas recibidas.

En síntesis, en sesenta años, la historia nacional maduró muy poco, y seguramente no 
evolucione  en el corto plazo. Sin embargo, los hechos actualizados por las
investigaciones plantean a  priori a todo historiador honesto  asombrosos interrogantes,
que son sin embargo fundamentales.

¿Puede considerarse la Biblia  un libro de  historia? Los primeros historiadores judíos
modernos, como Isaak Marcus Jost o Leopold Zunz, en la primera mitad del siglo XIX,
no la consideraban así: a sus ojos, el Antiguo Testamento se presentaba como un libro 
de  teología  constitutivo de  las comunidades religiosas judías tras la  destrucción del 
Primer  Templo. Hubo que  esperar  hasta  la  segunda  mitad  del mismo siglo para 
encontrar  a  historiadores, en  primer  lugar  Heinrich Graetz, portadores de  una  visión 
“nacional”  de  la Biblia:  transformaron la partida de  Abraham a Canaán, la salida  de 
Egipto o incluso el reino unificado de  David  y Salomón en relatos de  un  pasado 
auténticamente  nacional. Desde  entonces, los historiadores sionistas no dejaron de 
reiterar  estas “verdades bíblicas”,  convertidas en  alimento cotidiano de  la  educación 
nacional.

Pero hete  aquí que  en los años ’80  la  tierra  tiembla, haciendo tambalear  estos mitos
fundacionales. Los descubrimientos de la nueva arqueología contradicen la posibilidad 
de  un gran éxodo en el siglo XIII antes de  nuestra  era. Del mismo modo, Moisés no 
pudo liberar  a los hebreos de Egipto y conducirlos hacia la  “tierra prometida”, por la 
sencilla razón de que en esa  época... estaba en manos de los egipcios. Además, no seobserva ninguna huella de una revuelta de esclavos en el reinado de los faraones, ni de 
una conquista rápida del país de Canaán por parte de un elemento extranjero.
Tampoco existe  signo o recuerdo del suntuoso reino de  David  y Salomón. Los
descubrimientos de la década transcurrida muestran la existencia, en esa época, de dos
pequeños reinos: Israel, el más poderoso, y Judea. Los habitantes de  esta  última 
tampoco sufrieron el exilio en el siglo VI antes de nuestra era: sólo sus elites políticas e 
intelectuales debieron instalarse en Babilonia. De este encuentro decisivo con los cultos
persas nació el  monoteísmo judío.

En cuanto al exilio del año 70  de nuestra  era, ¿se  produjo efectivamente? 
Paradójicamente,  este  “hecho fundacional”  en la  historia  de  los judíos, que  origina  la 
“diáspora”, no dio lugar  a  la  menor obra  de  investigación. Y  por una  razón muy 
prosaica:  los romanos nunca expulsaron a  ningún pueblo en  la  región oriental del 
Mediterráneo. Salvo los prisioneros reducidos a  la  esclavitud, los habitantes de Judea
siguieron viviendo en sus tierras, incluso tras la destrucción del Segundo Templo.
Una  parte  de  ellos se  convirtió al cristianismo en el siglo IV, mientras que  la  gran 
mayoría se sumó al islam durante la conquista árabe en el siglo VII. La mayoría de los
pensadores sionistas no lo ignoraban: así, Isaac Ben Zvi, futuro presidente del Estado de 
Israel, al igual que David Ben Gurión, fundador del Estado, lo escribieron hasta 1929,
año de la gran revuelta palestina. Ambos mencionan reiteradas veces el hecho de que 
los campesinos de Palestina son los descendientes de los habitantes de la antigua Judea 
(2).

A falta  de  un exilio desde  la  Palestina romanizada,  ¿de  dónde  vienen los numerosos
judíos que  pueblan el Mediterráneo desde  la  Antigüedad? Detrás de  la  cortina  de  la 
historiografía nacional se esconde una sorprendente realidad histórica. De la revuelta de 
los macabeos en el siglo II antes de nuestra era, a la revuelta de Bar Kojba en el siglo II
después de Cristo, el judaísmo fue  la  primera  religión proselitista. Los asmoneos ya 
habían convertido a la fuerza a los idumeos del sur de Judea y los itureos de Galilea,
anexados al “pueblo de Israel”. Partiendo de este reino judeo­helenista, el judaísmo se 
propagó en todo Medio Oriente y en el Mediterráneo. En el primer siglo de nuestra era 
surgió, en el actual Kurdistán, el reino judío de Adiabeno que, fuera de Judea, no fue el 
último reino en “judaizarse”: otros lo hicieron más tarde.

Los escritos de  Flavio Josefo no son  el único testimonio del ardor proselitista  de  los
judíos. De Horacio a Séneca, de Juvenal a Tácito, muchos escritores latinos expresaron 
sus temores. La Mishná  y el Talmud (3) autorizan esta práctica de la conversión, aun 
cuando, frente  a  la  creciente  presión del cristianismo, los sabios de  la  tradición 
talmúdica expresaran reservas al respecto. 
“Judeización”

La victoria de la religión de Jesús, a comienzos del siglo IV, no puso fin a la expansión 
del judaísmo, sino que empujó el proselitismo judío a los márgenes del mundo cultural 
cristiano. En el siglo V  apareció así, en el actual territorio de Yemen, un reino judío 
vigoroso con el nombre de  Himyar, cuyos descendientes conservaron su  fe  tras la 
victoria del islam y hasta los tiempos modernos. Del mismo modo, los cronistas árabes
dan cuenta  de  la  existencia,  en el siglo VII, de  tribus bereberes judaizadas:  frente  al 
avance árabe, que alcanza África del Norte a fines de ese mismo siglo, aparece la figuralegendaria  de  la  reina  judía  Dihya­el­Kahina, quien intentó frenarlo. Bereberes
judaizados participaron de la  conquista  de  la casi isla ibérica, y establecieron allí los
fundamentos de la particular simbiosis entre judíos y musulmanes, característica de la 
cultura hispano­árabe.

La conversión masiva más significativa se produjo entre el mar Negro y el mar Caspio: 
comprendió al inmenso reino jázaro en el siglo VIII. La  expansión  del judaísmo del 
Cáucaso a la Ucrania actual engendró múltiples comunidades, que las invasiones de los
mongoles del siglo XIII rechazaron en gran medida hacia el este de Europa. Allí, con 
los judíos provenientes de  las regiones eslavas del sur y de  los actuales territorios
alemanes, sentaron las bases de  la  gran cultura  yidish (4).

Estos relatos de los orígenes múltiples de los judíos figuran, de manera más o menos
imprecisa, en la historiografía sionista hasta los años ’60: progresivamente irán siendo 
dejados de lado antes de desaparecer totalmente de la memoria pública en Israel. Los
conquistadores de la ciudad de David, en 1967, debían ser los descendientes de su reino 
mítico y no  –¡Dios no lo permita!–  los herederos de  guerreros bereberes o de  jinetes
jázaros. Los judíos aparecen entonces como un “etnos” específico que, después de dos
mil años de  exilio y errancia,  terminó volviendo a  Jerusalén, su  capital.
Los defensores de este relato lineal e indivisible no sólo recurren a la enseñanza de la 
historia:  convocan también a  la  biología.  Desde  los años ’70, en Israel, una serie  de 
investigaciones “científicas”  se  esfuerza  por demostrar, por todos los medios, la 
proximidad genética de  los judíos del mundo entero. La  “investigación sobre los
orígenes de las poblaciones” representa actualmente un campo legitimado y popular de 
la biología molecular, mientras que el cromosoma Y masculino ocupa un lugar de honor
junto con una Clío (5) judía en la búsqueda desenfrenada de la unicidad de origen del 
“pueblo elegido”. 

Esta  concepción histórica  constituye  la  base  de la  política identitaria  del Estado de 
Israel, ¡y ése es su  punto débil! En efecto, da  lugar  a  una  definición esencialista  y 
etnocentrista del judaísmo, alimentando una segregación que separa a los judíos de los
no judíos, tanto árabes como rusos o trabajadores inmigrantes.

Israel, sesenta años después de su fundación, se niega a considerarse una república que 
existe  para  sus ciudadanos. Aproximadamente  el 25% de ellos no son  considerados
judíos y, según el espíritu de sus leyes, este Estado no les pertenece. En cambio, Israel 
se presenta siempre como el Estado de los judíos del mundo entero, aunque  ya  no se 
trate de refugiados perseguidos, sino de ciudadanos de pleno derecho que viven en plena 
igualdad en los países donde habitan. Dicho de otro modo, una etnocracia sin fronteras
justifica la  severa  discriminación que  practica con una  parte  de  sus ciudadanos
invocando el mito de  la  nación eterna, reconstruida  para reunirse  en la  “tierra  de sus
ancestros”.

Escribir una nueva historia judía, más allá del prisma sionista, no es algo fácil. La luz 
que lo atraviesa se transforma en colores etnocentristas intensos. Ahora bien, los judíos
siempre  formaron comunidades religiosas constituidas, la  mayoría  de  las veces por
conversión, en diversas regiones del mundo:  éstas no representan pues un “etnos” 
portador de un mismo origen único y que se habría desplazado a lo largo de una errancia 
de veinte siglos.

Tal como se sabe,  el desarrollo de toda  historiografía, al igual que  el proceso de  la 
modernidad, pasa  por la  invención  de  la  nación. Ésta  ocupó a  millones de  seres
humanos en el siglo XIX  y durante una parte del XX. El fin de este último vio cómo 
estos sueños comenzaban a  desmoronarse.  Un creciente  número de  investigadores
analizan, disecan  y deconstruyen los grandes relatos nacionales, y especialmente  los
mitos de  origen  común tan apreciados por los cronistas del pasado. Las pesadillas
identitarias de  ayer  darán lugar, mañana,  a  otros sueños de  identidad. Como toda 
personalidad hecha  de identidades fluidas y variadas, la  historia  es, también, una 
identidad en movimiento. 
REFERENCIAS
(1) Texto fundador del judaísmo, la Torá  –la raíz  hebraica yara significa enseñar– se 
compone de  los cinco primeros libros de la  Biblia, o Pentateuco:  Génesis, Éxodo,
Levítico, Números y Deuteronomio.
(2) David Ben Gurión e Isaac Ben Zvi, Eretz Israel en el pasado y en el presente (1918,
en yidish), Jerusalén, 1980  (en hebreo); Ben Zvi, Nuestra  población  en el país (en 
hebreo), Varsovia,  Comité Ejecutivo de  la Unión de  la Juventud  y Fondo Nacional 
Judío, 1929.
(3) La Mishná,  considerada la primera obra de literatura rabínica, fue  concluida en el 
siglo II de nuestra era. El Talmud sintetiza el conjunto de los debates rabínicos en torno 
a  la ley, las costumbres y la  historia  de  los judíos. Hay dos Talmud:  el de Palestina,
escrito entre los siglos III y IV, el de Babilonia, terminado a fines del siglo V.
(4) Hablado por los judíos de Europa Oriental, el yidish es una lengua eslavo­alemana 
que contiene palabras de origen hebreo.
(5) En la mitología griega, Clío era la musa de la historia.


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