El texto que a continuación se
presenta responde a un interrogante ¿Cómo abordar un proceso electoral cuando
una mayoría de los electores se consideran no ciudadanos, o son tratados como
ciudadanos de segunda o más directamente son no-ciudadanos? Integrar el padrón electoral del IFE es un
aspecto para reconocer a la ciudadanía en condiciones de votar, luego aparece
el pequeño gran inconveniente: no suelen votar, o su voto está encapsulado por
una corporación –sea política, sea gremial, sea el pequeño gran cacique de la
colonia o de la delegación o del Estado.Recordemos que quienes impulsaron el voto por Brugada en Iztapalapa, hoy colaboran activamente para..las redes del PRI.
En ese punto aparece una teoría
explicativa: “la ciudadanía es manipulada”, “se aprovechan de sus necesidades”,
“cambian el voto por despensas o material de construcción o por vales de
gasolina”, entonces se lanzan una convocatoria a “ser conscientes”, “a pensar”,
se hacen llamados a “nueva moral”. Si AMLO y su equipo entran solo al juego del espectáculo -propaganda en TV y medios- jugaran en un terreno donde las corporaciones ya tiene mucha ventaja. Sólo un aumento de la cantidad de votantes logrará derrotarlos.
El texto que aquí se presenta muestra
y demuestra como en un país de Latinoamérica se instaló una fábrica destinada a
dejar en la sociedad un producto: la no ciudadanía, un estado singular donde los
ciudadanos tiene su credencial del IFE y al mismo tiempo no ejercerán las
acciones que a un ciudadano le corresponden. En México se le suma una huella
histórica transmitida por el corporativismo cultural del PRI más las estructuras
corporativas de los campesinos y de los sindicatos.
El único antídoto ante la
creación de una presidencia corporativa –hay un candidato sostenido por una
empresa de televisión apoyado por el dúo polio televisivo y algunas otras
corporaciones empresariales. Ese antídoto es convocar y lograr una asistencia
masiva de ciudadan@s a las urnas, si se logra que un 75% de miembros del padrón
del IFE acuda a votar, las trampas y controles corporativos serán rebasados y
quedaran fuera de juego. Si solo los enfrenta con publicidad -buena y mejor que la actual- si solo se hace eso ganan ellos.
Les invito a leer El surgimiento de la no-ciudadanía de
Ezequiel Adamovsky ¿Por qué? El texto
estudia en detalle una práctica social y económica: el neoliberalismo. La
experiencia que se estudia, es nada más y nada menos que el modelo que orientó y
mucho al gobierno del Lic. Carlos Salinas de Gortari, se trató a de la
experiencia de quien es su amigo carnal: Carlos Saúl Menem.
El surgimiento de la no-ciudadanía
de Ezequiel Adamovsky
Uno de los cambios más evidentes
que produjeron las reformas neoliberales fue el del papel del Estado. La
premisa del momento era que cada individuo debía proveerse el acceso al
bienestar por sus propios medios. Todo lo público debía reducirse; quienes
pudieran pagarlo, deberían adquirir en el mercado aquello que necesitaran,
incluyendo servicios de salud, de educación y seguridad. Para los demás, la
asistencia a cargo del Estado se reduciría a una mínima expresión. Así, en
estos años se desfinanciaron dramáticamente los sistemas de salud, de previsión
y de educación públicos. Las jubilaciones se redujeron a montos
insignificantes. La calidad de servicio en los hospitales empeoró notoriamente
y lo mismo sucedió con el nivel educativo en las escuelas.
La combinación del retiro del
Estado con las altas tasas de desocupación y de empleo informal significó que
una proporción mucho mayor de las clases populares se quedaron sin cobertura
médica. Por los mismos motivos, el acceso a la educación sufrió un proceso
similar. Un estudio de mediados de los años ’90 mostró que sólo un 50 por
ciento de los jóvenes de los estratos sociales más bajos en edad de asistir al
secundario estaba concurriendo a alguna institución educativa. De la mitad que
no lo hacía, sólo un 25 por ciento tenía un trabajo, lo que significa que una
enorme cantidad de jóvenes pobres no tenía ninguna actividad durante el día que
le permitiera progresar o integrarse (...).
Paralelamente, para mantener bajo
control el creciente fenómeno de la pobreza y la indigencia, el Estado nacional
y los estados provinciales y municipales ampliaron de manera sostenida las
políticas de asistencia focalizada. Desde los primeros ensayos con el Programa
Alimentario Nacional en 1985, hasta los subsidios para desempleados que
implementó Menem en su segundo mandato, pasando por las iniciativas que
pusieron en marcha diversos gobernadores y jefes delegacionales desde mediados
de los años ’80, las políticas asistencialistas del Estado se multiplicaron.
La política social se fue
redefiniendo entonces como una cuestión de gestión de las necesidades de
diversos segmentos de la población a través de subsidios puntuales o entrega de
alimentos. Así, las vías por las que el Estado se ocupó de las necesidades de
las clases populares ya no pasaron principalmente por la ampliación de los
derechos o los beneficios que colectivamente podían reclamar los ciudadanos. La
nueva política social procedía más bien identificando los focos posibles de
conflicto para otorgar alguna ayuda puntual que los mantuviera encapsulados y
bajo control. El horizonte de la eliminación de la pobreza pasó a ser una mera
fórmula retórica: más que acabar con ella, al Estado le interesaba gestionarla.
Ya no fue la fábrica o el lugar de trabajo el sitio privilegiado por el que
pasaba la política social, sino el barrio.
Pero como los planteles de
funcionarios y empleados estatales se reducían día a día, las nuevas políticas
asistencialistas fueron en general implementadas aprovechando las
organizaciones no estatales y las redes informales de autoayuda que ya existían
en el mundo popular. No sólo las ONG y las iglesias fueron utilizadas como
canal para la asignación y distribución de la asistencia: los militantes
sociales y las organizaciones de base también fueron tentados para desempeñar
la misma función. En los distritos bajo control de los peronistas [un
movimiento semejante al PRI], esta estrategia fue particularmente exitosa. Las
Unidades Básicas y los referentes locales del movimiento se volcaron
masivamente a gestionar en cada barrio los recursos que venían del Estado.
Aunque algunos consiguieron resistir este proceso, en pocos años muchos
activistas de base vieron transformarse su misión y su papel. La militancia
social se fue volviendo cada vez más la gestión de las necesidades puntuales
del barrio mediante el acceso a la ayuda estatal. La dependencia respecto del
Estado contribuyó a despolitizarla, privándola de la posibilidad de plantarse
en antagonismo respecto de los políticos y los gobiernos.
Con el tiempo, muchos de los
líderes “naturales” de los barrios y referentes de base terminaron convirtiéndose
en “mediadores” o “grillos” al servicio de la maquinaria asistencialista del
Estado. La contracara de este mismo proceso fue la rápida expansión del
clientelismo, es decir, el intercambio de favores personales (aunque
financiados por el Estado) por apoyo electoral. Así, un nuevo entramado
político fue articulando y comunicando al Estado con el mundo de las clases
populares. Este entramado ya no pasaba tanto por los sindicatos o los partidos
políticos, ni mucho menos por las leyes o las instituciones estatales, como por
las redes de lazos personales, organizadas territorialmente, que vinculaban a
cada colonia con políticos o funcionarios locales, y a éstos con el gobierno
central. Los límites entre lo estatal, lo privado y lo partidario quedaron de
este modo desdibujados (...).
La “privatización” de partes del
Estado en los años del neoliberalismo se manifestó de varias maneras. La vida
política comenzó a regirse cada vez más por los principios empresariales. En
1983 aparece un hecho pionero: se utilizan los medios de comunicación y el
marketing para promocionar una candidatura. Desde entonces, se utilizaron cada
vez más los “asesores de imagen” y las encuestas de opinión al modo de los
estudios de mercado, para “instalar” un candidato, tal como se hacía con la
marca de un producto.
La privatización de lo político
no se restringió a eso. Aunque los principales grupos empresarios siempre
habían condicionado fuertemente las políticas estatales, ahora tuvieron una
participación directa en el manejo de la cosa pública. En una de sus primeras
medidas de gobierno, Menem [el carnal del lic.Salinas] entregó el Ministerio de Economía a uno de los
grupos económicos más poderosos. La sorpresa y regocijo de los más ricos quedó
graficada en la declaración que la millonaria Amalia Lacroze de Fortabat hizo
en 1989: “Ahora todos los de la clase alta somos peronistas”.
En el plano más bajo, en las
colonias los recursos del Estado fueron canalizados cada vez más a través de
redes clientelares en las que los fondos públicos se utilizaban para fines
privados. Entre ambos niveles de la política se habilitaron también conexiones
inéditas. El pionero en este caso fue el empresario Alberto Pierri, quien, sin
haberse dedicado jamás a la política, se aseguró un lugar como candidato a
diputado del PJ [del PRI local] a cambio de una jugosa contribución monetaria
para la campaña. Aprovechando los recursos que habilitaba su puesto de
diputado, se dedicó desde entonces a armarse una red de grillos propia en La
Matanza [igual a Iztapalapa].
La agrupación que allí creó se
organizó a la manera de una empresa: los militantes fueron rentados y se
repartieron cargos públicos sobre la base de la eficiencia de cada cual a la
hora de movilizar apoyo político. Con su propio dinero y con los recursos que
conseguía a través de su control de la presidencia de la Cámara de Diputados,
consiguió comprar la lealtad de una buena cantidad de grillos. Ello le permitió
finalmente, en 1991, desplazar al líder peronista que históricamente había
gobernado La Matanza, alzándose con el control de la delegación. Con el acceso
a los fondos del municipio, Pierri expandió su red clientelar y llegó a manejar
480 Unidades Básicas, lo que lo convirtió en uno de los hombres más fuertes del
peronismo bonaerense. Su ascenso fue tan veloz y notorio que, desde entonces,
varios empresarios aplicaron con éxito la misma receta.
Una forma similar de
“privatización” se verificó con la Policía. El hábito de la impunidad que venía
del Proceso, el desfinanciamiento de la institución en los años ‘80 y los bajos
salarios no hicieron sino acentuar la tentación de usar la autoridad del
uniforme para el enriquecimiento personal. Las actividades de
“autofinanciamiento” fueron pasando del simple pedido de mordidas a quienes
desarrollaban actividades ilegales –prostíbulos, desarmaderos, lugares de
juego, etc.– a la organización directa de redes delictivas, en particular
dedicadas al robo o al tráfico de drogas. Los policías involucrados en ellas se
conectaron pronto con autoridades del Poder Judicial y otras del poder
político, de modo de asegurarse la impunidad. Las formas de “recaudación
clandestina” alimentaron así no sólo a los policías sino también a algunos
fiscales y jueces, convirtiéndose asimismo en una de las fuentes de
financiamiento de la política clientelar. Esta “zona gris” en la que
funcionarios estatales y el hampa se entrecruzaban, se desarrolló especialmente
en las regiones más devastadas por las políticas neoliberales, particularmente
en el Gran Buenos Aires [el Estado de México] y las periferias de otras ciudades marcadas
por la pobreza, donde la vulnerabilidad de la población fue terreno propicio
para la instalación de puntos de expendio de drogas o para el reclutamiento de
personas dispuestas a integrar las bandas delictivas.
A comienzos de los años ’90, el
gobierno de la provincia de Buenos Aires propuso un pacto con la Policía, por
el que les prometía hacer la “vista gorda” frente a sus actividades de
autofinanciamiento a cambio de que aseguraran el mantenimiento de niveles
aceptables de inseguridad. Desde entonces, la seguridad se volvió prenda de
negociación política entre los gobiernos y la Policía. La relativa impunidad
así concedida se tradujo en un sostenido aumento en la tasa de letalidad en el
uso de la fuerza (es decir, la proporción de civiles muertos por acción
policial como porción del total de la población y del total de heridos), cuyas
víctimas fueron especialmente personas de clase baja.
Así, extensos segmentos del país
–especialmente las zonas urbanas más empobrecidas– se transformaron en lo que
un estudioso llamó “regiones neo-feudalizadas”, espacios en los que lo que
queda de las organizaciones estatales, devastadas, funcionan como parte de
redes de poder privatizadas. Para las clases populares, la ciudadanía perdió
allí el significado que pudo haber tenido en otras épocas. En el modelo
político que proponía el neoliberalismo ya no existía una dimensión de
“ciudadanía social” que involucrara el acceso a derechos básicos garantizados.
Para los desempleados o quienes tenían trabajos precarios, los sindicatos ya no
ofrecían un canal para incidir colectivamente en la alta política. Los
partidos, colonizados por el mundo empresario, mucho menos.
Sumidos en la pobreza, los
sectores más postergados tampoco podían participar de la vida nacional como
consumidores, la manera de “ser parte” que la publicidad presentaba con
insistencia creciente. El modelo de ciudadanía política que quedaba en pie para
los más pobres era una de muy baja intensidad o directamente la exclusión, es
decir, no ser parte, una no-ciudadanía.
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